PREGUNTA En conferencia de prensa en el vuelo de regreso del Japón, el Papa Francisco dijo que habría que modificar el Catecismo de la Iglesia Católica, para condenar como inmorales no apenas el uso, sino hasta la posesión de armas nucleares, porque un accidente o la locura de un gobernante puede destruir la humanidad. Esto me deja perplejo, pues pienso que un desarme unilateral de los Estados Unidos y de otras potencias nucleares occidentales colocaría al mundo a merced de líderes irresponsables —como el dictador de Corea del Norte, para dar apenas un ejemplo— que desarrollan y poseen arsenales nucleares. ¿Qué dice la moral católica al respecto? RESPUESTA
Mi primer comentario es para lamentar el ritmo y la publicidad con que se está cambiando el Catecismo de la Iglesia Católica. Aunque uno u otro artículo del Catecismo pueda merecer mejoras o correcciones, esa actitud da la impresión de que en la fe católica nada es fijo, y que todo puede ser modificado según las circunstancias, lo cual es nocivo para la formación espiritual de las almas. Más aún cuando la reforma introduce una grave ruptura con la enseñanzas tradicionales, como sucedió con el cambio del párrafo sobre la pena de muerte. En la delicada cuestión de los arsenales nucleares, levantada por el consultante, por un lado entran principios de moral, y por otro circunstancias concretas que exigen un juicio prudencial. La Iglesia Católica tiene una doctrina muy amplia y coherente sobre la paz y la guerra entre las naciones. San Agustín planteó en el siglo IV el problema ético de la “guerra justa”, y sus enseñanzas fueron completadas por santo Tomás de Aquino. Gran promotora de la paz y de la concordia entre las naciones, la Iglesia, no obstante, no comparte la idea irenista de que la paz sea el bien absoluto o supremo, sino afirma que ella esta subordinada a otros bienes, como la justicia y la libertad, sin las cuales nunca puede haber una paz verdadera. De ahí resulta el derecho a la “legítima defensa”, no solamente para los individuos, sino también para las naciones. En los documentos católicos sobre paz y guerra, el derecho de los pueblos a defenderse es constantemente afirmado, al punto de convertirse en un tema repetitivo. Las fórmulas más duras para condenar la guerra son casi siempre acompañadas por la salvedad de la legitimidad de la autodefensa. Armamento como medio disuasivo
La moral católica establece dos reglas o principios que deben ser respetados, incluso en una guerra defensiva. El primero de ellos es el principio de la proporcionalidad, o sea, que la defensa sea proporcional al ataque. El segundo es no usar armas cuyos efectos sean incontrolables o indiscriminados, pudiendo afectar a poblaciones u objetivos no militares ajenos al campo de batalla: “Toda acción bélica que tienda indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra Dios y la humanidad que hay que condenar con firmeza y sin vacilaciones” (Gaudium et spes, nº 80). Algunos pretenden que, con la aparición de las armas atómicas, ya no tiene sentido hablar de “legítima defensa”, porque los daños de una contraofensiva nuclear serían siempre desproporcionados, causando necesariamente un gran número de víctimas civiles y un daño irreparable a las naciones. Esta no es la posición que la Iglesia Católica mantuvo en el siglo XX, inclusive después del ataque a Hiroshima y Nagasaki. Ella siguió enseñando que los gobernantes tienen no apenas el derecho, sino también el deber de proteger a sus pueblos contra la opresión, y de defenderlos cuando son invadidos o cuando su propia existencia como pueblos está en peligro. Por lo demás, la moral católica continuó reconociendo a las naciones libres el derecho de preparar su defensa. En 1953, o sea, en plena “Guerra Fría” y en medio de la carrera nuclear entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, el Papa Pío XII dijo que ante la posibilidad de que “criminales sin conciencia” desencadenen la guerra moderna total, la cual acarrearía “ruinas, sufrimientos y horrores inconcebibles”, a los demás pueblos “no les queda otro remedio que prepararse para el día en que tengan que defenderse” (Discurso a los juristas, 3 de octubre de 1953). Más tarde el Concilio Vaticano II reconoció que “las armas científicas no se acumulan exclusivamente para el tiempo de guerra”; pero que, de hecho, la acumulación de armas “sirve de manera insólita para aterrar a posibles adversarios”; por lo que “muchos la consideran como el más eficaz de todos los medios para asentar firmemente la paz entre las naciones” (Gaudium et spes, nº 81). El Papa Juan Pablo II, en un mensaje a la II Sesión de las Naciones Unidas sobre el Desarme, declaró que “en las condiciones actuales, una disuasión basada en el equilibrio, no ciertamente como un fin en sí mismo sino como una etapa en el camino de un desarme progresivo, puede ser juzgada aún como moralmente aceptable. De todos modos, para asegurar la paz es indispensable no contentarse con un mínimum continuamente marcado por un peligro real de conflagración” (nº 8).
El derecho de combatir una amenaza Como se ve, se trata de un juicio prudencial entre dos grandes riesgos. Ahora bien, la prudencia genuina consiste en una adhesión a los principios, conjugada con una percepción clara de la realidad a la que van a ser aplicados. La virtud de la prudencia política es la que permite al gobernante actuar de manera racional y moral en medio de situaciones complejas, como la de la disuasión nuclear. Ni la abstracción de los principios, ni la abstracción de la realidad pueden conducir a una solución correcta de los tremendos problemas suscitados por la existencia de armas atómicas y su posesión por parte de potenciales criminales, como los gobernantes de Corea del Norte o de Irán. La formulación más consumada de ese equilibrio se encuentra en la declaración de los obispos franceses, titulada “Ganar la paz”, publicada en noviembre de 1983. Ellos reiteran primeramente que, “en nuestro mundo de violencia y de injusticia, los gobernantes tienen el deber de salvaguardar el bien común temporal del cual son responsables”. Si uno de sus componentes es la paz, el bien común también está indisociablemente hecho de “justicia, solidaridad, libertad”. Para asegurar la vigencia de estas exigencias del bien común, los gobernantes “deben tener los medios para desanimar, tanto cuanto sea posible, a un potencial agresor”. En lo que se refiere a las relaciones internacionales, no se puede negar a cada país “el derecho de adquirir los medios, y medios adaptados a las amenazas que enfrenta, y eso con anticipación, porque una defensa eficaz no puede ser improvisada a merced de las crisis internacionales”. Así, afirman los obispos franceses, “la capacidad nuclear proporciona a los estados que la adquirieron un poder innegable”, al disponer de medios “para infligir daños insoportables a un agresor mucho más poderoso”, en todo caso “sin paralelo con los beneficios que él obtendría con su agresión”. El documento episcopal francés prosigue: “La cuestión central que se plantea es la siguiente: ¿en el actual contexto geopolítico, un país amenazado en su vida, en su libertad o identidad, tiene moralmente el derecho de combatir esa amenaza radical con una contra amenaza eficaz, hasta nuclear?”. En seguida responde: “Hasta ahora, aunque ponga énfasis en la naturaleza limitada de esa exhibición de fuerza y el enorme riesgo que ella alimenta, la Iglesia Católica no se sintió obligada a condenarla”. ¡Si así lo hiciera, el campo quedaría libre para que criminales en posesión de armas nucleares, subyuguen y destruyan a pueblos desprovistos de las mismas! Para que no queden dudas sobre el carácter matizado de su respuesta, los obispos franceses concluyen: “Obviamente, para no tener que ir a la guerra es que queremos mostrarnos capaces de hacerlo. Aún es servir a la paz desanimar al agresor, forzándolo por el miedo a tener un comienzo de sabiduría. La amenaza de la fuerza no consiste en el empleo de ella. Esta es la base de la disuasión, y a menudo se pasa por alto, atribuyendo a la disuasión la misma calificación moral que su empleo [de la fuerza nuclear]”.
Es el error que, a mi juicio, se cometería al modificar el Catecismo para condenar como inmoral la posesión de un arsenal nuclear. En todo caso, promoviendo un desarme unilateral de Occidente no se evitará el castigo divino de una hecatombe nuclear, sino por la atención de los pedidos que la Virgen dirigió al Papa por intermedio de los pastorcitos de Fátima: la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón y el empeño para que los católicos se enmienden de vida, hagan penitencia y recen el santo rosario. O sea, por un programa pastoral muy opuesto al que actualmente se está asumiendo.
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