¿Cómo practicar provechosamente esta devoción? Alejandro Ezcurra Naón
Al término de la Misa de Jueves Santo In Coena Domini, que conmemora la institución de la Sagrada Eucaristía y del sacerdocio de la Iglesia, el tabernáculo queda vacío en memoria de la muerte de Jesús. Se hace entonces la reserva del Santísimo Sacramento en un lugar especial, tradicionalmente denominado Monumento. De esa manera, desde la noche de Jueves Santo hasta la Misa de Resurrección los sagrarios de todas las iglesias quedan sin hostias, para mejor simbolizar la trágica ausencia de Nuestro Señor “crucificado, muerto y sepultado”. No obstante, con su insuperable tacto maternal, la Iglesia introdujo en esos días la costumbre de guardar o reservar en un lugar aparte las hostias consagradas, necesarias para administrar la Eucaristía a los fieles que desearan comulgar en Viernes Santo. Fue ese el origen remoto de la ceremonia del traslado del Santísimo Sacramento al Monumento. Con el paso de los siglos la traslación adquirió un carácter solemne, realizándose de modo procesional, acompañada de cánticos eucarísticos como el Tantum Ergo, célebre himno compuesto por santo Tomás de Aquino. Llegados al pie del Monumento —un altar o capilla previamente acondicionado para acoger al Pan del Cielo— en medio de las plegarias y del incienso, los fieles se turnaban, como lo hacen hasta hoy, en actos de adoración continua a Jesús Sacramentado. De la Roma papal al Perú virreinal Más tarde surgió la costumbre de visitar siete Monumentos, en la noche de Jueves Santo y en la mañana del día siguiente. Se sabe que esta excelente forma de unirse al Salvador en su Pasión fue introducida en Roma en el siglo XVI por san Felipe Neri, fogoso apóstol que atraía multitudes, para contrarrestar la decadencia moral acarreada por el Renacimiento. Él tuvo la idea, secundada por Papas y numerosos cardenales, de organizar visitas a siete históricas iglesias romanas: las cuatro Basílicas principales (San Pedro, Santa María Mayor, San Pablo extramuros y San Juan de Letrán), y las iglesias de San Lorenzo, Santa Cruz y San Sebastián.
Rápidamente la costumbre se propagó por todo el orbe católico. En las más diversas ciudades del Perú virreinal, y posteriormente en el Perú republicano, los venerables cabildos en sus catedrales, los presbíteros en sus parroquias, los religiosos y especialmente las monjas de clausura en sus iglesias, se disputaban cada cual la mejor manera de glorificar la Presencia Real en el Monumento. Para ello decoraban los tabernáculos con la mayor riqueza y esplendor de que eran capaces, obras que conjugaban el arte, la devoción y el ingenio, algunas verdaderamente monumentales, para cobijar al Rey de Reyes. Ya fuese por verdadera piedad sacramental, o a veces por fervor tiznado de mundanidad, los templos y las calles se llenaban de feligreses, en un trajín que transformaba la noche en día. Tal costumbre ha llegado hasta nosotros, menguada por el laicismo en algunos sitios, combatida desde muy diversos frentes y sacudida por la decadencia religiosa. Sin embargo, ella es una manifestación viva en nuestros días de aquella “mecha que aún humea” de la que nos habla el Evangelio (cf. Mt 12, 20) y que debemos rescatar y reencender a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Porqué las visitas son siete? La Visita a los Monumentos se practica desde la tarde del Jueves Santo a la mañana del día siguiente (ya que en la tarde del Viernes Santo, después de las funciones litúrgicas conmemorativas de la Muerte del Salvador, se consumen todas las hostias del Monumento y la iglesia queda sin Santísimo, en recuerdo de la tragedia del Gólgota). Lamentablemente, hoy la mayoría de los fieles ignora por qué las visitas son siete y no cinco, ocho o diez, por ejemplo… Así, el mayor provecho de esta devoción para quien la quiera practicar comienza por conocer bien su significado preciso. Los siete recorridos de Nuestro Señor Lo esencial de las visitas es recorrer siete iglesias, en memoria de los siete recorridos que hizo Nuestro Señor Jesucristo, desde el Cenáculo hasta el lugar del suplicio final, el Monte Calvario. Ese número corresponde a las siguientes estaciones por las que pasó Nuestro Señor Jesucristo durante su cautiverio: 1) Desde el Cenáculo hasta el huerto de Getsemaní; 2) del huerto hasta el palacio de Anás; 3) de allí al tribunal de Caifás; 4) del tribunal de Caifás al pretorio (palacio de gobierno) de Pilatos; 5) de Pilatos al palacio del rey Herodes; 6) de vuelta al palacio de Pilatos; y 7) del palacio de Pilatos al monte Calvario.
Las siete efusiones de su Sangre Igualmente las visitas honran las siete efusiones de Sangre del Salvador, reviviendo los diversos momentos en los que el Señor Jesús derramó su sangre por nuestra redención: 1) la circuncisión; 2) el sudor de sangre en el huerto de Getsemaní; 3) la flagelación; 4) la coronación de espinas; 5) cargando la cruz a camino del Calvario; 6) sus manos y pies traspasados por los clavos de la crucifixión; 7) en su Corazón perforado por la lanza de Longinos. Qué meditar, qué pedir
En cada estación se hace una breve meditación sobre el respectivo traslado de Nuestro Señor o efusión de su Sangre, y delante del Monumento se rezan cinco Padrenuestros, Avemarías y Glorias, en acción de gracias por la institución de la Sagrada Eucaristía, más un sexto Padrenuestro, Avemaría y Gloria por las intenciones del Romano Pontífice. Además se pide a Dios por el precio de la Pasión de su Hijo, y por la intercesión de la Santísima Virgen: Que nos libre de los siete pecados capitales. Que nos conceda las siete virtudes (teologales: fe, esperanza y caridad; cardinales: justicia, prudencia, templanza, fortaleza). Y nos dé los siete dones del Espíritu Santo (sabiduría, entendimiento, consejo, temor de Dios, ciencia, fortaleza y piedad). Sobre todo que nos dé el don “olvidado”, el santo temor de Dios… No pudiendo visitar iglesias diferentes, se puede cumplir con esta devoción entrando y saliendo de un mismo templo. El “resto que volverá” y la restauración del Perú católico
Cuántas veces en Arequipa, en el Cusco, en Cajamarca, en la propia Lima, hemos tenido ante nuestros ojos durante la Semana Santa este panorama a la vez triste y esperanzador. Triste, porque al ver a tal gentío daba la impresión de un inmenso rebaño de ovejas descarriadas y sin pastor, deambulando de una iglesia a otra, sin saber bien por qué…, guiadas apenas por una vaga noción de que están haciendo una obra buena, de que siguen una antigua tradición piadosa que recibieron de sus abuelos. Esperanzador, porque es la expresión de un resto que por alguna resistencia no se dejó seducir por las vacaciones, los campamentos en la playa, y las formas de diversión cada vez más frenéticas con que se ultraja a Cristo precisamente en los días en que la Iglesia revive su Pasión. El incalculable número de católicos que, a pesar de su orfandad espiritual, permanecen obstinadamente adheridos a su fe y a un glorioso pasado cristiano que se resiste a morir —por más frágil que sea a veces esa adhesión—, constituye el residuum revertetur, el “resto que volverá” (cf. Is 10, 20-22), la materia prima de la gran restauración católica anunciada en Fátima.
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