“¡Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!” (Lc 2, 14). Resulta imposible para cualquier católico meditar sobre la Santa Navidad sin tener en mente —y, casi diríamos, en los oídos— las armoniosas e iluminadas palabras con las que los ángeles, cantando, anunciaron a los hombres la gran noticia del advenimiento del Salvador. A propósito de estas palabras, haremos junto al pesebre, a los pies del Niño Dios y estrechamente unidos a María Santísima, nuestra meditación de Navidad. Plinio Corrêa de Oliveira Gloria. ¡Cómo los antiguos comprendían el significado de este vocablo, cuántos valores morales refulgentes y arrebatadores veían en él! Fue para conquistarla que tantos reyes dilataron sus dominios, tantos ejércitos enfrentaron la muerte, tantos sabios se entregaron a los más arduos estudios, tantos exploradores se internaron en las más temibles soledades, tantos poetas hicieron sus más altas producciones, tantos músicos arrancaron del fondo de sí mismos sus notas más vibrantes, y tantos hombres de negocios, por fin, se enfrentaron a los más arduos trabajos. Sí, porque hasta en la riqueza se buscaba, no solamente un factor de abundancia, bienestar y seguridad, sino también de poder, de prestigio… en una palabra, de gloria. ¿De qué vale la gloria? ¿En qué sentido engrandece el alma? ¿Pero qué elementos contenía esa noción de gloria? Algunos eran inherentes a la persona: elevada mentalidad, virtud insigne, práctica de acciones relevantes. Otros estaban vinculados a lo que ahora se llama opinión pública. La gloria, vista desde este ángulo, sería el reconocimiento notorio, amplio, altisonante, de las eminentes cualidades de alguien. ¿De qué vale la gloria? ¿En qué sentido el deseo de gloria magnifica el alma? Se puede responder fácilmente a la pregunta comparando a un hombre ávido de gloria con otro que pone todos sus anhelos en bienes de otra naturaleza: dormir muchas y largas noches en un lecho blando, nutrirse abundante y regaladamente, sentirse libre de riesgos e incertidumbres, vivir sin lucha ni esfuerzo, inmerso en diversiones y placeres, etc. No hay duda de que los bienes materiales han sido creados para nuestro uso y que, en justa medida y con la debida conformidad, el hombre puede apetecer estos bienes. Pero si los erige en valores supremos de la existencia, ¿qué se dirá de él? Que es un espíritu bajo, egoísta y estrecho. En una palabra, que pertenece a la categoría de aquellos que la Sagrada Escritura marca con un estigma significativo: tienen por dios a su propio vientre (cf. Fil 3, 19). Espíritus que solo entienden lo que le importa al cuerpo, que ignoran todos los verdaderos bienes del alma, y que, si pudieran, harían que las estrellas cayeran del cielo y se convirtieran en papas, como escribió Claudel. Personas que aceptan cualquier ignominia para “vivir en paz” Lo que está implícito es precisamente esta cosmovisión: la sociedad humana tendría como único fin sólido, palpable, auténtico, promover una vida holgada y placentera. Todas las cuestiones religiosas, filosóficas, artísticas, etc., tendrían solo una importancia secundaria, o incluso ninguna importancia en absoluto. Si, entonces, el mundo está dividido, lo importante en la división no sería la divergencia ideológica, sino la contradicción de los intereses económicos. En términos de ventajas materiales, lo que más importa es evitar una guerra. Y esto aunque el mundo se resigne implícitamente a una bolchevización gradual. Así —para las personas de espíritu estrecho— lo que Occidente debe preservar sobre todo es la coexistencia pacífica entre los pueblos. La paz debe lograrse a toda costa, porque la restauración de las consecuencias de una guerra no tiene precio. Que esto traiga una vida de ignominia, poco importa. Seremos esclavos del Estado omnipotente, perdidos en una inmensa masa de gente anónima, desfigurados por una “cultura” que busca eliminar las personalidades y estandarizar a los hombres, que niega la moral, la existencia del alma y la de un Dios justo y misericordioso. Poco importa, al menos habremos evitado para nosotros y nuestros hijos las devastaciones y privaciones de la guerra. La infamia es un precio bien pagado para evitar tantos males. Y, por esta razón, es mejor cesar toda polémica con el comunismo.
La tentación de vivir en un mundo sin gloria Si bien ningún corazón cristiano negará su ardiente asentimiento a que se haga todo lo posible para evitar la guerra, utilizando todos los recursos de la diplomacia, incluyendo las reuniones cumbres, lo que no se puede admitir de ninguna manera es que, para llegar a tal resultado, se desee una desmovilización general de los espíritus en relación con el peligro comunista, y por ende, darle al comunismo la oportunidad para promover la fácil y eficaz penetración ideológica de sus errores en el mundo entero. En esto reside, sin embargo, para millones de almas, la suprema tentación a la que se han expuesto, por vivir en un mundo en el que la palabra “gloria” casi no tiene significado. Todavía existe en los diccionarios, se utiliza un poco en el lenguaje corriente —hay, por ejemplo, en Rio de Janeiro un Outeiro da Gloria, un barrio de la Gloria, un Hotel Gloria, hay gente que fuma puros marca Gloria de Cuba— pero casi se diría que, fuera de este tipo de aplicaciones, la palabra está muerta. Y, con el desuso de esta palabra, otras que están relacionadas con ella también están desapareciendo: honor, prestigio, decoro… Las grandes lecciones que nos da la Navidad Sería interesante leer un periódico de hace cien años atrás, para ver el papel que tuvieron en las relaciones humanas —entre personas, familias, grupos sociales o naciones— estos valores. Hoy, abra un periódico, y verá que la mayoría de las veces los hombres se alían o pelean por otras razones: exportaciones, importaciones, divisas, aranceles y cosas conexas. Ahora bien, ante este mundo que hipertrofió hasta el delirio la importancia de las cosas que conducen a una vida material opulenta, cómoda y segura, Nuestro Señor nos da, por ocasión de la Santa Navidad, una doble lección altamente oportuna. Consideremos a la Sagrada Familia del punto de vista de su posición en la vida. Una dinastía que perdió el trono y la riqueza tiene en San José a un heredero que vive en la pobreza. La Santísima Virgen acepta esta situación con perfecta paz. Ambos se empeñan en mantener una existencia ordenada y compuesta en esa pobreza, aunque sus mentes están llenas, no de planes de ascensión económica, de confort y placeres, sino de pensamientos referentes a Dios Nuestro Señor. A su Hijo, la Sagrada Familia le ofrece una gruta como primera morada y un pesebre como cuna. Pero el Hijo es el mismo Verbo Encarnado, para cuyo nacimiento la noche se ilumina, el cielo se abre y los ángeles cantan, y ante quien desde los confines de la tierra vienen reyes llenos de sabiduría para ofrecerle oro, incienso y mirra… ¡Cuánta pobreza, y cuánta gloria! Gloria verdadera, porque no es la “estimación” junto a hombres meramente utilitarios y fariseos de Jerusalén, que aprecian a los demás según la medida de sus riquezas, sino una gloria que es como el reflejo de la única verdadera gloria: la de Dios en lo más alto de los cielos. A menudo se dice que la pobreza de la Sagrada Familia en Belén nos enseña a desprendernos de los bienes de la tierra, y esto es mil veces cierto. Hay que añadir, sin embargo, que además de esto, en la Santa Navidad hay una alta y lúcida enseñanza sobre el valor de los bienes del Cielo y el de los bienes morales, que en la tierra son como la figura de los bienes celestiales. La finalidad de la existencia humana
Hay tal vez, a este respecto, una confusión que desarticular. Dios creó el universo para su gloria extrínseca. Así, todas las criaturas irracionales tienden enteramente hacia la glorificación de Dios. Y el hombre, dotado de inteligencia y libre albedrío, tiene la obligación de emplear para el mismo fin las potencias de su alma y todo su ser. Su fin último no consiste en vivir de forma agradable, holgada y despreocupada, sino en dar gloria a Dios. El hombre lo logra disponiendo todos sus actos interiores y exteriores de modo a reconocer y proclamar siempre las perfecciones infinitas y el poder soberano del Creador. Creado a imagen de Dios, le da gloria tratando de imitarlo, tanto como le sea posible a su naturaleza de mera criatura. Y así, el ejercicio mismo del amor de Dios, a medida que nos va asemejando a Él, también nos hace partícipes de su gloria. Esto explica el inmenso respeto que los santos siempre han despertado, incluso en aquellos que los odiaban y perseguían. Una simple cocinera como santa Ana María Taigi, al caminar por las calles de Roma, impresionaba a los transeúntes por su respetabilidad. En todas las apariciones de la Santísima Virgen, se manifestó supremamente maternal, amable y condescendiente, pero al mismo tiempo indescriptiblemente digna, respetable, resplandeciente de majestad real. En cuanto a Nuestro Señor, fuente de toda santidad, ¿qué podemos decir? ¡Tan condescendiente que lavó los pies a los apóstoles! ¡Pero tan infinitamente majestuoso, que a una palabra suya cayeron rostro en tierra todos los soldados que vinieron a arrestarlo (cf. Jn 18, 6)! La dignidad de todo poder: un reflejo de la majestad divina Ahora, Jesucristo es nuestro modelo. Los santos, que lo imitaron de modo eximio, también lo son. Así, todo verdadero católico debe tender a una alta respetabilidad, a una gravedad, a una firmeza, a una elevación que lo distinga de la vulgaridad, de la sordidez, de la extravagancia de todo lo que cae bajo el dominio de Satanás. Y ahí no solo es un esplendor que resulta del ejercicio de la virtud. Todo poder viene de Dios (cf. Rom 13, 1), tanto el del rey como el del noble, del padre, del patrón o del maestro. De alguna manera el titular de un cargo debe ser como tal, para sus súbditos, como si fuera una imagen de Dios. Existe una dignidad intrínseca en todo poder, que es un reflejo de la majestad divina. Así, en una sociedad cristiana, el titular de cualquier posición relevante debe respetarse a sí mismo en razón de esa situación. Y debe transfundir este respeto en los que tratan con él. De esta manera, la sociedad temporal cristiana resplandece la gloria de Dios. Lo canta a su manera, como lo hace con acentos inefables la sociedad espiritual, que es la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana. Y aquí en la tierra la vida del hombre es un presagio de aquel himno de gloria que cantará en el cielo por los siglos de los siglos. Deseo de la propia gloria, para que Dios sea glorificado Pero, alguien dirá, ¿no será orgullo ese amor de cada individuo a su propia gloria? Por supuesto que no y mil veces no. Si alguien ama su gloria y no la de Dios, hay orgullo. Si alguien ama su propia gloria, no porque sea un reflejo de la gloria de Dios, sino solo porque es un medio de recibir homenajes, ejercer dominio sobre los demás y dirigir a su manera el curso de los hechos, hay orgullo. Pero si un hombre desea merecer el respeto del prójimo solo para que en esto Dios sea glorificado, muestra grandeza de alma y verdadera humildad. Sabemos que a menudo un sutil orgullo puede engañar a una persona, dándole la impresión de que es por amor de Dios que busca una gloria que, de hecho, solo desea por amor de sí. Para evitar este riesgo, que por desgracia es muy real, es necesario rezar, frecuentar los sacramentos, meditar, mortificarse, practicar exámenes de conciencia rigurosos y someterse a la dirección espiritual. El remedio radica en el empleo de estos medios tan efectivos, y nunca en negar un principio muy verdadero en sí mismo.
El respeto y el amor no se excluyen ¿Y la bondad? ¿No consiste en que las personas se “democraticen”, se nivelen con los de abajo, para atraer su amor? Uno de los errores más funestos de nuestra época es imaginar que el respeto y el amor se excluyen, y que un rey, un padre, un maestro será tanto más amado cuanto menos se le respete. No obstante, la verdad es lo contrario. La alta respetabilidad, siempre que esté imbuida de un verdadero amor de Dios, solo puede atraer la estima y la confianza de los hombres rectos. Y cuando esto no sucede, no es porque la respetabilidad sea muy alta, sino porque no se basa en el amor de Dios. La solución no es rebajar, sino sobrenaturalizar. La dignidad verdaderamente sobrenaturalizada se inclina sin rebajarse. La dignidad egoísta y vanidosa no quiere ni sabe condescender conservándose íntegra. Cuando se siente fuerte, rebaja a los demás. Cuando se siente débil, por miedo se rebaja a sí misma. La verdadera paz está en quienes buscan la gloria de Dios Imaginen, entonces, una sociedad temporal toda impregnada de esta alta, majestuosa y fuerte nobleza, reflejo de la sublimidad de Dios. Una sociedad en la que tanta elevación estuviera indisolublemente ligada a una inmensa bondad, de tal manera que, cuanto más crecieran la fuerza y la majestad, tanto más crecerían la conmiseración y la bondad. ¡Qué suavidad, qué dulzura, en una palabra, qué orden! Qué orden, sí… y cuánta paz. Pues, ¿qué es la paz, sino la tranquilidad en el orden? (cf. San Agustín, De Civitate Dei, XIX, cap. 13). El estancamiento en el error y en el mal, la concordia con los soldados de Satanás, la aparente conciliación entre la luz y las tinieblas, por lo mismo que confieren ciudadanía al mal, solo traen desorden y generan una tranquilidad que es la caricatura de la verdadera paz. La paz verdadera solo existe entre los hombres de buena voluntad, que buscan de todo corazón la gloria de Dios. Y por ello el mensaje de Navidad relaciona una cosa con la otra: “¡Gloria a Dios en lo más alto de los cielos, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!”.
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Fiesta de Gloria y de Paz Junto al nacimiento, una meditación de Navidad |
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