Péricles Capanema Ferreira e Melo Dios, en su paternal providencia, proporciona a cada época los remedios adecuados contra los males que padece. Son gracias propias para combatir sus errores y defectos más característicos; ellas dotan a la Iglesia de nuevos instrumentos en su misión de salvar las almas. Fue así con relación a la Edad Media, cuando surgieron la Orden Franciscana y la Orden Dominicana. Fue así también con relación al arribo de los tiempos modernos, cuando fue fundada la Compañía de Jesús. Los franciscanos preservaron gran parte de Europa, ofreciendo el buen ejemplo de renuncia y de espíritu sobrenatural a un mundo terrenal, ávido de gozar la vida. Los dominicos, por su parte, batallaron con la palabra y la pluma para extinguir herejías, como la de los cátaros, que apareció con gran virulencia y capacidad de expansión. En cuanto a los jesuitas, siglos después, dieron ellos un impulso decisivo a la reacción católica contra el humanismo y el protestantismo, que amenazaban arrancar a toda Europa del seno de la Iglesia.
Del mismo modo, mucho después, ya en el siglo XIX, en una época en que la industrialización inclemente atiborraba las grandes ciudades y causaba la destrucción de lazos familiares, relaciones laborales y derechos comunales que protegían a los más débiles, Dios suscitó a san Juan Bosco (1815-1888), para acoger a la juventud pobre y desamparada, formarla cristianamente y darle una honrada profesión. Es incalculable lo que el mundo le debe a la acción de Don Bosco, que se fue extendiendo a lo largo de las décadas por la acción de sus hijos espirituales. Y así por delante. La historia de la Iglesia está llena de ejemplos semejantes. Todos estos movimientos actuaron como un poderoso antídoto contra las toxinas que dificultaban la acción de la Iglesia. El estandarte de la victoria contra el mal La Providencia no solo suscita personas o instituciones para combatir el mal. También lo hace a través de formas de piedad, mociones espirituales y deseos de perfección. En los últimos siglos el mal creció en proporciones alarmantes; pero junto con él, el culto al Sagrado Corazón fue la devoción que más se difundió en la Iglesia y que recibió mayor estímulo del Magisterio Pontificio. ¿Qué relación hay entre los dos fenómenos? Es simple. Por un lado, el veneno de la corrupción; por otro, el antídoto de la santidad. Corresponde a los hombres aceptar y acoger este amoroso y supremo pedido, o dejarse arrastrar por la corrupción.
El padre Jules Chevalier (1824-1907), en el prefacio de las Constituciones que escribió en 1891 para las Hijas de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, recordó esta verdad: “La devoción al Sagrado Corazón de Jesús fue revelada por el propio Señor y recomendada por la Iglesia como un remedio eficaz contra los males del mundo de hoy”.1 Por su parte, el Papa León XIII la compara, como vimos, con la cruz que apareció a Constantino a comienzos del siglo IV y le indicó el rumbo a seguir. Entonces el paganismo dominaba aplastantemente, y delante de él los cristianos eran una pequeña minoría, además oprimida, constituyendo tal vez el cinco por ciento, pero no más que el diez por ciento de la población del Imperio Romano. “In hoc signo vinces” – “Con este signo vencerás”. Y la Cruz fue pintada en el estandarte del general romano, en los escudos, cascos y armas de los soldados. Presidió la contraofensiva victoriosa contra los poderes satánicos que subyugaban la antigüedad. A pesar de todas las dificultades, los cristianos triunfaron y el paganismo cayó. El edicto de Milán, el año 313, fue un primer paso de glorificación de la Cruz de Cristo. Para los cristianos de aquellos tiempos, la Cruz fue el estandarte de la victoria. La Revolución: el gran mal de los tiempos modernos En los tiempos modernos, ¿qué mal es comparable en expansión y poder al paganismo del mundo antiguo? Es la Revolución anticristiana. En los últimos siglos, trabajó para destruir todas las formas de bien, consiguiendo un apocalíptico dominio sobre las almas y las instituciones, análogo al que disponía el paganismo en la antigüedad, es decir, casi total.2 La Revolución puede ser vista como una gran herejía o como una matriz de los errores y herejías que vienen devastando Occidente, a partir de fines del siglo XIV. Su programa tiene dos frentes conjugados y simultáneos: el primero busca la aniquilación de la Iglesia, que llevó a cabo especialmente a partir del protestantismo; y el segundo quiere la destrucción de la Cristiandad, es decir, del orden temporal cristiano. Estos dos objetivos vienen siendo buscados por medio de un insidioso proceso de descristianización, que actúa en el mundo cristiano desde fines de la Edad Media. Por su universalidad, fuerza y astucia en la acción, la Revolución es el enemigo más terrible de la Iglesia y de la Cristiandad; de hecho, es más poderosa de lo que en su tiempo fue el paganismo. Coherentemente, el devoto del Sagrado Corazón en su deseo de reparación, querrá sobre todo la derrota de la Revolución, enemigo de la Redención de Cristo. Enemigo misterioso presente en todo lugar
El Papa Pío XII (1939-1958), al calificarla de “enemigo sutil y misterioso”, así la describió: “Él [este enemigo, la Revolución] se encuentra en todo lugar y en medio de todos: sabe ser violento y astuto. En estos últimos siglos intentó realizar la disgregación intelectual, moral, social, de la unidad en el organismo misterioso de Cristo”. En una síntesis expresiva, el Papa denuncia a continuación la difusión que este enemigo hizo de dos de los frutos del espíritu revolucionario: el humanismo renacentista, fundado en concepciones naturalistas; y, el racionalismo, negador de lo sobrenatural: “Quiso la naturaleza sin la gracia, la razón sin la fe”. Pío XII fustiga entonces el espíritu revolucionario, promotor no solo del individualismo liberal, sino también de las dictaduras, como la de Napoleón y de sus imitadores, que aplastaron derechos legítimos y persiguieron a personas y grupos sociales adversarios de la Revolución. Este enemigo quiso “la libertad sin la autoridad; a veces, la autoridad sin la libertad”. El odio revolucionario contra Dios El Papa se detiene a continuación en la esfera religiosa, y señala la acción de ese enemigo en el origen del protestantismo, cuando negó a la Iglesia, aunque afirmara hipócritamente que aún aceptaba a Cristo: “Es un ‘enemigo’ que se volvió cada vez más concreto, con una ausencia de escrúpulos que aún sorprende: ¡Cristo sí, la Iglesia no!” En las palabras de Pío XII ese enemigo, o sea la Revolución, dio un paso más en el abismo de la contestación, afirmando aceptar apenas a Dios, pero negando el Verbo Humanado, precipitándose así en el vago deísmo de la Revolución Francesa, ya muy próximo del ateísmo comunista:
“Después: ¡Dios sí, Cristo no!” De un deísmo que negaba la acción providencial —propio del racionalismo, que fue inspirador de la Revolución Francesa—, ese error desembocó en su consecuencia lógica, el ateísmo de la revolución comunista: “Finalmente, el grito impío: Dios está muerto; y hasta Dios jamás existió”. Tal enemigo quiere ahora, recuerda el Papa en su discurso de 1952, edificar un mundo sin Dios, o sea, sin moral ni ley: “He aquí el intento de edificar la estructura del mundo sobre las bases que no dudamos en señalar como las principales responsables por la amenaza que pesa sobre la humanidad: una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios”.3 Constituyen, por lo tanto, etapas de la Revolución el humanismo renacentista, la Revolución Francesa y la revolución comunista. La revolución hippie continúa las revoluciones anteriores Más próximamente, tenemos lo que podríamos llamar la revolución hip-pie, predicando el fin de la civilización y la muerte de la era de la razón. La victoria de esta revolución provocará la generalización de un tipo humano crédulo, esclavo de sus instintos y de sus reacciones primarias. La revolución hippie estalló en la década de 1960, con un inmenso show de escenificación contestataria en medios universitarios europeos y norteamericanos. Después del choque que causó en el público, cuando sucedió el estallido anarquista de mayo de 1968, pareció encogerse. Aun así, sin proclamar tan abiertamente su anarquismo, como lo hiciera por ocasión de la explosión de La Sorbona en 1968, continuó de manera creciente ocupando los espacios sociales y debilitando las resistencias.
Hoy, penetra en las costumbres, las modas, las maneras de ser; corroe la vida religiosa, intelectual, social y familiar; destruye por doquier la decencia y la compostura, o sea, los hábitos morales, intelectuales y civilizados que aún sobreviven en Occidente. Embebió casi todo con su veneno corrosivo. Esta última fase del proceso revolucionario se caracteriza por una revolución silenciosa contra lo que aún queda de la cultura y de la civilización cristiana. La devoción al Sagrado Corazón, cuando es bien practicada, llena el espíritu de dulzura, de humildad y de fuerza contra el mal, combatiendo los efectos nocivos de estas cuatro revoluciones en las almas y en la sociedad humana. ¿En qué situación está hoy la familia, base de la moralidad y de la vida civilizada? ¿Qué cosa no se permiten los canales de televisión en su continua propaganda del libertinaje y de las peores depravaciones? ¿Qué queda de la inocencia infantil, del recato femenino y del sentido de honra masculino? ¿Qué queda de la respetabilidad de los ancianos? Son casi cincuenta años de contestación hippie, que dejaron devastadores estigmas en las almas y en las instituciones. O el devoto del Sagrado Corazón considera esta realidad en su vida de piedad, o sus actos de culto harán abstracción de lo que más ofende al Salvador en nuestros días. Será, en el mejor de los casos, un amor incompleto. Explosión de orgullo y sensualidad ¿Cuáles son las principales características del espíritu revolucionario? 4
Este espíritu en general se manifiesta inicialmente por una exacerbación del deseo de gozar la vida, especialmente por el cultivo del orgullo y la fermentación de la sensualidad. En un primer paso se dirige contra la autoridad en concreto. En seguida, deduce las consecuencias lógicas de su rebelión y afirma el igualitarismo en tesis, difundiéndolo en todas las esferas de la existencia. En sus manifestaciones más virulentas el igualitarismo no disimula que es una negación metafísica de cualquier forma de superioridad.5 Ese mismo espíritu promueve el laicismo, que reclama una absoluta autonomía de las instituciones y de la cultura con relación a la religión; desemboca lógicamente, explícita o implícitamente, en el panteísmo o en el ateísmo. ¿Qué son ellos, sino gritos de inconformidad contra la trascendencia e independencia absolutas de Dios, en contraste con nuestra contingencia y dependencia? Tal explosión del goce de la vida acaba llevando a una inmoralidad desenfrenada; en otras palabras, ocasiona la rebelión de las pasiones contra la ley moral, grabada en el interior de nuestras conciencias. El espíritu revolucionario es así adversario implacable de todas las expresiones del orden: sacralidad, obediencia, disciplina, seriedad, modestia y respeto a los superiores legítimos. Frente a esta explosión universal de orgullo y sensualidad, ¿cuál es el mejor desagravio al Corazón de Jesús? Dios se complace en las almas humildes y puras. Su plegaria atrae bendiciones para los hombres y aparta los castigos divinos, que son la justa pena por sus incontables pecados. Al respecto, santa Catalina de Ricci tiene una observación muy cierta: “Pocos son capaces de aplacar la cólera de Dios, porque cada uno se ama demasiado a sí mismo”.6 El espíritu revolucionario en el interior de la Iglesia La Revolución no limita su acción a la sociedad temporal. Ella actúa también en el interior de la Iglesia. Sin detenernos ahora en la influencia calvinista en los medios católicos con el jansenismo, o en la acción de los católicos liberales del siglo XIX, que soñaban cristianizar la Revolución Francesa —ambos movimientos con antipatías viscerales por la devoción al Sagrado Corazón—, basta mirar en nuestra época el modernismo, el progresismo y la Teología de la Liberación.7 Son repercusiones, en el interior de la Iglesia, de las doctrinas y del espíritu revolucionarios que hace tanto tiempo dominan la sociedad temporal. Desagravio a la altura de la ofensa Por su inspiración, métodos y objetivos, la Revolución es satánica. En los últimos siglos, ella constituyó el mayor obstáculo a la acción salvífica de la Iglesia. Derrotada, serán incomparablemente mejores las posibilidades de triunfo de la Iglesia. De este modo, nada ofendió tanto al Corazón de Jesús como la expansión de la Revolución. Y la devoción a su adorable Corazón nos lleva a querer la extinción de ese mal. Para desagraviar adecuadamente al Divino Salvador, es necesario tener la noción de la inmensidad de los agravios perpetrados contra Él por la Revolución. La necesidad de la reparación a la altura de las ofensas imprime así la devoción al Sagrado Corazón de una particular nota contra-revolucionaria. Y hace de su culto un antídoto providencial contra este supremo mal de los tiempos modernos. La agresividad revolucionaria contra el Sagrado Corazón La Revolución continuamente da muestras de que percibió tal realidad. La consideración de hechos concretos confirma entonces lo que era concebido en la teoría: existe una profunda antipatía de los revolucionarios por el culto al Corazón de Jesús. La impiedad revolucionaria lo combatió más encarnizadamente que a otras devociones, también santísimas. Fue blanco de embestidas desde los más variados cuadrantes revolucionarios: jansenistas, racionalistas, ateos, modernistas, progresistas, socialistas de todos los matices, así como de frívolos y mundanos.
Todos ellos manifestaron siempre un empeño constante, no solo para denigrarla y desvirtuarla, sino también para burlarse y fingir menosprecio con relación a ella porque perciben en ella un fermento activo contra el espíritu de la Revolución. Fermento que existe, es verdad, en toda buena práctica de piedad, pero que en la devoción al Sagrado Corazón se manifiesta de manera particular. El venerable Mons. José Torras y Bages (1846-1916), obispo de Vich, en Cataluña (España), tiene al respecto una constatación preocupante, pero que también tiene un lado consolador: “La Revolución es la enemiga declarada de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, porque un poderoso instinto le hacía conocer que era la [devoción] que debía acabar con ella”.8 * * * Todos los apóstoles del Sagrado Corazón fueron también grandes apóstoles de la devoción mariana. No podía ser de otro modo, pues estas devociones son indisociables. La frialdad con relación a la Madre de Dios es síntoma de la misma frialdad con relación al Divino Salvador. La Santísima Virgen es el camino real para su Hijo.
Notas.-
1. Apud Bovenmars, in VV. AA., A espiritualidade do Coração, p. 130. 2. La descripción y análisis del proceso revolucionario está presentada de manera magistral por Plinio Corrêa de Oliveira en su ensayo Revolución y Contra-Revolución, Tradición y Acción, Lima, 2005. 3. Pío XII, alocución a la Unión de Hombres de la Acción Católica Italiana, del 12 de octubre de 1952, Discorsi e Radiomessaggi, vol. XIV, p. 59; apud Corrêa de Oliveira, op. cit., p. 40. 4. Ver al respecto Corrêa de Oliveira, op. cit., Parte I, cap. VII. 5. Las malas tendencias y la vida desarreglada son normalmente el caldo de cultivo de las malas doctrinas. Cierta vez, san Ignacio de Loyola, escribiendo a un sacerdote amigo —por la pluma de san Pedro Fabro, su primer discípulo— notaba que “de temer es que la causa principal de los errores de doctrina provenga de errores de vida [malas costumbres]; y si estos no son corregidos, no se quitarán aquellos de en medio” (De Loyola, Ignacio, Obras completas de San Ignacio de Loyola, p. 670). 6. Apud Glotin SJ, Reparação, in Bour, O Coração de Jesús e a Espiritualidade da Reparação, p. 106. 7. (N. del E.) Aquí se hace referencia a aquella que asumió el análisis marxista y fue expresamente censurada por la Instrucción Libertatis nuntius (1984) de la Congregación para la Doctrina de la Fe. 8. Apud “Cristiandad”, Barcelona, nº 700-702, julio-septiembre de 1989, p. 24.
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