“El día en que tengamos legiones de personas verdaderamente devotas del Inmaculado Corazón de María, el Corazón de Jesús reinará sobre el mundo entero. En realidad, estas dos devociones no pueden separarse. La devoción a María Santísima es la atmósfera propia para la devoción a Nuestro Señor. El verano trae las flores y los frutos. La devoción a Nuestra Señora genera como fruto necesario el amor sin reservas a Nuestro Señor Jesucristo”. Plinio Corrêa de Oliveira El objeto de toda piedad verdadera es dar gloria a Dios y conducir al hombre a la virtud. Para ambos fines, que de hecho se confunden, la devoción al Corazón Inmaculado de María es un verdadero don de la Providencia para nuestro pobre y dilacerado mundo. La Santísima Virgen es la Medianera de todas las gracias. Querer rezar sin su intercesión es lo mismo que pretender volar sin alas, dice Dante. Si deseamos que nuestros actos de amor, de alabanza, de acción de gracias y de reparación lleguen hasta el trono de Dios, debemos confiarlos en las manos de María Santísima. Sería ridículo imaginar que la Santísima Virgen constituye un desvío y que alcanzamos más directamente a Dios si no acudimos a Ella. Todo lo contrario. Solo por medio de Ella llegamos a Dios. Prescindir de María para llegar a Jesucristo, bajo el engañoso pretexto de que la Virgen es una mampara entre nosotros y su Divino Hijo, es tan insensato como pretender analizar los astros sin telescopio, “directamente”, imaginando que el cristal de las lentes constituye una mampara entre los astros y nosotros. Quien quisiera hacer astronomía “directamente”, a simple vista, no estaría haciendo astronomía, sino una tontería. Pretender llevar una vida de piedad sin el auxilio de la Santísima Virgen, es lo mismo que hacer astronomía a simple vista. Lo mismo puede decirse del papel de la Madre de Dios en nuestra santificación. No son pocos los católicos que, al comprobar la inmensa desproporción que existe entre la debilidad de las fuerzas humanas y la dureza de la lucha que la preservación de la virtud impone, se dejan arrastrar a una moral tolerante, minimalista, llena de transigencias con el espíritu del siglo. Y para ello los pretextos, las razones falsas aunque verosímiles, no les faltan. Apelan a la debilidad moral del hombre contemporáneo, a las mil dificultades que la civilización moderna crea para la práctica de la virtud, etc., etc. Sin embargo, olvidan una cosa: por más débil que sea el hombre, la gracia de Dios es invencible. Cuando la gracia de Dios encuentra en el hombre el apoyo de una correspondencia generosa, ella puede obrar milagros. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta” (Flp 4, 13), escribió san Pablo. * * * Con el auxilio de Dios, los niños, las doncellas y los ancianos se enfrentaron a los tormentos más terribles en el Coliseo. ¿Será posible que el cristiano, el católico de nuestros días, no pueda enfrentar los peligros de la civilización moderna?
La cuestión, si queremos dilatar las fronteras de la Santa Iglesia por todo el universo, no consiste en que relajemos la doctrina invencible de Jesucristo. Sepamos vivir la vida de la gracia con la plena correspondencia de nuestro libre albedrío. Sepamos buscar la gracia en las fuentes donde realmente ella mana, y con su auxilio hagámonos fuertes para todas las austeridades que el Espíritu Santo exige de nosotros. Entre aquellas fuentes de gracia, ocupa sin duda un lugar de gran relevancia la devoción al Corazón Inmaculado de María. En el libro del Apocalipsis (3, 8) encontramos esta frase: “Conozco tus obras; mira, he dejado delante de ti una puerta abierta que nadie puede cerrar, porque, aun teniendo poca fuerza, has guardado mi palabra y no has renegado de mi nombre”. Esta puerta abierta para la debilidad del hombre contemporáneo es el Corazón Inmaculado de María. En efecto, nada puede darnos mayor confianza, más fundada esperanza, más seguro estímulo que la convicción de que en todas nuestras miserias, en todas nuestras caídas, no tenemos solamente la infinita Santidad de Dios que nos mira con el rigor de un Juez, sino también el corazón lleno de ternura, de compasión y de misericordia de nuestra Madre Celestial. Ella es la Omnipotente Suplicante y conseguirá para nosotros todo lo que nuestra debilidad requiere para la gran tarea de nuestro resurgimiento moral. Con este corazón se disipan todos los terrores, se desvanecen todos los desánimos, se despejan todas las incertidumbres. El Corazón Inmaculado de María es la Puerta del Cielo abierta de par en par para los hombres extremadamente débiles de nuestro tiempo. Y esta puerta “nadie la puede cerrar”, ni el demonio, ni el mundo, ni la carne. El apostolado consiste esencialmente en salvar almas. Para quienes se interesan por el apostolado, nada debe importar más que el conocimiento de las devociones providenciales con que el Espíritu Santo enriquece a la Santa Iglesia en cada época, en beneficio de las almas. Pío XII señaló dos devociones: la del Sagrado Corazón de Jesús y la del Inmaculado Corazón de María. Al aparecerse en Fátima, la Santísima Virgen dijo textualmente a los tres pastorcitos que una intensa devoción al Corazón Inmaculado de María sería el medio de salvación para el mundo contemporáneo. Innumerables milagros han avalado la autenticidad de este mensaje celestial. No nos queda sino reconfortarnos con el dictamen que de él se desprende. Si en esto consiste la salvación del mundo, si queremos salvar al mundo, pregonemos el medio providencial para su salvación. El día en que tengamos legiones de personas verdaderamente devotas del Inmaculado Corazón de María, el Corazón de Jesús reinará sobre el mundo entero. En realidad, estas dos devociones no pueden separarse. La devoción a María Santísima es la atmósfera propia para la devoción a Nuestro Señor. El verano trae las flores y los frutos. La devoción a Nuestra Señora genera como fruto necesario el amor sin reservas a Nuestro Señor Jesucristo. Y el día en que el mundo entero se vuelva a Jesús por María, el mundo se habrá salvado. Para todas las almas apostólicas, por tanto, el culto al Corazón Inmaculado de María es de primordial importancia. * * * Constantemente hemos tratado de la “verdadera” devoción. En efecto, las devociones externas, formales y convencionales no nos bastan. La devoción debe ser esclarecida, inteligente, sensata y fecunda. Debe ser el resultado de persuasiones firmes y generar resoluciones duraderas.
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