Apóstol de los francos Uno de los más extraordinarios obispos, entre aquellos que se dedicaron al apostolado con los bárbaros; desempeñó un papel decisivo en la conversión del rey franco Clodoveo y de todo su pueblo Plinio María Solimeo DURANTE LAS INVASIONES de los bárbaros en Europa, en el siglo V, la Galia romana presentaba todos los síntomas de decadencia, propios del final de una era histórica. El Imperio Romano agonizaba y la Iglesia, a través de grandes santos, luchaba para convertir a los bárbaros invasores, atrayéndolos a su seno. San Remigio fue uno de sus principales apóstoles. Nacido alrededor del año 436, hijo de santa Celina y de Emilio, conde de Laon, señor de enorme mérito, era hermano de san Principio, que fue obispo de Soissons. Los primeros biógrafos y contemporáneos de san Remigio afirman que su nacimiento fue predicho por san Montano, un ermitaño de vida ascética entregado a la contemplación. Cierta noche, mientras pedía a Dios Nuestro Señor con gran insistencia que pusiera remedio a la malicia e indiferencia de aquellos conturbados tiempos, le fue revelado que pronto nacería un varón, el cual, por su santidad de vida, obtendría la conversión de los galos y de sus invasores. Arzobispo de Reims contra su voluntad Desde muy pequeño Remigio sobresalió por una extraordinaria aptitud para la virtud y para la ciencia. Hizo tan rápidos progresos en la perfección y en los estudios, que al fallecer el arzobispo de Reims, el clero y el pueblo lo aclamaron como su sucesor, a pesar de tener apenas 22 años de edad. De ninguna manera el joven quiso aceptar tamaña responsabilidad, alegando con razón que ello contrariaba los cánones sagrados, que estipulaban la edad mínima de 30 años para el episcopado. La discusión se prolongó. Aún se discutía, cuando un rayo de luz venido del cielo le iluminó el rostro, lo que confirmó al clero y al pueblo en su determinación, ahora con el beneplácito divino. Remigio se dio por vencido. Sus biógrafos resaltan que era tanta su virtud, madurez de espíritu y ciencia, que inició su episcopado como el más experimentado de los obispos. Entre aquellos, Venancio Fortunato, dice que Remigio era “largo en las limosnas, profundamente humano, asiduo en velar, en rezar constante y devoto, en la caridad perfecto, en la doctrina insigne, preparado siempre para hablar aun de las cosas más altas y divinas”. 1 Atraía a todos por la bondad de su corazón y hasta las aves del cielo venían a posarse en sus hombros y en sus manos. San Remigio y los bárbaros francos El gran acontecimiento del episcopado de san Remigio fue la conversión de Clodoveo, quinto rey de los bárbaros francos. Este pueblo, salido de las planicies de Holanda, se dirigió al sur, apoderándose de las mejores tierras de los Países Bajos, de Picardía y de la Îlede-France (la región de París). Clodoveo se convirtió en rey en plena adolescencia, pues tenía entre 14 y 15 años de edad; pero ya entonces era un valiente, audaz y gran guerrero. Al establecer su gobierno en la antigua Galia romana, que había conquistado, san Remigio le envió una carta en la cual decía: “Un gran rumor nos ha llegado; dícese que acabas de tomar las riendas del gobierno de nuestra nación. No es una maravilla que seas tú lo que fueron tus padres; pero mira que no te abandone nunca el juicio de Dios, a fin de que por tus méritos logres conservar ese puesto donde te han colocado tu industria y tu nobleza, porque, como dice el vulgo, los actos del hombre se prueban por su fin. Rodéate de consejeros que sepan acrecentar tu honra. Sé casto y honesto; honra a los sacerdotes y atiende a sus consejos, pues si vives en armonía con ellos darás el bienestar al país. Consuela a los afligidos, protege a las viudas, alimenta a los huérfanos, haz que todo el mundo te ame y te tema. Salga de tus labios la voz de la justicia, deja abierta a todo el mundo la puerta de tu tienda, y no permitas que nadie se marche triste de tu presencia. Juega con los jóvenes, puesto que eres joven; pero aconséjate con los ancianos, y si quieres reinar, muéstrate digno de ello”.2 Aún siendo pagano, Clodoveo no perseguía a los cristianos y tenía respeto por los obispos y sacerdotes de las ciudades que sometía a su dominio. Cada santo es llamado a reflejar de modo particular alguna de las perfecciones de Dios. Así, unos destacan por la fortaleza, otros por la lógica, otros por la extremada pureza. San Remigio reflejó de modo admirable la bondad de Dios. Despojado del menor vestigio de egoísmo, se alegraba verdaderamente con el bien del prójimo. Su rostro reflejaba la bondad del corazón, y atraía a todos por su afabilidad y buen trato. Esta fue una de las cosas que más impresionaron al bárbaro Clodoveo tan pronto como lo conoció, por lo cual admiraba tanto a san Remigio. El conocido episodio de Soissons muestra, aunque con métodos bárbaros, en cuánta consideración tenía Clodoveo al santo arzobispo. Sus soldados paganos habían saqueado una iglesia de esa ciudad, llevándose ornamentos y vasos sagrados. San Remigio lamentó sobre todo la pérdida de un cáliz de plata, finamente cincelado, y pidió a Clodoveo que, si fuera posible, se lo restituyera. A la hora de la repartición de los despojos, el rey pidió como un favor que no se echase la suerte sobre ese cáliz, sino que se lo diesen a él. Todos concordaron, menos un soldado más bárbaro, que con un golpe de hacha lo damnificó, respondiendo insolentemente al rey, que él no tenía más derecho que los demás. Clodoveo disimuló su disgusto como pudo. Unos días más tarde, mientras pasaba revista a su tropa, se detuvo frente al insolente y con el pretexto de que sus armas no estaban en orden, las tiró al suelo. Entonces, dándole un potente golpe de hacha en la cabeza lo mató, mientras le decía: “Así lo hiciste con el cáliz de Soissons”. Luego que subyugó Turingia, en el décimo año de su reino, el gran conquistador desposó a Clotilde, hija de Chilperico, hermano del rey de Borgoña. Esta era una católica ejemplar, y fue posteriormente elevada a la honra de los altares.3 Instaba fervorosamente para que su marido se convirtiera. Prometiendo siempre que lo haría, sin embargo, Clodoveo postergaba su conversión para un futuro incierto.
Conversión de Clodoveo: gloria de la Iglesia Hasta que llegó la hora de la Providencia. Corría el año 496. Clodoveo se encontraba una vez más al frente de su ejército enfrentando a otros bárbaros, los alamanes, en las proximidades de Tolbiac. Los francos, tan acostumbrados a la victoria, fueron siendo acosados por los alamanes con tal vigor, que comenzaron a retroceder. La batalla parecía perdida. Previendo el desastre, un consejero del rey, que era cristiano, le sugirió en aquel transe que invocara al verdadero Dios. Clodoveo prometió entonces “al Dios de Clotilde” que se convertiría a la religión católica, en caso de obtener la victoria. En ese mismo momento los francos se volvieron contra los alamanes con tal ímpetu, que rompieron todas sus líneas y llegaron hasta su rey, al que mataron. La batalla estaba ganada. Clodoveo, que era leal, no tardó en cumplir su promesa. De inmediato mandó llamar a san Vedasto de Toul, obispo de Arrás, para instruirlo en la fe. Santa Clotilde se apresuró también a avisar a san Remigio para completar la obra y administrarle el bautismo. “Él acabó de abrirle los ojos y de descubrirle la excelencia y santidad de nuestros misterios. El ardor de la fe y de la religión se iluminó tan fuertemente en ese corazón marcial, que se hizo apóstol de sus vasallos antes de ser cristiano; reunió a los grandes de su corte, les mostró la locura y la extravagancia del culto a los ídolos, y los conclamó a no adorar más que a un solo Dios, creador del cielo y de la tierra, en la Trinidad de sus personas. Hizo lo mismo con su ejército, y su predicación fue tan poderosa que la mayor parte de los francos quiso imitar su ejemplo”.4 Según las crónicas, cuando san Remigio narraba a aquellos bárbaros los sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo en su Pasión, Clodoveo golpeaba con la lanza en el suelo, exclamando lleno de indignación: “¡Ah! ¡Por qué no estaba yo allí con los mis francos!”. “Padrino, ¿es este el reino de Dios?”
San Remigio quiso que la ceremonia del bautismo real estuviese rodeada de la mayor pompa. Según la tradición, se realizó en la noche de Navidad. El camino del palacio hasta la iglesia de Notre Dame de Reims estaba engalanada con tapices y arcos de flores, y el pórtico de la iglesia iluminado por muchas velas. Nubes de incienso perfumaban el aire. Cuando Clodoveo, acompañado de los suyos, entró en el templo, preguntó emocionado al santo: “Padrino, ¿es este el reino de Dios que me has prometido?”. A lo cual respondió Remigio: “No, pero es la entrada del camino que conduce a él”. En la pila bautismal, san Remigio pronunció aquellas palabras que se hicieron célebres: “Curva la cabeza, altivo sicambro; adora lo que quemaste y quema lo que adoraste”. El cardenal Baronio anota que, además del bautismo, san Remigio confirió también a Clodoveo la unción real, lo que después se convirtió en una tradición entre los reyes de Francia. La iglesia estaba tan repleta, que el clérigo que debía llevar el óleo del crisma quedó retenido por la multitud. San Remigio elevó entonces los ojos a Dios, y en ese momento se vio una blanquísima paloma trayendo en el pico una ampolla con el óleo, que depositó en las manos del prelado. Este es el origen de la “santa ampolla” que sirvió, hasta la Revolución Francesa, para consagrar a los reyes galos. Dos hermanas de Clodoveo también fueron bautizadas con él, además de un número incalculable de señores y una infinidad de soldados, mujeres y niños que quisieron seguir el ejemplo de su rey. San Remigio sobrevivió a Clodoveo. Era ya un venerable anciano cuando Dios lo hizo participar de su cruz, enviándole muchas molestias; entre ellas, perdió temporalmente la vista corporal. Besando la mano divina que así lo hería, el santo arzobispo falleció el día 13 de enero de 533, a los 96 años de edad.5
Notas.-
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