En la Lima del siglo XVII: Fernando Furquim de Almeida
En una mañana de domingo, en la ciudad de Lima, el marqués Francisco Pizarro conversaba con algunos amigos después de haber asistido a la Santa Misa, cuando su palacio fue invadido por conspiradores que venían a vengarse de la energía con que reprimiera una revuelta en la que se habían visto envueltos. Pizarro apenas tuvo tiempo de tomar su espada y, con la coraza mal puesta, enfrentó a los enemigos con su legendaria valentía. Vencido por el número, fue abatido cubierto de heridas y, al caer, solo pudo exclamar: ¡Jesús! En el suelo, ya agonizando, consiguió trazar una cruz con su propia sangre, y expiró después de besarla en un supremo esfuerzo. La escena de la muerte de Pizarro resume cabalmente la historia de la conquista del Perú, en la cual la fe y la violencia están siempre presentes, revelando una lucha encarnizada y constante entre el bien y el mal en aquellos hombres indómitos que dieron a la Iglesia las tierras por ellos descubiertas. La revolución anticristiana llega al Nuevo Mundo Los colonizadores provenían de un mundo ya seriamente sacudido por la revolución anticristiana. Traían en sí sus gérmenes, que habían adquirido en la propia España. En aquella época las tendencias revolucionarias habían conseguido infiltrarse en toda la Cristiandad. Educados en una sociedad que aún conservaba vivos los principios católicos, aunque ya quebrantados, y que aún no perdiera las barreras naturales que impedían a tales tendencias llegar a sus últimas consecuencias, estos hombres mantenían, en el Viejo Continente, una especie de compromiso entre la fe que conservaban y una vida poco coherente con los principios en que creían. Al llegar a América, no encontraron aquí las barreras que del otro lado del Océano les frenaban el dinamismo propio de las malas tendencias, practicando actos que estaban en nítida contradicción con la arraigada fe que poseían y de la que continuaban dando numerosas pruebas. De ahí la lucha que tuvieron que sostener contra sí mismos y cuya razón de ser no era clara para aquellos hombres. Así se transformaron en contradicciones vivas, con la fe, la valentía y el desprendimiento propios de hijos de cruzados, alternados con la ambición, el orgullo y la sensualidad en grado característico de auténticos revolucionarios. Los misioneros que llegaban para evangelizar las nuevas regiones pronto percibieron esos problemas, de cuya existencia, muchas veces, ni siquiera habían sospechado mientras estaban en Europa. Y fueron obligados, además del trabajo que tenían con los gentiles, a disciplinar la violencia de los conquistadores y recordarles los principios del Evangelio que debían presidir la formación de la nueva sociedad. Para que ese apostolado fuese, sin embargo, realmente eficaz, era necesario que esos sacerdotes tuvieran una conciencia muy nítida de los objetivos de la Revolución (inclusive para no ser también ellos contaminados por sus errores), y un amor de Dios ardiente, propio de la santidad. Un magistrado se convierte en arzobispo
Cómo no recordar a ese respecto la admirable obra de santo Toribio de Mogrovejo, arzobispo de Lima a comienzos del siglo XVII, a quien la Ciudad de los Reyes debe en gran medida la espléndida floración de santos de que se gloria el Perú, y que, debelando los gérmenes de la Revolución en su arquidiócesis, hizo posible la formación de una sociedad brillante y profundamente católica. Cuando terminaba el siglo XVI, quedó vacante la Arquidiócesis de Lima, de la que dependían todas las diócesis de los dominios españoles en América del Sur. La buena provisión de su solio era, pues, de la mayor importancia, no solo para el bien espiritual del Nuevo Mundo, sino para la consolidación de aquella sociedad naciente que debía incorporarse a la Cristiandad. La elección de Felipe II recayó sobre un laico, Toribio de Mogrovejo, magistrado de Granada, que se distinguía por la firmeza de la fe y por una vida toda ella dedicada al servicio de la Iglesia. Se excusó el santo por las disposiciones canónicas que impedían nombrar a un laico para un arzobispado. El rey venció sin embargo todas las dificultades, consiguiendo de la Santa Sede las dispensas necesarias. En cuatro domingos sucesivos santo Toribio recibió las cuatro órdenes menores, a fin de ejercer efectivamente cada una de ellas al menos durante una semana. Se preparó cuidadosamente para el sacerdocio y para su consagración, después de la cual se embarcó sin pérdida de tiempo hacia el Perú, tomando posesión de su sede de Lima el día 12 de mayo de 1581.
Su obra en América, durante los 25 años de episcopado, conquistó la admiración de los historiadores de la Iglesia, que lo comparan con san Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Su inmensa arquidiócesis fue varias veces visitada por él, a pesar de las dificultades que, en la época, representaban los viajes. Promovió los Sínodos y Concilios Provinciales prescritos por el Concilio de Trento, teniendo que vencer en algunos de ellos oposiciones tenaces para conseguir la aprobación de medidas que juzgaba indispensables. Con la valentía y la energía características de los santos, defendió los derechos de la Iglesia contra las pretensiones del poder civil, no permitiendo que este cercenara de modo alguno su libertad. En 1589, llegó a Lima san Francisco Solano, que evangelizó el Perú y el norte de Argentina, y fue un auxiliar precioso del santo arzobispo. Poco a poco la mentalidad de los conquistadores se fue modificando y fue naciendo una sociedad cuyo ambiente era propicio para la práctica de la virtud, a pesar de la guerra constante que contra esta movía el demonio. En el tiempo del virrey de los milagros
Centro a partir de donde se irradiaba toda la vida del virreinato, Lima, naturalmente, fue la ciudad más beneficiada por aquel florecimiento religioso. Comparada por Ricardo Palma, en sus Tradiciones Peruanas, con un inmenso convento, presentaba ella todas las grandezas y miserias de una ciudad cuyos habitantes luchan para que el espíritu domine a la materia y que, por eso mismo, sufren las más violentas tentaciones del demonio, de las cuales no siempre salen vencedores. Profundamente católica, la capital de los virreyes obligaba a san Francisco Solano a predicar en las plazas públicas, pues sus iglesias eran pequeñas para contener a las multitudes que deseaban escucharlo. Sus calles eran recorridas por santa Rosa de Lima, la primera persona nacida en América en ser elevada a los altares, y por innumerables otras personas completamente dedicadas a las cosas de Dios y que se auxiliaban mutuamente en la práctica de la virtud, a respecto de algunas de las cuales se aguarda el pronunciamiento de la Santa Sede en las causas de beatificación de que son objeto. Claro está que en una ciudad con fe tan viva no podían faltar los milagros. Así es que D. Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, fue llamado el virrey de los milagros, no propiamente a causa de los que le son atribuidos, sino antes por el hecho de haber sido en su gobierno que ocurrió la mayor parte de los milagros registrados en las crónicas peruanas. Fue en esa época que vivió fray Martín de Porres, inscrito en el catálogo de los santos, el día 6 de mayo de 1962, por el Papa Juan XXIII; fray Martín el santo mulato que Pío XII declaró patrono de las obras sociales en el Perú. De barbero a hermano lego
Hijo natural de D. Juan de Porres, caballero de Alcántara, y de Ana Velásquez, negra liberta, Martín nació en Lima, el 11 de noviembre de 1579, y fue bautizado en la iglesia de San Sebastián, en donde algunos años después santa Rosa de Lima recibiría también el bautismo. Su padre lo llevó a Guayaquil, donde permaneció algunos años. De regreso a su ciudad natal, aprendió el oficio de barbero, que ejerció hasta los quince años de edad, cuando lo abandonó para entrar como hermano lego en el convento de los Dominicanos. Sus dotes de inteligencia excepcionales y el auxilio paterno podían elevarlo al sacerdocio, pero él siempre lo rechazó, pues se juzgaba “indigno aun del hábito que vestía”. Toda su vida la pasó el santo sirviendo en el convento, encargado de los más humildes menesteres. En su tiempo libre, recibía o visitaba a los pobres y enfermos entre los cuales ejercía la caridad bajo las más variadas formas, encontrando siempre la manera más conveniente de cuidar el alma de sus protegidos mejor aún que el cuerpo. El auxilio a los desamparados era su preocupación constante, fruto de un celo ardiente por las almas, en las cuales veía la imagen de Dios a quien amaba sobre todas las cosas. Son verdaderamente innumerables los episodios de su vida que quedaron en el recuerdo de sus coterráneos y en los cuales brilla esa virtud que le valió ser llamado Martín de la caridad. Los niños que vivían abandonados, exponiéndose a la perdición por no tener un ambiente sano que los abrigase, fueron objeto particular de sus desvelos. Por ellos pedía limosnas, hacía toda clase de sacrificios, y se puede decir que fue gracias a su pertinacia y a su ejemplo que se fundó después en Lima una casa para cobijarlos, administrada por una institución creada especialmente para ese fin. La actividad fecunda de fray Martín en favor de los pobres solo se explica por una intervención de la Providencia, pues, humanamente hablando, estaba por encima de las posibilidades de un hermano lego de una Orden mendicante. El Santo Padre Pío XII, en una Carta Apostólica del 10 de julio de 1945, lo proclamó Patrono de las obras sociales en el Perú.
El cuidado de los enfermos, hacia los cuales era un enfermero solícito y deseado, fue otra característica de la caridad de san Martín. Recibió de Dios el carisma de curarlos, y frecuentemente era llamado a la cabecera de los moribundos, a los cuales siempre atendía, aunque para ello fuera necesario recurrir al milagro de la bilocación. Cuando no los curaba, los preparaba para la muerte, haciendo que aceptasen cristianamente la voluntad de Dios. En general atendía a los enfermos en el convento, les administraba polvos inocuos mezclados con agua, y los despedía completamente sanos. Conocía los síntomas de las enfermedades y las virtudes de los remedios, del tiempo en que ejercía la profesión de barbero, que entonces se confundía en parte con la de médico y farmacéutico. Esos conocimientos le servían para ocultar el carisma que poseía, pero fueron tan estupendas las curaciones milagrosas de que fue instrumento, que su poder se hizo muy pronto conocido en toda la ciudad. Cuando los santos de Lima se encontraban
La verdadera amistad es la que tiene como fundamento el amor de Dios y, así como los malos se conocen, también los buenos saben encontrarse. Podemos, pues, imaginar cómo serían los encuentros de san Martín con santo Toribio, san Francisco Solano, santa Rosa de Lima, san Juan Macías, y tantas otras almas temerosas de Dios que vivían en aquella Lima del siglo XVII, ciudad pequeña donde todos se conocían. Los más santos de sus contemporáneos se admiraban de oír hablar al hermano lego que apenas aprendiera el oficio de barbero, pero cuya conversación resumía la sabiduría propia de los santos, la cual confunde a la ciencia orgullosa de los sabios de este mundo. De cómo fray Martín dejó de hacer milagros Los milagros de Martín son conocidísimos, y fueron tantos, que la leyenda transformó su vida en una serie continua de intervenciones divinas. Se cuenta que, cierta vez, iba él por una calle de Lima, cuando vio a un hombre que caía de lo alto de una casa. “Válgame fray Martín”, gritó el desdichado. Explicando que el Superior le había prohibido hacer milagros, el santo le pidió que esperara y corrió hacia el convento, a fin de obtener el permiso necesario para salvarlo. El Superior lo concedió, como es fácil de imaginar, y cuando san Martín regresó al lugar encontró al hombre suspendido en el aire, a su espera. Hizo, entonces, que él descendiera sano y salvo, y continuó su camino. Poco después de la muerte del siervo de Dios, los prodigios debidos a su intercesión se multiplicaron a tal punto de trastornar la vida de la ciudad, obligando al Superior a ir hasta su tumba para ordenarle que parase. Y, concluye la crónica, desde entonces san Martín no hizo más milagros.
Después de cuarenta y cinco años pasados en el convento, sirviendo a Dios y a sus hermanos, fray Martín murió el 3 de noviembre de 1639. En su última enfermedad, estando ya desahuciado, vio entrar en su pobre celda religiosa al virrey, D. Luis Fernández de Bobadilla, conde de Chinchón, que se arrodilló y le besó la mano. Lleno de confusión, quiso que se levantara, pero el virrey continuó arrodillado y le pidió que le obtuviera la gracia de gobernar bien y de servir a Dios como debía en esta tierra. Respondió el santo: “Si Él, en su infinita misericordia, me hiciera la merced de recibirme en su gloria, no dejaré de rogar por Vuestra Excelencia”. Y así, recibiendo el homenaje de la mayor autoridad de su tierra, a la cual luego se unieron las manifestaciones de veneración de toda la ciudad de Lima, murió el hermano lego mulato que hoy veneramos en la gloria de los altares.
*Publicado originalmente en Catolicismo nº 156,
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