Patrono de los que sufren a causa de pestes y heridas incurables; sus virtudes y milagros son característicos de la época medieval, en la cual florecía una fe profunda Plinio María Solimeo A fines del siglo XIII y comienzos del XIV la ciudad de Montpellier, hoy francesa, pertenecía al reino de Mallorca, de la casa real de Aragón. El gobernador de la ciudad, Juan, cuya esposa Liberia era también de ilustre familia, gozaba de todo el prestigio del cargo y de buena fortuna. Pero no tenían hijos. Con mucha fe, importunaron al cielo para obtenerlos y fueron oídos. Roque, el niño que les nació, traía impreso en el pecho una cruz roja, señal de su predestinación. En busca de la perfección Heredero de una familia que había dado al consejo de la ciudad varios miembros, Roque era de natural bondadoso, afable y sensato, conquistaba fácilmente los corazones. Como amaba a Dios sobre todas las cosas, es natural que también tuviera una caridad extrema hacia el prójimo. Pero los pobres eran sus preferidos: socorrerlos, ampararlos, hacerles el bien era su mayor alegría, pues en ellos veía al Divino Salvador. Roque perdió a su padre a los diecinueve años de edad y a su madre casi enseguida. Único heredero de la considerable fortuna de la familia, le correspondía también el cargo de gobernador de la ciudad. Sin embargo, desde hace mucho tiempo venía meditando el consejo evangélico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende tus bienes, da el dinero a los pobres —así tendrás un tesoro en el cielo— y luego ven y sígueme” (Mt 19, 21). Y como él quería ser perfecto, vendió todo lo que pudo y distribuyó el producto a los pobres. Dejó a su tío paterno la administración del resto, cediéndole también el derecho de sucesión. Atendiendo a las víctimas de la peste Con traje de peregrino y un bastón en la mano, Roque partió con destino a Roma, para visitar los lugares santos y decidir su futuro. Andando siempre a pie y alimentándose con lo que recibía de limosna, llegó a Acquapendente, en los Estados Pontificios. Allí se propagaba la peste, causando grandes percances especialmente entre los pobres. Inspirado por Dios, se detuvo en la ciudad con el deseo de asistir a los apestados. Para eso se dirigió al hospital local. El administrador, al verlo tan joven y frágil, le mostró los inconvenientes del oficio, incluso la probabilidad de contagiarse. Roque insistió, acabando por ser aceptado. Al recorrer las salas donde estaban los apestados, lavaba sus heridas, tendía sus camas y les prestaba los servicios más repugnantes. Sus palabras tenían la virtud de inundar de alegría a aquellas almas tan probadas, devolviéndoles la esperanza de la salvación en este mundo y principalmente en el otro. Trazaba sobre las llagas la señal de la cruz, curando milagrosamente a muchos. Visitaba las casas donde había personas afectadas por la peste, y allí desempeñaba el mismo papel, con igual éxito. Pronto corrió por la ciudad la noticia de que un “ángel” había bajado del cielo para socorrer a los flagelados. Todos querían verlo, tocarlo, tener alguna cosa suya. Pero como Roque no procuraba su gloria sino la de Dios, huyó de la popularidad abandonando furtivamente la ciudad.
En la Ciudad Eterna Se dirigió entonces a Cesena de Lombardía, al saber que la ciudad había sido también alcanzada por la peste. Prodigando a los contagiados los mismos cuidados, consiguió debelar la peste. Un fresco de la catedral local registra el paso benéfico del apóstol de la caridad. Al llegar a Roma, constató que la peste la había alcanzado del modo más inexorable. La ciudad parecía desierta, todos temían salir a las calles debido al riesgo de contagiarse. El miedo y el egoísmo endurecían los corazones y apenas unos pocos ciudadanos y magistrados generosos se dedicaban a atender a los afectados por el mal. Los enfermos en estado terminal eran abandonados en las calles por sus propios parientes, y no había quién cuidara de ellos. En vista de este lúgubre espectáculo, Roque se puso inmediatamente a trabajar, determinado a morir, si fuera necesario. Su caridad heroica no retrocedía ante ningún obstáculo o peligro, por más terrible que fuera. El mal disminuía por donde actuaba, el contagio desaparecía. Se veían a enfermos en el estado más desesperado volver a la vida, apenas les hacía la señal de la cruz. Los apestados se arrastraban hasta los lugares donde el santo iba a pasar, para verlo, tocarlo y recibir la curación prodigiosa que se obtenía en su presencia. Los propios cardenales de la Santa Madre Iglesia lo buscaban para que, trazando sobre ellos la señal de nuestra salvación, fueran preservados del contagio de la temible peste. Pasado el brote de la enfermedad, aún permaneció en Roma durante tres años, pidiendo limosnas en las puertas de los palacios para llevarlas a los tugurios, visitando las basílicas y yendo de hospital en hospital para llevar alivio a los que gemían en el lecho del dolor. Recorrió después las ciudades afectadas por la peste en la Campaña romana, prodigando los mismos cuidados y operando similares prodigios.
Víctima de la caridad Al llegar a Placencia, fue de inmediato al hospital para atender los enfermos. Pero al sentirse sin fuerzas tuvo que acostarse. En sueños se le apareció un ángel del Señor, que le dijo: “Siervo bueno y fiel, hasta el momento soportaste grandes trabajos por amor a Dios todopoderoso. Ahora es necesario que sufras también los mismos males, para que padezcas un poco lo mucho que Jesús sufrió por ti”. Roque despertó ardiendo de fiebre, sintiendo en la pierna izquierda un dolor tan violento que era casi insoportable: ¡había sido alcanzado por la peste! Sufría tanto, que gritaba de dolor. Para no molestar a los demás enfermos, se arrastró hasta un bosque vecino, apoyado en un bastón. Además de la fiebre altísima, lo devoraba una sed insaciable. En aquel trance, suplicó a Dios que lo socorriera. En aquel mismo instante surgió una fuente, casi a sus pies, en la cual pudo saciar su sed, lavar sus heridas y refrescarse. Le faltaba qué comer, pero la Providencia velaba por él. Había cerca del lugar unas casas de campo, en las que algunos habitantes de la ciudad se habían refugiado para escapar del flagelo. En una de ellas, en el momento en que su dueño se sentaba a la mesa, uno de sus perros de caza cogió un pan en la boca y salió disparado. Lo mismo ocurrió en los días siguientes. Intrigado, Gotardo lo siguió, descubriendo a Roque (a quien el perro llevaba el alimento) extendido en el suelo, en una cabaña abandonada. El santo le pidió que se mantuviera alejado, para no contagiarlo. Gotardo regresó a su casa, pero no podía quitarse de la cabeza lo sucedido. Llegando a la conclusión de que su perro era más caritativo que él, pues socorría al enfermo mientras que él no hacía nada. Iluminado por la gracia, volvió a la cabaña, manifestándole a Roque que estaba determinado a quedarse allí a cuidar de él hasta que sanara o muriera. Viendo en esto la mano de Dios, el santo aceptó. Sin embargo el perro no apareció más, y ahora eran dos bocas que alimentar, pues Gotardo estaba determinado a no regresar a casa. ¿Qué hacer? Roque le sugirió entonces un acto heroico: que tomara su manto de peregrino y fuera a la ciudad a pedir pan de limosna para la supervivencia de ambos, mostrándole el valor que eso tendría a los ojos de Dios. Resuelto a vencerse a sí mismo, Gotardo aceptó gozoso el consejo. Cuando los conocidos de Gotardo lo vieron en la ciudad vestido de aquel modo y pidiendo limosna, quedaron estupefactos. Unos se reían de él, otros le volteaban la cara, de modo que al final de la jornada solo había conseguido de limosna dos panecillos. Y así fue hasta que Dios, en sus designios insondables, curó al santo, inspirándole también el deseo de volver a su ciudad natal. Partió entonces después de ver a Gotardo instalado en la cabaña como eremita. Él también vendió todos sus bienes y distribuyó el producto a los pobres, determinado a buscar la perfección. A respecto de este Gotardo, tan generoso, muchos afirman que murió asimismo en olor de santidad, aunque se ignore la fecha de su muerte. Rechazado por los suyos
Cuando Roque llegó a Montpellier, la ciudad estaba en guerra. Vestido pobremente como estaba, y no queriendo dar a conocer quien era realmente, fue tomado como espía. Por orden del gobernador de la ciudad —su propio tío, que no lo reconoció, tan cambiado estaba por la enfermedad y las privaciones— fue condenado a cadena perpetua. Permaneció en un calabozo durante cinco años, agregando a los naturales sufrimientos otros que la penitencia y la piedad le sugerían. Finalmente, entregó su bella alma a Dios, purificada y embellecida por la caridad, el 16 de agosto de 1327, con apenas 32 años de edad. Al remover sus restos mortales, los carceleros descubrieron la cruz en su pecho, por medio de la cual fue revelada su identidad. Fue extremo el pesar del gobernador, al saber que de aquel modo tan ignominioso había muerto quien llevaba su misma sangre, y que tan generosamente le había ofrecido el cargo que ocupaba. Le preparó los más honrosos funerales. La fama de las virtudes de este santo singular traspuso las fronteras de Francia, divulgándose por toda Europa. Pasó a ser invocado como el patrono contra la peste y las heridas incurables. Sus biógrafos narran que durante el Concilio de Constanza (noviembre de 1414 a abril de 1418, en Alemania) una terrible epidemia amenazaba con interrumpir las reuniones de la magna asamblea. Por sugerencia de uno de sus miembros, que dio como ejemplo lo que se hacía en Francia, fueron prescritas rogativas y ayunos en honor del entonces venerable Roque. Una imagen suya recorrió las calles de la ciudad, y casi inmediatamente cesó la epidemia.
Obras consultadas.- * Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. IX, p. 645 s. * Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, t. III, Ediciones Fax, Madrid, 1945, p. 369 s. * Edelvives, El santo de cada día, Editorial Luis Vives, Zaragoza, 1948, t. IV, p. 473 s. * Gregory Clearly, Saint Roch, The Catholic Encyclopedia, in www.newadvent.com.
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