Después de escoger a san Pedro como primer Papa y jefe supremo de la Iglesia, Nuestro Señor Jesucristo rezó por él para que su fe no desfalleciera; y, “una vez convertido”, confirmara a sus hermanos. Plinio María Solimeo El apóstol Pedro nació en Betsaida, al nordeste del mar de la Galilea, y recibió en la circuncisión el nombre de Simón. Betsaida significa “casa o lugar de pesca” en arameo, la lengua local. Tenía al menos un hermano, Andrés, que sería también uno de los doce apóstoles. En aquella época la región estaba abierta a la influencia helénica, por lo que se puede suponer que este pescador de mirada atenta haya aprendido muchas cosas por la observación de lo que sucedía a su alrededor. Simple y generoso, franco y recto, impulsivo y ardiente, modesto y sensato, poseía los dones distintivos del hombre capaz de llevar a buen término una obra difícil.1 Al llegar a la edad adulta, Simón y Andrés siguieron la profesión de su padre, la de pescadores. Simón se casó y se mudó a Cafarnaún (ciudad de Naún o de la consolación), en Galilea, donde vivía con su suegra y su hermano Andrés a inicio de la vida pública de Jesús, entre los años 26 a 28. Es curioso que los evangelistas, si bien mencionan a la suegra de Simón, nada dicen de su esposa, lo que lleva a suponer que fuera viudo y continuara viviendo con su suegra, versión que se apoya en algunas tradiciones antiguas. Simón poseía un barco y trabajaba en sociedad con Andrés. A veces realizaban las faenas de la pesca junto con Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo. El encuentro con el Mesías Simón, Andrés y Juan, atraídos como muchos de sus contemporáneos judíos por la prédica de Juan Bautista, se hicieron sus seguidores. En el ambiente en que Simón nació y creció, la fe era aún viva y la piedad profunda. En la familia y posteriormente en la sinagoga, Simón fue instruido sobre la historia de Israel y adquirió las prácticas de la piedad tradicional. El hecho de haber sido atraído por la prédica del Bautista es indicio cierto del fervor con el cual esperaba la realización de la gran esperanza mesiánica.2 Un día en que el Bautista predicaba, estando presentes Andrés y Juan, los emisarios de los príncipes de los sacerdotes fueron a preguntarle quién realmente era. Sin dudar, el Precursor respondió: “Yo no soy el Mesías”. Los sacerdotes y levitas insistieron para saber qué decía de sí mismo, y obtuvieron esta respuesta: “Yo soy la voz que clama en el desierto: ‘Allanad el camino del Señor’, como dijo el profeta Isaías […]. Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia”.
Al día siguiente, Jesús pasó por aquel lugar y el Precursor lo señaló, diciendo: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: ‘Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo’” (Jn 1, 20-30). Andrés y Juan lo siguieron, y pasaron el día con Él. Al regresar a su casa, Andrés buscó a Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías”. Pedro no dudó de la palabra de su hermano, y quiso también ir luego al encuentro del Salvador. Jesús fijó su mirada sobre él, y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)”. Anticipándose a lo que más adelante le confiaría, Jesús cambió significativamente el nombre de Simón. Cefas, en griego, significa apenas piedra, como alusión a una roca sólida sobre la cual se puede construir.3 Nombre inusitado tanto para los judíos como para los griegos, pues envuelve una profecía. Simón se encontró con Jesús y otros discípulos en las bodas de Caná, y quedó muy impresionado cuando Jesús, atendiendo al pedido de la Santísima Virgen, operó el primero de sus milagros, transformando el agua en vino. Pescador de hombres Algún tiempo después, cuando Jesús caminaba por las márgenes del Mar de Galilea, vio a Simón y Andrés que pescaban, y les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres” (Mc 1, 17). Inmediatamente ellos abandonaron las redes y lo siguieron. Poco después, llamó también a los dos hijos de Zebedeo, que también lo abandonaron todo para seguirlo. Los cuatro pescadores acompañaron a Jesús a Cafarnaún. Un sábado, fueron con Él a la sinagoga local, allí encontraron a un poseso de un espíritu inmundo, que se puso a gritar: “¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios” (Mc 1, 24). Jesús ordenó al demonio que se callara y saliera de aquel hombre. Impresionados, los cuatro discípulos y todo el pueblo deben haberse preguntado: ¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. ¡Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen! San Marcos narra que el Mesías fue en seguida a la casa de Simón y curó a su suegra. San Mateo coloca este hecho después del Sermón de la Montaña y de la curación del siervo del centurión. Sea como fuera, a partir de ese momento la casa y la barca de Simón se convirtieron en la casa y la barca de Jesús durante sus estadías en Cafarnaún. San Lucas parece situar aquí la primera pesca milagrosa. Estando Jesús junto al lago de Genesaret, vio la barca de Simón. Entró en ella, le pidió que la apartara un poco de tierra, y desde allí enseñaba al pueblo. Cuando acabó de hablar, ordenó: “Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca”. Quien dirige la faena es Pedro y él informa a Jesús: “Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes”. Sin titubear, hizo lo que Jesús mandaba, y el resultado fue una pesca tan abundante que las redes reventaban. En vista del estupendo milagro, tomado por un temor sagrado, Simón cayó de rodillas a los pies de Jesús y le dijo con humildad: “Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador”. El Redentor lo consoló: “No temas; desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5, 4-10). La barca de Pedro había sido hasta entonces el instrumento de su oficio, después sería una excelente figura para la Iglesia, de la cual él debía ser el piloto.4 Siempre el primero en ser mencionado
Cuando Nuestro Señor juzgó llegada la hora de asociar colaboradores especiales a su obra de evangelización, reunió a sus discípulos y entre ellos escogió a doce, a quienes llamó apóstoles. Simón siempre es mencionado en primer lugar: “Esto no es una simple formalidad de protocolo, sino el indicio de una situación excepcional o del lugar preponderante de Pedro en el colegio apostólico”.5 Cuando san Mateo cita los nombres de los doce, resalta: “El primero, Simón, llamado Pedro, y Andrés, su hermano” (10, 2). La calificación de primero, otorgada a san Pedro en la lista de san Mateo, debe ser interpretada en el sentido de una preeminencia real.6 Pedro se sujeta con la mayor fidelidad, firmeza de fe e íntimo amor al Salvador; apresurado en palabras y actos, está lleno de desvelo y entusiasmo, aunque sea fácilmente susceptible a influencias externas e intimidado por las dificultades. Cuanto más se destacan los apóstoles en la narración evangélica, tanto más insigne aparece Pedro como el primero entre ellos.7 San Pablo, en su epístola a los Gálatas, también da la primacía a san Pedro. Hablando del período que pasó en el desierto, después de su conversión, escribe: “Tres años después subí a Jerusalén para conocer a Cefas, y permanecí quince días con él” (1, 18). Por lo tanto, fue a Jerusalén apenas para conocer a Pedro. No para conocer a Santiago, por ejemplo, que además de ser pariente de Nuestro Señor era obispo de la ciudad; ni siquiera menciona a los demás apóstoles. En vida de Nuestro Señor, el Príncipe de los Apóstoles siempre fue uno de los privilegiados, escogidos por Él en ocasiones especiales: para asistir a la resurrección de la hija de Jairo, a su Transfiguración y a su agonía en el Huerto, por ejemplo. Después de la primera multiplicación de los panes, es aún Simón que camina sobre las aguas para ir al encuentro del divino Maestro. Cuando el mar se vuelve turbulento, su fe vacila, comienza a hundirse y grita: “¡Señor, sálvame!”. El Salvador le extiende la mano y lo reprende: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Cuando el mar milagrosamente se calma, Simón se prosterna ante Jesús y le dice: “Verdaderamente tú eres el Hijo de Dios” (Mt 14, 33). Fue el primero en reconocer a Jesús como tal. San Máximo afirma que Nuestro Señor permitió esa flaqueza de san Pedro para mostrar la diferencia que había entre el Maestro y el discípulo. Y añade que, en el propio temor, la fe de Pedro se muestra maravillosa, pues sin perturbarse grita: “¡Señor, sálvame!”. Este gesto muestra que él desconfiaba de sí mismo, pero llamó a Aquel en quien tenía plena confianza.8 Siendo Pedro el más representativo de los apóstoles, es a él que se dirigen los recolectores de impuestos del Templo. Con toda naturalidad los evangelistas se refieren a los apóstoles como “Pedro y sus compañeros” (Lc 9, 32). Cuando Cristo se dirige a todos los apóstoles, es Pedro quien responde en nombre de ellos, y con frecuencia es a él a quien el Salvador se vuelve especialmente. A propósito del perdón de las injurias, recomendado por Nuestro Señor, fue Pedro quien le preguntó cuántas veces debería perdonarlas. En otra circunstancia, él se preocupa en saber qué recibirían en retribución los apóstoles, que lo dejaron todo por el Salvador. Se puede sonreír, al calcular “todo” lo que dejaron estos humildes pescadores: un barco y unas redes, tal vez, maltrechas. Sin embargo, afirma san Jerónimo: “Dejaron mucho, pues no reservaron nada para sí, y habían renunciado también al deseo y a la esperanza de adquirir bienes de este mundo”.9 Por eso el Salvador les declaró: “En verdad os digo: cuando llegue la regeneración y el Hijo del hombre se siente en el trono de su gloria, también vosotros, los que me habéis seguido, os sentaréis en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28). Parece bien, además, que Jesús se empeñe de modo particular en la formación de Pedro. Él lo instruye y reprende, pero asimismo lo favorece con prodigios. Es su red la que se llena en las dos pescas milagrosas. Él lo hace caminar sobre las aguas. Es aún a Pedro a quien Jesús amonesta en Getsemaní. Después de la resurrección, el ángel le dice a las santas mujeres: “Id a decir a sus discípulos y a Pedro” (Mc 16, 7). Cristo resucitado se aparece a Pedro antes que a los demás apóstoles. Desde el primer momento, san Pedro desempeña la función de jefe en la Iglesia naciente: promueve y conduce la elección de Matías; el día de Pentecostés, “Pedro, poniéndose en pie junto con los Once” (Hch 2, 14) dirige la palabra a la multitud; ante las autoridades judías, defiende la causa del Evangelio y de la Iglesia naciente; condena a Ananías y a Safira; decide la admisión de los gentiles en la Iglesia. A él le corresponde también la función directriz durante el Concilio de Jerusalén. Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia
Algunos discípulos se escandalizaron ante las palabras “comer mi carne” y “beber mi sangre”. Jesús entristecido por esa actitud, según San Juan, les preguntó: “¿También vosotros queréis marcharos?”. Fue san Pedro quien salió en nombre de todos, con el ardor de su fe y el amor de su corazón, haciendo al mismo tiempo una solemne profesión de fe: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? ¡Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios!” (Jn 6, 67-69). Así, fue Pedro el primero que confesó la verdad de la Eucaristía, animando asimismo a sus compañeros a confesar este gran misterio y a permanecer firmes en el servicio de Jesucristo.10 Pero esta no fue su única profesión de fe. Hay otra, aún más elocuente, que transcurre a los pies del monte Hermón. Hacía más de un año que los apóstoles vivían en la intimidad del Maestro. No dudaban de su santidad, conocían su poder y esperaban que Él se declarase investido de la calidad mesiánica. Lo que ocurrió entonces nos es relatado por tres evangelistas, Mateo, Marcos y Lucas. Nuestro Señor, dirigiéndose a los apóstoles, les preguntó: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?”. La respuesta fue que para unos era Elías, para otros Juan el Bautista, Jeremías o uno de los profetas. Jesús fue entonces más específico: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Ahí también, hablando en nombre de los doce, Simón Pedro exclamó: “¡Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo!”. San Marcos interrumpe aquí su narración, y también san Lucas, que siempre lo sigue. San Mateo completa lo que ocurrió, relatando las solemnes promesas que el divino Maestro hizo a Pedro: “¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Ahora yo te digo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 13-19). Algunos protestantes levantan objeciones contra este trecho, alegando que se trata de una interpolación. Pero el testimonio unánime de los manuscritos, los trechos paralelos de los otros Evangelios, y la creencia fijada de la literatura pre constantiniana proporcionan las pruebas más seguras de la genuinidad y autenticidad del texto de san Mateo. Su significado se vuelve aún más claro cuando nos acordamos de que las palabras atar y desatar no son metafóricas, sino términos jurídicos judíos. Pedro fue personalmente instalado por el propio Cristo como Cabeza de los Apóstoles. Lo que fue definido por el Fundador, cuando instituyó su Iglesia, tendría que continuar. Y continuó, como lo demuestra la historia presente, con la primacía de la Iglesia romana y de sus obispos.11 No fue solo a Pedro y a su persona, sino también a todos sus sucesores, que Nuestro Señor dijo: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”. De la misma forma que ordenó: “Confirma a tus hermanos; apacienta mis ovejas”. Como esta Iglesia debía subsistir hasta el fin de los siglos, era necesario darle una sucesión de pastores, tan estable como ella misma. He pedido por ti, para que tu fe no se apague
A pesar de su entusiasmo por el Mesías, san Pedro aún no poseía un pleno conocimiento de su misión redentora. Frente a su concepción humana del Mesías prometido, le parecían contradictorios los sufrimientos por los cuales el Hijo de Dios debía pasar. Esto provocó una dura reprimenda de Jesús, cuando Pedro quiso disuadirlo de hablar sobre su Pasión: “¡Aléjate de mí, Satanás! ¡Eres para mí piedra de escándalo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios!” (Mt 16, 23). Por lo tanto, eran aún muy mundanos los pensamientos de san Pedro. Otra escena trascendental confirma el papel insustituible de san Pedro. Ocurrió durante la Última Cena, cuando los apóstoles discutían entre sí sobre cuál de ellos era el mayor, y es descrita por San Lucas. El Salvador volvió a hablarles de la humildad que debían tener: “El mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve”. Y añadió que en su reino todos ellos se sentarían a su mesa y juzgarían a las doce tribus de Israel. Volviéndose hacia Pedro, cambió de tema y dijo: “Simón, Simón, mira que Satanás os ha reclamado para cribaros como trigo. Pero yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos” (Lc 22, 24-32). Téngase en cuenta que San Lucas describe esta escena poco antes de aquella en que Nuestro Señor predice a Pedro que este lo negaría tres veces. En el mismo momento en que le vaticina la negación, Jesús afirma que rezó por él a fin de que su fe no vacilara. Al contrario del trecho de san Mateo sobre el primado de Pedro, que es contestado por los protestantes, ninguna duda se levanta sobre la autenticidad de este texto de San Lucas. Aquel que Satanás por encima de todo desea hacer caer es a Pedro, jefe de los apóstoles. Jesús conoció el peligro que lo amenazaba, pero no quiso preservarlo del todo. Su oración puso al abrigo la fe de Pedro, pues a él es a quien cabe fortalecer a sus hermanos. El privilegio de una fe indefectible solo es asegurado a Pedro. Tal prerrogativa le permitirá fortalecer a los propios apóstoles en la fe, sin excluir a otros creyentes. Y esto mientras dure la Iglesia, contra la cual no prevalecerán las puertas del infierno.12 Aquí está, sin lugar a dudas, el breve enunciado del privilegio de la infalibilidad personal y activa concedida a Pedro. Por el hecho de que tal atribución sea hecha apenas a él, jefe supremo cuya fe confirmará la de los demás pastores, la primacía efectiva prometida en Cesarea se encuentra en este trecho confirmada solemnemente por el Maestro.13 No cantará el gallo hasta que me niegues tres veces Al aproximarse el momento de la Pasión, Pedro es el encargado de preparar todo para la Pascua, juntamente con san Juan. Durante la Cena, cuando el Maestro lava los pies a sus apóstoles, solamente Pedro protesta contra este acto de humildad del Mesías: “¡No me lavarás los pies jamás!”, exclama lleno de amor y de reverencia hacia el Maestro. Pero cuando Jesús le dice que no tendrá parte en su reino, si Él no le lava los pies, Pedro responde enfáticamente: “Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza” (Jn 13, 8-9). Le era inaceptable la idea de separarse de Jesucristo. Momentos después, cuando el Maestro dice que uno de los presentes lo ha de traicionar, es aún san Pedro quien le hace señas a san Juan para que le pregunte a Jesús de quién se trataba. Fue él también quien, poco después, le preguntó al Maestro adónde iba. Jesús le respondió, refiriéndose al futuro martirio del apóstol: “Adonde yo voy no me puedes seguir ahora, me seguirás más tarde”. San Pedro insistió: “Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? ¡Daré mi vida por ti!”. Era sincero, pero un poco presuntuoso de sus propias fuerzas, y Jesús le respondió: “¿Con que darás tu vida por mí? En verdad, en verdad te digo: No cantará el gallo antes que me hayas negado tres veces” (Jn 13, 36-38).
San Pedro era uno de los tres apóstoles que, a pesar de haberse dormido, Jesús llevó consigo al Huerto. Dirigiéndose apenas a él, Nuestro Señor le preguntó: “Simón, ¿duermes?, ¿no has podido velar una hora?” (Mc 14, 37). El sueño del futuro jefe de la Iglesia, en aquellas circunstancias, era más grave que el sueño de los otros dos apóstoles. Cuando los soldados y la gentuza reclutada por los fariseos van a prender a Jesús, san Pedro reacciona cortando la oreja de Malco, siervo del Sumo Sacerdote. Después, como los demás apóstoles, huyó cobardemente. Sin embargo, no se resignó a permanecer lejos del Maestro en peligro, y entró en el patio de la casa del Sumo Sacerdote, exponiéndose así a una ocasión próxima de peligro. Confiando en sí mismo, cayó miserablemente al negar por tres veces a Nuestro Señor Jesucristo y de jurar que no lo conocía. Esta triple negación, indisculpable y terrible, no fue por vacilación de su fe, sino por cobardía y falta de vigilancia. No lo hizo de corazón. Por eso, cuando Jesús lo miró con una mirada entristecida, él reconoció su falta y lloró amargamente. Por la penitencia de Pedro, y por las lágrimas que vertió durante el resto de su vida, estamos obligados a reconocer que esas caídas le sirvieron para su santificación, para un bien mayor según los designios divinos. Simón, ¿me amas más que estos? San Pedro no perdió la primacía, y debía “confirmar a sus hermanos”. Cuando el ángel anunció a las santas mujeres la resurrección de Nuestro Señor, les pidió que dijesen “a sus discípulos y a Pedro” (Mc 16, 7) que Él los precedería en Galilea. Después Cristo apareció en primer lugar a él, antes que a los demás apóstoles: “Era verdad, ha resucitado el Señor y se ha aparecido a Simón” (Lc 24, 34). Cuando las santas mujeres anunciaron a Pedro y a Juan que el sepulcro estaba vacío, los dos corrieron hacia allá. Juan llegó primero y esperó hasta que Pedro entrase, dándole así la precedencia. Era necesario que el primer Papa reparara su triple negación con un triple acto de amor. Estando él con otros apóstoles junto al mar de Tiberíades, Jesús se les apareció por tercera vez. Después de una nueva pesca milagrosa, “aquel discípulo a quien Jesús amaba [san Juan] le dice a Pedro: ‘¡Es el Señor!’. Al oír que era el Señor, Simón Pedro […] se ató la túnica y se echó al agua”, al llegar a la playa se unió al Mesías. Después de comer el pescado que Jesús les había preparado, el Salvador se dirigió a Pedro y le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”. Juan era el discípulo amado, sin embargo, Pedro era el que más amaba a Jesús, pues el Salvador no excluyó a san Juan cuando dijo “más que estos”. Simón Pedro respondió: “Sí, Señor, tú sabes que te quiero”. Jesús le dijo: “Apacienta mis corderos”.Nuestro Señor le repitió la pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. A la respuesta afirmativa de Pedro, el Mesías repitió: “Apacienta mis corderos”. Por tercera vez, le hizo a Pedro la misma pregunta. El Príncipe de los Apóstoles se entristeció, pues creyó que Jesús insistía porque dudaba de su palabra. Le dijo entonces: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús repitió la respuesta, con una pequeña diferencia: “Apacienta mis ovejas”. Además de apacentar a los corderos, él debía apacentar también a las ovejas (Jn 21, 7-17). Parece que el amor de san Pedro a Cristo era indispensable para que ejerciera su oficio de apacentar el rebaño que le fue confiado. El hecho de que el Salvador haga repetir a san Pedro tres veces que lo amaba fue, según san Agustín, para que Pedro, dando tres veces el testimonio del gran amor que tenía por Jesucristo, borrara la vergüenza de las tres negaciones que había cometido por cobardía, y para que su lengua no fuera instrumento menor de su amor que de su temor.14
Notas.- 1. A. Tricot, Saint Pierre, Dictionnaire de Théologie Catholique, Librairie Letouzey et Ané, París, 1935, t. XII, col. 1748. 2. Id. Ib. 3. G. Glez, Primauté du Pape, Dictionnaire de Théologie Catholique, Librairie Letouzey et Ané, París, 1935, t. XIII, col. 250. 4. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Saint Pierre, Prince des Apôtres, Bloud et Barral, París, 1882, t. VII, p. 424. 5. A. Tricot, op. cit. col. 1749. 6. A. Loisy, Les évangiles synoptiques, Ceffonds, 1907-1908, t. I, p. 529 sq., apud Glez, id. ib. 7. J.P. Kirsch, St. Peter, Prince of the Apostles, The Catholic Encyclopedia, CD Rom edition. 8. Les Petits Bollandistes, op. cit., p. 425. 9. Id. Ib., p. 427. 10. Id. Ib., p. 426. 11. J.P. Kirsch, op. cit. 12. Lagrange, L’Évangile de Jésus-Christ, p. 512-513, apud G. Glez, op. cit., col. 259. 13. G. Glez, op. cit., col. 259. 14. Les Petits Bollandistes, op. cit., p. 429.
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