PREGUNTA Me gustaría saber cual es el origen del Vía Crucis que se reza en las iglesias durante la Semana Santa y por qué en algunas estaciones se recuerdan episodios que no figuran en los Evangelios, como el de la Verónica, el encuentro de Jesús con su Madre y las tres caídas de Jesús en el camino al Calvario. RESPUESTA
Según la tradición de los religiosos de la Orden Franciscana, custodios de los Santos Lugares desde 1342, la Santísima Virgen habría sido la primera en realizar el piadoso ejercicio de recorrer el camino que siguió Nuestro Señor Jesucristo desde el pretorio de Pilatos hasta el Calvario y luego hasta el Sepulcro, recordando los episodios de la Pasión. De acuerdo con las revelaciones de la mística sor María de Ágreda, la Madre del Salvador habría recorrido este trayecto, en sentido contrario, el mismo Viernes Santo, después de dejar el Cuerpo de su Divino Hijo en la tumba de José de Arimatea y antes de recogerse en el Cenáculo. Pero no existen pruebas históricas que respalden esta hermosa tradición. Esta falta de documentación es tanto más explicable cuanto que pocos años después se desató la primera persecución contra la naciente comunidad cristiana, provocando la primera dispersión de quienes habían visto los acontecimientos de primera mano. Unas décadas más tarde, como lo había profetizado Nuestro Señor, la ciudad de Jerusalén fue destruida por los romanos en represalia por la rebelión de los zelotes. No fue hasta el término de las hostilidades cuando algunos supervivientes regresaron a la ciudad y se pudo restablecer una comunidad cristiana, la cual probablemente retomó con discreción las antiguas tradiciones, pues seguía siendo una minoría mal considerada. La tradición de visitar los Santos Lugares Esto cambió con la ascensión al trono imperial de Constantino, convertido al cristianismo, y de Teodosio, que elevó el credo cristiano a la categoría de religión oficial del Imperio. Hubo entonces un buen número de cristianos que fueron a Jerusalén por devoción o por estudio, como es el caso de san Jerónimo (350-420). En una de sus cartas alude a la presencia de visitantes en la ciudad e insta a sus destinatarios, Desiderio y su hermana Serenilla, a que no se demoren en visitar “los santos lugares”, porque “constituye una parte de la fe haber venerado el lugar donde estuvieron los pies del Señor, y haber visto las huellas de su reciente nacimiento y de su cruz y pasión” (Epistola 47 ad Desiderium, Patrología Latina, XXII, 493). Otro testimonio interesante es el de Silvia Egeria, que visitó Jerusalén a mediados del año 381, cuando era obispo san Cirilo. Ella cuenta cómo, el Viernes Santo, antes de la salida del sol, los cristianos se reunieron en el lugar donde Jesús había sido azotado, según se repite de unos a otros. Se levantó una cruz, sostenida por el obispo y que es besada por todos, mientras se recitaban salmos y se leían las profecías y la Pasión según san Juan.
Estos ejercicios piadosos de los primeros cristianos en Tierra Santa se vieron obstaculizados o incluso impedidos tras la invasión musulmana de Palestina el año 637. Pero se reanudaron con la victoria de los cruzados, por lo que varios viajeros que visitaron Tierra Santa en los siglos XII, XIII y XIV mencionan un Camino de la Cruz o Vía Crucis, una ruta establecida por la que los peregrinos eran guiados por los habitantes locales. Pero no hay nada en sus relatos que identifique esta corta peregrinación por los lugares relacionados con la Pasión de Nuestro Señor con el Vía Crucis tal y como lo practicamos en la actualidad. “Viaje espiritual” siguiendo los pasos de Jesús Con el regreso de estos peregrinos a Europa, la devoción a la Pasión aumentó entre el pueblo. Para alimentarla entre quienes no podían ir a Tierra Santa, se empezaron a construir pequeñas capillas o tablas con representaciones pintadas o esculpidas de los principales episodios. Estas colecciones de capillas pueden haberse inspirado en el hecho de que, ya en el siglo V, san Petronio, obispo de Bolonia, había construido un grupo de capillas conectadas en el monasterio de San Esteban que representaban los santuarios más importantes de Jerusalén. Durante los siglos XV y XVI, se erigieron varias reproducciones de los lugares sagrados en diferentes partes de Europa. El beato Álvarez (fallecido en 1420), a su regreso de Tierra Santa, construyó una serie de pequeñas capillas en el convento de los dominicos de Córdoba, en las que, siguiendo el modelo de capillas separadas, se pintaron las principales escenas de la Pasión. Más o menos en la misma época, la beata Eustaquia, religiosa clarisa, construyó un conjunto similar de reproducciones en su convento de Mesina. Otras instalaciones análogas que se pueden enumerar fueron las de Görlitz, erigidas hacia 1465, y las de Núremberg en 1468. El hecho de que las personas tuvieran que recorrer sucesivamente las escenas les obligaba a desplazarse de un lugar a otro, provocando la introducción imperceptible del aspecto procesional. Esto llevó a intercalar marchas, paradas, oraciones y cantos. El aspecto espiritual se desarrollaba paralelamente. Por ejemplo, ya en el siglo XIV, el beato Enrique de Suso proponía una especie de viaje espiritual (por tanto, sin movimiento físico) mediante una serie de meditaciones para recordar ciertos momentos que ocurrieron durante la Pasión. Estímulos para aumentar la práctica del Vía Crucis El uso más antiguo de la palabra Estaciones (del latín stare, “estar o permanecer de pie, haciendo un alto en el camino”), aplicado a los lugares de parada habituales en el Vía Crucis de Jerusalén, se produce en el relato de un peregrino inglés, William Wey, que visitó Tierra Santa sucesivamente en 1458 y 1462, y que describió cómo era costumbre seguir los pasos de Cristo en su dolorosa jornada.
Dependiendo de la guía o del relato escrito que se siguiera, las propuestas podían oscilar entre siete y dieciocho paradas, aunque lo más habitual eran doce estaciones. A principios del siglo XVI, Jean van Paesschen fue el primero en hablar de catorce paradas o estaciones, pero no todas corresponden a las que conocemos hoy. El libro Jerusalem sicut Christi tempore floruit, escrito por Christiaan van Adrichem (†1585) o Adrichomius y publicado en 1584, menciona doce estaciones, que corresponden exactamente a las doce primeras de nuestros conocidos Vía Crucis. Este hecho lleva a algunos a concluir que este es el origen de la selección autorizada posteriormente por la Iglesia, sobre todo porque este libro tuvo una amplia difusión, siendo traducido a varias lenguas europeas. No se sabe con certeza si esto fue así o no, porque hasta entonces nada estaba definido y cada uno organizaba estos actos de piedad a su manera. Hubo una evolución hacia una forma cada vez más común, hasta llegar a una especie de reconfiguración de las variantes anteriores. Es casi seguro que esta unificación no se produjo en Jerusalén, porque después de la dominación turca ya no estaba permitido hacer el Vía Crucis deteniéndose en los lugares tradicionales y dando allí alguna demostración externa de veneración. La unificación debió tener lugar en España, en el transcurso del siglo XVII, donde acabó tomando la forma en que la devoción ha llegado hasta nuestros días. La confirmación papal de esta práctica de piedad llegó en forma de indulgencias, especialmente en el siglo XVIII. Los franciscanos habían solicitado indulgencias para fomentar esta devoción en sus iglesias. En 1694, el Papa Inocencio XII confirmó algunas de estas indulgencias para los franciscanos y los afiliados a su Tercera Orden. Un cuarto de siglo después, en 1726, Benedicto XIII extendió los privilegios a todos los fieles, aunque no estuvieran vinculados a los franciscanos. Posteriormente, en 1731, Clemente XII la amplió aún más, concediendo indulgencias a todas las iglesias, con la condición de que las figuras o representaciones que marcan las estaciones en el interior del templo fueran siempre bendecidas por un religioso franciscano con la aprobación del obispo. Estas indicaciones fueron confirmadas y avaladas por Benedicto XIV en 1742. Esta decisión de imponer ciertas condiciones —ya sea sobre las representaciones, en madera en forma de cruz, que podían ir acompañadas de cuadros pintados o esculpidos que representaran la escena evocada, o sobre la secuencia de las mismas, situadas a cierta distancia unas de otras, para beneficiarse de las indulgencias estipuladas— es lo que fijó definitivamente en catorce el número de estaciones, dispuestas en un orden preciso, desde la condena a muerte de Jesús hasta su sepultura. “Que por tu santa cruz redimiste al mundo” Desde entonces, surgieron numerosos folletos con una reseña de cada estación. El contenido de tales impresos era extremadamente variado: imprecaciones dolorosas, meditaciones, oraciones e incluso poesías. Muchos de los impresos en España incluían la oración, seguida de la jaculatoria “Adorámoste, Cristo y bendecímoste, que por tu santa cruz redimiste al mundo”, que data del siglo XVI y que se recomienda a los fieles cuando entran en una iglesia o pasan frente a una cruz. En el siglo XVIII, dos grandes santos, ambos italianos, promovieron la devoción al Vía Crucis: san Leonardo de Porto Mauricio (1676-1751), franciscano que lo difundió en sus misiones, sermones y folletos de piedad, y san Alfonso María de Ligorio (1696-1787), contemporáneo suyo, fundador de los Redentoristas, instituto religioso que propagó la práctica del Camino de la Cruz especialmente en las misiones populares. En cuanto a los episodios de la Pasión que componen la actual serie de estaciones, hay que señalar que muy pocos relatos medievales mencionan la segunda (Jesús lleva la Cruz a cuestas), o la décima (Jesús es despojado de sus vestiduras), mientras que otras, que fueron abandonadas (como el Ecce Homo, antes de su condenación), aparecen en casi todas sus listas iniciales, lo que lleva a confirmar la suposición de que nuestras estaciones actuales provienen de manuales de devoción y no de la práctica del Vía Crucis en Jerusalén. Las tres caídas, que no se mencionan en los Evangelios, pueden derivarse de las representaciones realizadas en Núremberg a finales del siglo XV. Consistían en siete estaciones, conocidas popularmente como “las siete caídas”, porque en cada una de ellas se representaba a Cristo postrado o cayendo bajo el peso de la Cruz. Sus emuladores, en cambio, colocaron a Nuestro Señor de pie en los encuentros con la Santísima Virgen, la Verónica, Simón de Cirene y las mujeres de Jerusalén, y solo en tres escenas lo representaron postrado. En cualquier caso, Christiaan van Adrichem (Adrichomius), que en su ya citado libro Jerusalem sicut Christi tempore floruit intentó una reconstrucción académica de la Vía Dolorosa, incorporó las doce primeras estaciones reales, incluidas las tres caídas, en su lugar respectivo. Su libro fue traducido a muchas lenguas y contribuyó en gran medida a la difusión del Vía Crucis en la Iglesia latina. Devoción a la reliquia del Velo de la Verónica Más enigmático es el caso de la Verónica. Según una antigua tradición de la Iglesia, que no aparece en los relatos evangélicos, una mujer se conmovió al ver a Jesús cargando la cruz hacia el Calvario y limpió su rostro con un velo, en el que se fijó milagrosamente su imagen. La reliquia resultante, conocida como el Velo de la Verónica, habría sido llevada a Roma. En el reinado del Papa Juan VII (705-708) se construyó una capilla llamada de la Verónica en la antigua basílica de San Pedro, y la primera mención del velo data de 1011, con referencia al nombramiento de un guardián de la prenda. En el siglo XIII, el Velo de la Verónica llegó a exhibirse, especialmente durante una procesión anual entre la basílica y el cercano Hospital del Espíritu Santo. En 1300 Bonifacio VIII inauguró un primer jubileo de la reliquia, que se convirtió en uno de los mirabilia urbis (las maravillas de la ciudad) para los peregrinos que visitaban Roma. A raíz del saqueo de Roma en 1527, el precioso velo desapareció. En los años noventa, el sacerdote jesuita Heinrich Pfeiffer planteó la hipótesis de que se trataba del mismo velo venerado desde el siglo XVII en un convento de capuchinos de Manoppello, que guarda un sorprendente parecido con el rostro de la Sábana Santa de Turín, pero en positivo, a diferencia de esta. Sin embargo, esta imagen no habría sido impresa durante el recorrido de Nuestro Señor hacia el Calvario, sino que sería el velo visto por san Juan al entrar en el Sepulcro inmediatamente después de la Resurrección. Sea como fuere, el vínculo entre el relato de la Pasión y la aparición milagrosa del rostro de Cristo en el Velo de la Verónica figura por primera vez en la Biblia francesa de Roger d’Argenteuil, en el siglo XIII, y adquiere popularidad a partir de las Meditaciones sobre la vida de Cristo, libro que se dio a conocer internacionalmente hacia el año 1300, cuando el retorno de los cruzados había popularizado la devoción a la Pasión y los primeros embriones del Vía Crucis.
El discípulo debe seguir al Maestro con su propia cruz Para terminar, hay que tener en cuenta que el Vía Crucis es fruto de la piedad de los fieles y de la religiosidad popular, como la veneración de las reliquias, las visitas a los santuarios, las peregrinaciones y procesiones, el rosario o las medallas religiosas. Esto es lo que dice al respecto el Directorio sobre la piedad popular y la liturgia, publicado por la Congregación para el Culto Divino en el año 2002: “Entre los ejercicios de piedad con los que los fieles veneran la Pasión del Señor, hay pocos que sean tan estimados como el Vía Crucis. A través de este ejercicio de piedad los fieles recorren, participando con su afecto, el último tramo del camino recorrido por Jesús durante su vida terrena [...]. “El Vía Crucis es un camino trazado por el Espíritu Santo, fuego divino que ardía en el pecho de Cristo (cf. Lc 12, 49-50) y lo impulsó hasta el Calvario; es un camino amado por la Iglesia, que ha conservado la memoria viva de las palabras y de los acontecimientos de los último días de su Esposo y Señor. “En el ejercicio de piedad del Vía Crucis confluyen también diversas expresiones características de la espiritualidad cristiana: la comprensión de la vida como camino o peregrinación; como paso, a través del misterio de la Cruz, del exilio terreno a la patria celeste; el deseo de conformarse profundamente con la Pasión de Cristo; las exigencias de la sequela Christi, según la cual el discípulo debe caminar detrás del Maestro, llevando cada día su propia cruz (cf. Lc 9, 23)” (nº 131 y 133). El ejercicio del Vía Crucis es particularmente apropiado en el tiempo de Cuaresma, pero conviene que se practique con frecuencia a lo largo del año, especialmente los viernes, cuando recordamos la Pasión del Señor. Es particularmente fecundo cuando los fieles, al recorrer las estaciones, se unen a los sufrimientos del Corazón Inmaculado de María y al ofrecimiento que Ella hizo al Padre Eterno por las afrentas hechas a su Divino Hijo, pidiendo la conversión de los pecadores.
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