Una nueva concepción del mundo no tiene futuro, cuando provoca la disolución de las costumbres tradicionales de los pueblos Juan Antonio Montes Una observación banal y evidente es que hoy todo tiende a disgregarse, empezando por la familia. El esfuerzo continuo que los hombres ejercían para asociarse, teniendo en vista un bien común —municipio, región, estado, grupos raciales de una nación— tiende ahora a desarticularse, por la acción de una misteriosa fuerza centrífuga. El verbo que está de moda entre los “pensadores” es deconstruir. Se “deconstruyen” verdades, axiomas, religiones, instituciones; a bien decir nada se salva de ese vendaval deconstructivo. Pero una sociedad, desde la más básica hasta la más compleja, necesita para subsistir de la cohesión entre sus partes. ¿Cómo entonces conseguirlo, si el estímulo común ya no es más la cohesión, sino precisamente lo opuesto, la separación? La pregunta no carece de importancia, pues se refiere no apenas al futuro de las sociedades en su conjunto, sino también a aquella que nos es la más cercana, es decir nuestra propia familia. Para responder, comencemos por discernir las causas de ese “ánimo de disgregación”. Es conocido el principio según el cual lo semejante se alegra con lo semejante, y por eso tiende a juntarse. Lo expresa bien el proverbio latino “Similis simili gaudet” (lo semejante se alegra con lo semejante). De ahí resultan los vínculos de asociación, que pueden ser desde los más íntimos, como el matrimonio, hasta los más utilitarios, como las alianzas comerciales o de intereses recíprocos. En toda esa vastísima gama de asociaciones se verifica el mismo principio: el gusto o la necesidad de estar juntos. La misma regla se confirma en su sentido negativo, pues aquellos que tienen temperamentos o formas de ser diferentes, tienden a separarse. El principio es tan natural y de tan fácil comprobación, que cualquier maestro de escuela lo puede constatar. Después del primer día de clases, los alumnos reconocen entre sus compañeros aquellos con los cuales quieren ser amigos, y aquellos con los cuales nada tienen en común. Un ejemplo histórico: La Torre de Babel Un hecho histórico, narrado en las Sagradas Escrituras, nos muestra como este “ánimo de disgregación” puede tener graves consecuencias. La confusión de las lenguas, ocurrida con los pueblos de la antigüedad que intentaban construir la Torre de Babel, probablemente fue precedida de una etapa durante la cual las familias y los pueblos se desentendieron en su forma de pensar y de sentir. Comenzando por algunas fisuras en sus elementos de cohesión, esos desentendidos deben haber aumentando paulatinamente; de tal modo que, al mismo tiempo en que trabajaban en la construcción de la torre, iban creciendo las divergencias y los desentendidos entre ellos. Las divergencias crecientes llegaron a un auge, a tal punto que unos no entendían lo que los otros hablaban. La consecuencia fue la aparición de lenguas diferentes, pues el lenguaje no es otra cosa sino la expresión de una mentalidad propia a un conjunto de personas que viven en una misma colectividad. El paroxismo de incomprensión llevó a los constructores de la torre a separarse unos de los otros, dando lugar a una dispersión de aquellos grupos por el mundo y dejando la torre inconclusa. La Babel histórica, analogía con la Babel actual
Desentendidos profundos, como los que condujeron a la debacle de la Torre de Babel, envuelven siempre uno o más de los atributos que la filosofía clasifica como los trascendentales del ser: unidad, verdad, bondad y belleza (unum, verum, bonum, pulchrum). Estos trascendentales existen de modo absoluto y perfecto en Dios. Cuando Dios se definió delante de Moisés, en la zarza ardiente, dijo de sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14). Es decir, Él es, de modo perfecto y absoluto, la unidad, la verdad, la bondad y la belleza. Siendo estas las características trascendentales de todo ser, ellas lo son también de un hombre como una participación en las características propias del Ser por excelencia, que es Dios. Los hombres, creados a su “imagen y semejanza” (Gn 1, 26), participamos de estos atributos en la medida en que nos conformamos con el plan definido por Dios para cada uno de nosotros, al momento de crearnos. Cada persona es así un ser único e irrepetible, una pieza de colección que jamás tendrá igual. Esta pieza está llamada a reflejar, de modo propio y único, algo de la bondad infinita de Dios. Es lo que nos enseña el Salvador cuando definió los dos mayores mandamientos: “amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser” y “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mc 12, 30-31). Explicando este precepto san Juan dice: “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4, 20). San Agustín también lo formula de modo claro y conciso: “Ningún pecador debe ser amado en cuanto es pecador. A todo hombre en cuanto hombre se le debe amar por Dios y a Dios por sí mismo”.1 El amor al prójimo, por aquello que él tiene de bueno, verdadero, bello y único, es un modo de prepararnos para ver a Dios con amor absoluto, pues Él es quien posee todos esos atributos como fuente y esencia. De ahí nace lo que santo Tomás de Aquino llama el “amor de amistad”, es decir, el amor al prójimo, no por un bien egoísta, sino por el bien objetivo, que merece ser amado. Este amor de amistad se contrapone al amor de “concupiscencia”, por el cual amamos las cosas solo por la satisfacción que ella nos puede proporcionar. Santo Tomás enseña también que el “amor de amistad” sólo se puede dar entre personas racionales, pues exige que el bien deseado al otro sea capaz de ser entendido y devuelto por quien lo recibe. Es decir, las características del auténtico amor —que le dan solidez al instinto gregario— derivan de razones objetivas y racionales, presentes en la naturaleza humana y sublimadas por la virtud sobrenatural. Son estos los presupuestos sobre los cuales se basa la unión de una familia, de una región, de una nación o de cualquier sociedad humana. Se vuelve así fácil de entender cómo la negación de estos presupuestos conduce a consecuencias exactamente contrarias: la “deconstrucción” societaria, o el ánimo de disgregación, de los cuales venimos tratando. Esencia y existencia Desde finales del siglo XIX, primero en Alemania y posteriormente en Francia, se desarrolló una escuela filosófica que sostenía que lo más importante en el ser humano no era tanto su esencia —es decir, los trascendentales del ser— sino su existencia. Por existencia ellos entendían el modo por el cual cada uno se entiende y se desarrolla a sí mismo. Como consecuencia de esta corriente y de una tendencia desordenada a una “realización individual” como fin supremo de la vida, se produjo una paulatina mengua de la importancia atribuida hasta entonces a las cualidades objetivas del ser, sustituidas por una creciente valorización de las experiencias individuales, sin vínculos con la ley natural o con el bien común. En Francia, Jean Paul Sartre y su “compañera” Simonne de Beauvoir, ambos marxistas convictos y promotores de la poligamia, fueron en la década de los 50 y 60, una especie de “profetas” del existencialismo; y, a su modo, los “padres” de aquello que hoy en general se vive casi inconscientemente.2 La máxima “la mujer no nace, se hace” —atribuida a Simonne de Beauvoir, y punto de partida del feminismo actual— es una transposición para la mujer, de aquello que Sartre sostenía para todos los hombres. Según él, no existe una naturaleza humana, ni siquiera una condición natural o estado natural del hombre. En el ser humano, la existencia precede y configura la esencia: “Si, por otra parte, Dios no existe, no encontramos frente a nosotros valores u órdenes que legitimen nuestra conducta”.3 La conclusión fatal de estas afirmaciones ateas, contrarias a cualquier orden natural, es que las condiciones para que se desarrolle el gusto asociativo, se diluyen cada vez más. Si lo que vale es aquello que sentimos, entonces no puede haber “valores que legitimen nuestra conducta”. Así la moral objetiva cae por tierra, pues lo que es vicio para algunos puede ser virtud para otros. El existencialismo es caprichoso y egoísta, no piensa sino en su propia realización individual. Esta realización la podrá encontrar en una “identidad” cambiante de sexo o incluso de especie. Hoy podrá ser hombre, mañana mujer, después planta y finalmente todo al mismo tiempo. Debemos reconocer con dolor que esta corriente filosófica también fue adoptada por teólogos y moralistas, pues el mismo Papa Paulo VI dijo que “haya entrado el humo de Satanás en el templo de Dios”.4 Para citar un ejemplo, recordamos que el obispo de Caicó, Río Grande del Norte (Brasil), Mons. Antonio Carlos Cruz Santos, afirmó en julio pasado, el absurdo de que las conductas homosexuales son un “don de Dios”; y, en consecuencia, que no debe haber ningún tipo de rechazo a quienes las practican. Culpables son quienes las rechazan por no ver el “don” de Dios en la sodomía.5 La confusión respecto a las uniones adulterinas, introducida a partir de interpretaciones contradictorias dadas por distintas Conferencias Episcopales a la exhortación apostólica Amoris Laetitia, es también una consecuencia de esta misma corriente. Para muchos prelados, cada uno puede proceder de acuerdo a cómo se siente “en su propia conciencia” delante de Dios, y no por la observancia de aquello que Nuestro Señor estableció: “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mt 19, 6). La crisis de la familia, ejemplo típico de “disgregación”
Dos preguntas surgen espontáneamente: ¿Cómo se puede construir una sociedad con personas inspiradas por esta filosofía? ¿Qué tipo de sociedad puede surgir de la unión de tales “unidades”? Para que nuestra respuesta quede clara, tomemos como ejemplo la familia, la institución más afectada por estas aberraciones ideológicas. Cuando hoy se habla de “varios tipos de familia” lo que se está queriendo indicar es que el factor unitivo de una familias puede ser cualquier “identidad” u “orientación” de aquellos que la conforman. Así, de acuerdo a estos presupuestos existencialistas, una “familia” puede estar constituida por dos hombres, por dos mujeres, por dos o más transgéneros, etc.; todo esto sin diferencias ni consecuencias. Sin embargo, por más que los promotores de estas aberraciones las quieran llamar “familia”, las cosas son lo que ellas son y no lo que ellos dicen ser. La familia es la unión indisoluble del hombre y de la mujer, para la procreación de la especie y la educación de los hijos. Todo el resto, no cumple con los requisitos necesarios y básicos para ser llamado familia. Cuando la célula básica de la sociedad no cumple sus fines específicos, se multiplican los flagelos sociales, como la caída poblacional, la delincuencia juvenil, la adicción a las drogas, y todos los males que proliferan ante nuestros ojos. Como en un círculo vicioso, donde los efectos son cada vez peores, la sociedad se va así descomponiendo fatalmente. De ahí hasta su total “deconstrucción”, no hay sino un pequeño paso. Un largo proceso que se aproxima a su paroxismo El proceso de disgregación que describimos no es nuevo. Él comenzó en Occidente cristiano y hace parte de un proceso revolucionario aún más amplio, descrito por el profesor Plinio Corrêa de Oliveira en su magistral ensayo Revolución y Contra-Revolución. Desde el siglo XV, con el Humanismo, la sociedad le dio las espaldas al “amor de amistad”, fruto de la caridad cristiana, y comenzó a procurar el “amor de concupiscencia”, exacerbado por las pasiones de orgullo y sensualidad. Sin embargo, como el orden medieval anterior supo inspirarse en las leyes de la sabiduría cristiana, la sociedad que engendró dio frutos consistentes y apreciados, exigiendo que el proceso de distanciamiento fuese lento, incluso para no sorprender a las víctimas, muchas veces inconscientes o anestesiadas.6 Se puede decir que hoy asistimos a los últimos efectos de ese distanciamiento entre la moral cristiana y la sociedad ex cristiana, la negación de todas las reglas reconocidas universalmente y al desprecio de las leyes más evidentes y obvias. Las corrientes más extremas de esta revolución no esconden que el hombre está pasando a una nueva etapa de su existencia; y, se repite aquí la antigua promesa, siempre postergada, de que los progresos tecnológicos caminan rumbo a la solución de las enfermedades, la longevidad por siglos y la creación de individuos completamente autónomos. Es lo que afirma, entre muchos otros, el ex Ministro de Educación de Francia, Luc Ferry en su última obra La revolución transhumanista.7 Una crónica sobre el pensamiento de Ferry, publicada originalmente en el diario español “El Mundo”, afirma: “Las biotecnologías ya son capaces de modificar el patrimonio genético de los individuos, de la misma forma que llevan lustros modificando las semillas de maíz, arroz o trigo: esos famosos ‘transgénicos’ que provocan la inquietud y la ira de los ecologistas […] ¿Hasta dónde se podrá llegar por este camino con seres humanos? ¿Podremos algún día (¿pronto? ¿ya?) ‘perfeccionar’ a voluntad un rasgo del carácter, la inteligencia, el tamaño, la fuerza física o la belleza de nuestros hijos, elegir el sexo, el color de los ojos o del cabello?”.8
No hay que ser muy suspicaz para sospechar que esos experimentos se realizan desde hace varios años —y estén llegando hoy a etapas aún más avanzadas— en antros de laboratorios rusos, norteamericanos o chinos. El mismo artículo informa que: “El año pasado, Google inauguró su nuevo edificio en Londres. Ante una audiencia de periodistas, empresarios y publicistas, el presidente de la empresa, Sundar Pichai, anunció que el norte de Google será la inteligencia artificial. En lo mismo están los otros leviatanes posmodernos: Facebook, Amazon, Apple, Microsoft y Baidu, invirtiendo millones de dólares en científicos que desarrollan los algoritmos que hacen de nuestras vidas un universo de datos cruzados”.9 Reformulamos a este respecto una pregunta crucial: ¿Podrá constituir una sociedad una humanidad de individuos enteramente autónomos y casi perfectos, programados para no tener necesidad unos de los otros? Resolviendo una objeción: la existencia milenaria de sociedades no cristianas Algún lector podrá objetar que se mantienen vigentes desde siglos atrás sociedades no cristianas, que ni siquiera practican la ley natural. Igualmente podrá agregar que algo similar se verificó en la Antigüedad, donde fueron de enorme duración y tuvieron culturas muy desarrolladas sociedades que no seguían la revelación dada al pueblo elegido, y que son admiradas hasta hoy. La objeción es de fácil solución. Pues, si bien es verdad que todas esas sociedades paganas no conocían o no practicaban la ley divina, ellas al menos respetaban la ley natural en muchas de sus reglas. Su permanencia en el tiempo y los frutos culturales que dejaron, se explican precisamente por el grado o medida en que las reconocían y hacían cumplir. Por otra parte, cuando se verifica que las causas de su decadencia o de su desaparición fueron habitualmente la exacerbación de sus aspectos contrarios a la naturaleza. La generalización de la práctica de la sodomía, por ejemplo, fue una de las características de la desaparición de muchas de esas sociedades. Los casos de Grecia y del Imperio Romano son característicos.10 La solución está en el Evangelio Satanás es el gran artífice del proceso revolucionario, y emprende ahora las etapas finales para la disgregación de la civilización cristiana, otrora consolidada en torno de la unidad, verdad, bondad y belleza. Bajo su comando, una miríada de agentes acciona las máquinas de disgregación. En el extremo opuesto se agrupan y se yerguen los fieles a Nuestro Señor Jesucristo, que dejó bien delimitados los campos en el Evangelio: “El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama” (Lc 11, 23). La victoria contra la dispersión, deconstrucción o disgregación solo puede ser conseguida, por lo tanto, por la unión de los fieles alrededor de Nuestro Divino Redentor y de su Madre Santísima. En el momento en que la Cristiandad acaba de celebrar el centenario de las apariciones de la Santísima Virgen en Fátima, finalizamos estas consideraciones poniendo nuestra confianza en sus Mensajes, que apenas explicitan y aplican al mundo actual lo que nos ordenó el Salvador. Ella advirtió que si el mundo no se convertía de los vicios de la inmoralidad y de la impiedad —precisamente aquellos por los cuales nos encontramos en la situación actual—, Dios enviaría un gran castigo sobre la humanidad, Rusia esparciría sus errores por el mundo entero, el Santo padre tendría mucho que sufrir… Al cabo de estas advertencias, muchas de las cuales son hoy realidad, Ella prometió el triunfo. Entre muchas otras cosas, eso significa que volverá a reinar entre los hombres aquel mismo amor que caracterizó a los primeros cristianos y que fue el sustrato del cual nació la civilización cristiana: “¡Mirad cómo se aman! Mirad cómo están dispuestos a morir el uno por el otro” (Tertuliano, s. II).
Notas.- 1. San Agustín, De Doctrina Christiana, 1, 27 (CSEL 80, 23). 2. Jean-Paul Charles Aymard Sartre (París, 21 de junio de 1905 – 15 de abril de 1980). 3. Sartre, El existencialismo es un humanismo. 4. Cf. Insegnamenti di Paolo VI, Tipografía Poliglotta Vaticana, v. X, p. 707-709. 5. https://www.youtube.com/watch?v=ijRdgTaVx7k, 30 de julio de 2017. 6. Cf. Papa León XIII, encíclica Inmortale Dei, 1° de noviembre de 1885, Bonne Presse, París, v. II, p. 39. 7. Luc Ferry, La revolución transhumanista, Alianza Editorial, Madrid: 2017. 8. Cf. “El Mercurio”, 2 de julio de 2017, Transhumanismo: una ideología que avanza. 9. Cf. Ib. Id. 10. San Agustín, en su clásica obra La Ciudad de Dios, demuestra cómo Roma cayó en consecuencia de los vicios practicados por sus habitantes y no por las costumbres virtuosas de los cristianos, como acusaban los romanos paganos.
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