La Santa Iglesia, como buena madre, aunque acepte la aplicación de alguna sanción o pena, dispensa al alma de quien es castigado mil cuidados y cariños. El texto que aquí transcribimos revela cabalmente este venerable aspecto de la Iglesia, cuando concede a un condenado a muerte todos los medios necesarios para su salvación eterna. En una civilización auténticamente cristiana, hasta el cadalso se transforma en un lugar de verdadera misericordia y en cátedra de enseñanza moral.
Mons. Jean-Joseph Gaume Ayer en la tarde [19 de enero de 1842] había yo ido, según mi costumbre, a la iglesia de Sant’ Andrea delle Fratte [en Roma], situada a cuarenta pasos de nuestra habitación, y había rezado el oficio delante del enrejado de la primera capilla dedicada a San Miguel Arcángel, y que está a la izquierda de la entrada. Estaba muy lejos de mí (pensar) que Dios iba a escoger en la mañana siguiente aquella capilla de una modesta iglesia, para hacer brillar su gloria con un prodigio del que casi no se encuentra un ejemplo en los anales de la historia; pero no debo anticiparme. Al salir de allí, percibí un grupo numeroso alrededor del ángulo de la Propaganda; me acerqué, para ver lo que atraía a la multitud y le imponía el respetuoso silencio que yo no comprendía. A seis pies de altura estaba colgado en la pared, un ancho rótulo de madera, en que se hallaba escrito en gruesas letras negras, lo que sigue: “Indulgencia plenaria para todos los fieles que después de confesarse, comulguen mañana en (aquí venían los nombres de muchas iglesias) y rueguen por los que están condenados a muerte”. Había carteles semejantes, colocados en las encrucijadas y en las esquinas de las calles principales; esto me hizo entender que al día siguiente iba a tener lugar una ejecución.
Mientras que en París los pregoneros públicos, especulando con la curiosidad de la multitud, proclaman en las calles las ejecuciones a muerte y parecen invitar al pueblo a un espectáculo, aquí se notifican tales ejecuciones, llamando a todos los fieles a la oración. Esta manera de anunciar el fatal acontecimiento, indica bajo qué punto considera Roma el suplicio del culpable. En la víctima de la justicia humana, ella ve un alma ante todo que salvar, y en el espectáculo de su muerte, una reparación hacia la sociedad y una lección de alta moral; para alcanzar este triple objeto, pone todo por obra. Contando desde el día de la condenación, el criminal se hace objeto de los cuidados más caritativos; nada se omite para disponerle al terrible paso del tiempo a la eternidad. Al decir lo que vimos, escribo la historia invariable de lo que se hace en semejantes circunstancias. Desde la tarde, los Cofrades de la Misericordia —confortatori— o de San Juan decapitado, se reunieron en gran número. Esta tierna institución, fundada bajo Inocencio VIII en 1488, asiste a los condenados a muerte con una caridad verdaderamente cristiana. Los miembros de esta sociedad deben ser florentinos, o por lo menos de familias originarias de Toscana, en memoria de los fundadores de la obra. Algunos de ellos se dirigieron a la prisión, y se pusieron en oración. A la media noche, uno de los porteros de cárceles, entró como de ordinario al calabozo, para ver si todo estaba en orden; luego, cerrando la puerta, arrojó un papelito a la triste morada; el condenado sabe por tradición, lo que aquello significa. Se le deja solo durante algunos momentos, atendiendo a que comúnmente la impresión producida por el terrible anuncio no le permite oír ni la voz de la amistad, ni la de la fe. Una vez que se tranquilizaron los que debían morir al día siguiente, entraron los confortatori [confortadores] al calabozo; un prelado y un obispo, miembros de la cofradía, se encargaron de darles los primeros consuelos. Oraciones, palabras dulces, y señales de la más afectuosa ternura, he aquí lo que tenia lugar en la prisión, y lo que siguió sin interrupción alguna, hasta el momento supremo; por fuera, ved de qué fuimos testigos. A media noche, cuando llegaba a los condenados la funesta noticia, se expuso el Santo Sacramento en la iglesia de la Cofradía de la Misericordia, y los miembros de las diferentes asociaciones de piedad, tan numerosas en Roma, rodearon el altar del Dios condenado él mismo a la muerte, por la salvación del mundo. Al despuntar el día, se expuso al divino Salvador a la veneración de los fieles, en muchas iglesias, y principalmente en San Nicola in Arcione. El pueblo acudía allí en masa, los tribunales de la penitencia estaban rodeados y se veían en la mesa santa a numerosos cristianos, rogando por la salvación de sus desgraciados hermanos. El Santo Padre también hacía una larga adoración delante del Santo Sacramento, expuesto en su capilla doméstica. Como a las ocho y media, se puso en marcha el lúgubre cortejo. Después de un piquete de dragones, en medio de una muchedumbre inquieta, a veces ruidosa, a veces silenciosa, se adelantaba una larga procesión de religiosos y cofrades de la Misericordia, cubiertos con sacos negros, una antorcha en la mano y salmodeando en tono grave las letanías de los agonizantes. Venía en seguida la fatal carreta rodeada de carabineros, y seguida del boia [verdugo]. Los dos condenados estaban sentados en el mismo banquillo, acompañados de tres sacerdotes; dos de ellos estaban a los lados de los sentenciados, y el tercero poniéndoles delante de los ojos una imagen de la Santísima Virgen. ¿Sabéis cuál es el grito que se escapa de entre la multitud que obstruye las calles, y de las plazas y ventanas? Uno solo; este es: ¿Sono convertiti? ¿Están convertidos? ¿Se han confesado? Uno de los sacerdotes asistentes, respondía por uno de los condenados afirmativamente, con un signo de cabeza muchas veces repetido. Entonces hubierais oído a todo aquel pueblo tan impresionable y tan expansivo, dirigir mil bendiciones al culpable y decirle: “Hijo mio, hermano mío, sé bendito; cobra ánimo; yo mandaré decir una misa por ti; yo prometo una novena por ti, una comunión, una limosna; no te olvidaremos; cuidaremos de tu mujer, de tu hermana, de tu madre, de tus hijos”. El otro condenado, culpable de parricidio, había permanecido sordo a las solicitudes de la misericordia; y a un signo del sacerdote, que quería decir: Non è convertito, no está convertido, aquella misma multitud estallaba en reproches, en amenazas, en maldiciones; “Birbone! ¡Vas a morir como un turco! ¡Dentro de poco estarás en el tribunal de Dios! Anda, desgraciado, estarás condenado por la eternidad”. Difícilmente podrá expresarse la impresión producida por la voz de todo un pueblo, proferida con anticipación, de la sentencia eterna de bendición o de maldición, que iba a ser pronunciada algunos minutos después sobre los condenados, en el tribunal del soberano Juez.
Entre tanto, el cortejo se acercaba al lugar de la ejecución; los sacerdotes redoblaban sus instancias con el obstinado; se retardaba la marcha, se detenía el paso de intento. Por fin, se llega a algunos pasos del cadalso levantado no lejos de la iglesia de San Juan decapitado. Los dos condenados bajan a la Confortatoria, capilla provisional situada en frente de la iglesia. Se oye, por último, la confesión del reo arrepentido, y se le da la santa comunión; y después de los veinte minutos concedidos para la acción de gracias, sube al cadalso. Allí, según la costumbre de Roma, se pone de rodillas, y en esta religiosa actitud recibe la muerte. Los confortatori, a los cuales se habían unido por caridad algunos religiosos conocidos por su santidad, habían quedado cerca del reo obstinado, y agotaban todos los recursos del cielo para conmover aquella alma endurecida. Ya había pasado la hora de la ejecución; el verdugo estaba en espera de la víctima. Pero por un rasgo de esa longanimidad que la caracteriza, la ley pontifical autoriza a diferir el instante fatal hasta que el desgraciado haya entrado en sí mismo. Si en la tarde sigue insensible, entonces la justicia sigue su curso. El criminal de que hablamos, seguía rechazando con una especie de furor los caritativos consejos que se le daban; se negaba sobre todo a abrir sus labios a la oración. Por fin, uno de los sacerdotes que acababa de bajar al cadalso, le dijo: “Hijo mío, ya que no queréis rogar por vos, rogad al menos por vuestro compañero que está ahora en la eternidad”; y se comienza el De profundis. Abrió por fin sus labios, rezó la oración y se anegó en llanto. “Ya es bastante, exclamó; yo no quiero morir como un turco; yo quiero confesarme”. Lo hizo, en efecto, derramando muchas lágrimas; recibió los sacramentos y subió luego al cadalso, rodeado de las bendiciones y de las promesas de todo el pueblo. Dulce ya como un cordero, preguntó: “¿Qué debo hacer?” —“Poneros de rodillas”; y se puso. —“Poned ahí vuestra cabeza”; y la puso, y recibió el golpe fatal después de haber pronunciado tres veces los santos nombres de Jesús y de María. Se había encomendado al primero, que estaba muy bien dispuesto, que rogara por su desgraciado compañero; sin duda lo había hecho, y ¿quién sabe lo que vale ante Dios la oración mezclada con la sangre del culpable que se arrepiente y que muere para expiar sus crímenes? El criminal había luchado durante más de tres horas: inmediatamente después de su ejecución, la campana de San Nicola in Arcione, anunció a los fieles que permanecían en oración que todo se había consumado; eran las dos de la tarde. Se dio en seguida la bendición, y se volvió el Santísimo Sacramento al tabernáculo. Desde la mañana, numerosos cofrades habían recurrido a la multitud, pidiendo limosna para celebrar misas por las almas de los condenados, las cuales se celebraron hasta ocho días después. En cuanto a sus cuerpos, los confortatori los habían llevado religiosamente a la iglesia de la Cofradía en donde los entierran después de haber salmodiado el Oficio de difuntos. En el frontispicio de la iglesia se lee por toda inscripción: Per ta misericordia; “A la misericordia”, y además, el patrono del lugar es también un condenado: es San Juan Bautista, cuya cabeza, puesta en escultura de piedra, abajo de la inscripción, forma el único adorno de la fachada.
Me atrevo ahora a preguntar: ¿puede Roma asegurar mejor la salvación del culpable, mostrar el precio que un alma tiene a sus ojos y hacer del cadalso un espectáculo verdaderamente moral? Agregad a esto también que se procura diferir lo más que sea posible el día de las ejecuciones, con el fin de que teniendo lugar poco tiempo antes de ellas las fiestas del Carnaval y del mes de octubre, ellas sirvan de contrapeso a esas alegrías harto frecuentes y peligrosas. Dos particularidades sobre el verdugo darán fin a esta triste materia. Desgraciado del boia, cuya morada solitaria está relegada más allá del Tíber, si se atreviese a pasar el puente de Sant’ Angelo, excepto en el caso en que su ministerio es necesario; el pueblo le haría pedazos. Por cada ejecución recibe tres céntimos, y esto con el fin de que el deseo de ganar dinero no le ponga en el caso de desear que se cumpla su triste deber. Este último rasgo revela, sin duda alguna, un conocimiento tristemente profundo del corazón humano.
Mons. Jean-Joseph Gaume (1802-1879; Vicario General de la diócesis de Nevers, Caballero de la Orden de San Silvestre, miembro de la Academia de la Religión Católica de Roma), Las tres Romas: diario de un viaje a Italia, Imprenta y Litografía de la Biblioteca de Jurisprudencia, México, 1883-1884, t. II, p. 115-117.
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