PREGUNTA Me gustó su explicación sobre los designios de Dios en las catástrofes naturales, pero sigo con una duda. Usted ha dado buenos argumentos contra los que consideran falsas todas las apariciones o mensajes que hablan de castigos. Ahora bien, ¿no es también peligroso admitir que todas ellas son verdaderas? De hecho, muchas hasta se contradicen entre sí. Por eso me pareció bien que el cardenal Fernández aclarara el asunto, porque es una forma de evitar abusos, ¿no es así? RESPUESTA
La Iglesia siempre ha sido muy cauta a la hora de ocuparse de apariciones y fenómenos místicos extraordinarios, dando su aprobación solamente después de un riguroso proceso canónico, interrogando a las personas implicadas, a terceros que las rodean, a peritos en alguna ciencia que puedan verificar determinados hechos —por ejemplo, en el caso de la lacrimación de imágenes, a químicos que analicen la composición de las lágrimas— y, por último, a teólogos, que den su opinión sobre las eventuales comunicaciones a los beneficiarios de estos fenómenos. Solo después de un proceso muy serio, las apariciones de La Salette, Lourdes y Fátima fueron aprobadas por los respectivos obispos diocesanos y por la propia Santa Sede, que hizo coronar las respectivas imágenes en el lugar de la aparición, elevó sus templos a la categoría de basílicas e instituyó una fiesta litúrgica en el calendario universal. Antes de la aprobación por la Iglesia, seriedad en el análisis de las apariciones Con su ejemplo, la Iglesia invita a los fieles a adoptar la misma actitud circunspecta ante los acontecimientos extraordinarios y a no darles pleno crédito hasta que la autoridad eclesiástica competente se haya pronunciado. Pero lo hace con mucho tacto, para no desalentar la piedad y la devoción mientras el proceso canónico está todavía en curso, porque como la Tierra y el Cielo no son dos mundos separados y estancos, estas intervenciones de lo sobrenatural en la vida de los hombres forman parte de los designios de la Providencia.
La Biblia está repleta de episodios de esta naturaleza, no solo en el Antiguo Testamento, sino también en la vida de Nuestro Señor y después de su Ascensión, como narran los Hechos de los Apóstoles. Los fieles están obligados a creer en la Revelación pública y oficial contenida en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que terminó con la muerte del último Apóstol. No están obligados a creer en las revelaciones privadas, puesto que no pueden añadir nada nuevo al depósito de la fe, pero pueden resaltar algunos aspectos susceptibles de haber quedado en la sombra, como la profundidad del amor divino en las apariciones del Sagrado Corazón de Jesús a santa Margarita María Alacoque. Por eso la Iglesia no ignora simplemente tales fenómenos, sino que los analiza y eventualmente los aprueba. La enseñanza tradicional sobre las intervenciones del Cielo en la Tierra Las normas canónicas para esta evaluación de milagros, apariciones y mensajes sobrenaturales han ido evolucionando a lo largo de los siglos. Como se ha indicado en la misma pregunta, el último cambio se produjo el pasado mes de mayo, en un documento del Dicasterio para la Doctrina de la Fe firmado por el cardenal Víctor Manuel Fernández y titulado Normas para proceder en el discernimiento de presuntos fenómenos sobrenaturales. En cuanto a los principios que deben guiar esta evaluación, el documento reitera en su párrafo introductorio la enseñanza tradicional sobre la posibilidad y el beneficio de tales intervenciones del Cielo en la Tierra:
“Dios está presente y actúa en nuestra historia. El Espíritu Santo, que brota del corazón de Cristo resucitado, obra en la Iglesia con libertad divina y nos ofrece muchos dones preciosos que nos ayudan en el camino de la vida y estimulan nuestra maduración espiritual en la fidelidad al Evangelio. Esta acción del Espíritu Santo incluye también la posibilidad de llegar a nuestros corazones a través de ciertos acontecimientos sobrenaturales, como por ejemplo las apariciones o visiones de Cristo o de la Virgen Santa y otros fenómenos. “Muchas veces estas manifestaciones han producido una gran riqueza de frutos espirituales, de crecimiento en la fe, en la devoción y en la fraternidad y el servicio y, en algunos casos, han dado origen a diferentes Santuarios esparcidos por el mundo que hoy forman parte del corazón de la piedad popular de muchos pueblos”. También es pertinente la advertencia sobre la posibilidad de abusos en este delicado asunto: “Al mismo tiempo es necesario reconocer que en algunos casos de acontecimientos de presunto origen sobrenatural se detectan problemas muy graves que perjudican a los fieles […]. No se debe ignorar tampoco, en tales acontecimientos, la posibilidad de errores doctrinales, de reduccionismos indebidos en la propuesta del mensaje del Evangelio, la propagación de un espíritu sectario, etc. Por último, existe también la posibilidad que los fieles se vean arrastrados detrás de un acontecimiento, atribuido a una iniciativa divina, pero que no es más que el fruto de la fantasía de alguien, de su deseo de novedad, de su mitomanía o de su tendencia a la falsedad”. La nueva disciplina entra en contradicción con la costumbre tradicional De ahí —agrega el cardenal Fernández— la necesidad de “procedimientos claros”. Sin embargo, lo que muchos analistas han deplorado es la aplicación práctica que las Normas hacen de estos principios. Las críticas versan sobre dos novedades que introduce el documento. Hasta ahora, la Iglesia establecía la constancia de la “sobrenaturalidad” o “no sobrenaturalidad” de los fenómenos extraordinarios en tres niveles: uno positivo, constat de supernaturalitate, y dos negativos, en dos grados: non constat de supernaturalitate (no hay pruebas, al menos todavía, de que el origen sea sobrenatural) o, más enérgicamente, constat de non-supernaturalitate, es decir, se establece que el supuesto fenómeno no era o no es sobrenatural. Ahora bien, en el nuevo documento del cardenal Fernández, la Iglesia renuncia a declarar expresamente que un fenómeno fue sobrenatural, como lo ha hecho en muchísimos casos hasta ahora, sin que por ello imponga a los fieles un acto de fe en la infalibilidad de su decisión, porque esto solo ocurre en las declaraciones dogmáticas sobre la fe revelada. A partir de ahora, la Iglesia se limitará a afirmar que nada impide (Nihil obstat) dar crédito a lo sucedido y a los eventuales mensajes comunicados. Así, por ejemplo, si las apariciones de La Salette, Lourdes y Fátima no hubieran tenido lugar en aquella época, sino ahora, la Iglesia no podría declarar que en ellas consta el carácter sobrenatural de los impresionantes milagros que las acompañaron. Es más, esta nueva disciplina es contradictoria con el mantenimiento del reconocimiento del carácter sobrenatural de los milagros necesarios para la beatificación y canonización de un siervo de Dios. La justificación del documento del cardenal Fernández consiste en decir que hubo casos de juzgamientos que tardaron demasiado tiempo, o que algunos de ellos fueron incluso contradictorios, porque un obispo los rechazó y su sucesor los aprobó (sin analizar cómo se habían tomado las decisiones y hasta qué punto eran vinculantes).
Pero da una segunda razón, más controvertida: el abandono por parte de la Iglesia de la constatación del carácter sobrenatural de un fenómeno, reduciéndolo a un mero Nihil obstat, daría más peso al sensus fidelium que al discernimiento de la autoridad eclesiástica. Este paso de la existencia de la sobrenaturalidad a la simple “Nada impide”, que a primera vista puede parecer pequeño, tendrá un efecto muy perjudicial en la piedad de los fieles cuando se analiza más detenidamente. Porque se puede caer en dos excesos: o bien admitir todo lo que la piedad popular secunde, o bien favorecer a priori una reticencia hacia el hecho de que Dios pueda realmente “estar presente y actuar en nuestra historia”. Un comentarista llegó a decir, no sin ironía, que luego de la nota del cardenal Fernández, si la Parusía se realizara pronto, la Iglesia podría limitarse a declarar que “nada se opone” a que los fieles reciban a Nuestro Señor en su segunda venida a la Tierra. Señales milagrosas necesarias para el establecimiento de la fe El segundo aspecto, criticado por los analistas, es que se les retira a los obispos en cuya jurisdicción se produce el fenómeno, la declaración de sobrenaturalidad o no sobrenaturalidad del mismo. A partir de ahora, el obispo solo podrá expresar un juicio sobre la cuestión mediante un acuerdo con el Dicasterio para la Doctrina de la Fe. Las nuevas reglas estipulan incluso que el Dicasterio puede intervenir a su arbitrio en determinados casos, reservándose el derecho de volver a intervenir en cualquier caso, dependiendo de cómo evolucione el fenómeno. Todo ello constituye una reducción injustificada del poder episcopal, a pesar de que la jurisdicción preliminar resida en el Ordinario de la diócesis y de que el obispo local sea normalmente la persona más indicada para hacer una evaluación objetiva de la situación. Hay quien sospecha que detrás de estas disposiciones se esconda el deseo de retirar la constancia de sobrenaturalidad concedida por el obispo John Shojiro Ito, de Niigata, a las apariciones de Nuestra Señora en Akita. O, en sentido contrario, para que la Santa Sede diera una cierta aprobación a los fenómenos de Medjugorje, a pesar de las decisiones del obispo de Mostar, refrendadas por la Conferencia Episcopal de la entonces Yugoslavia, en el sentido de la no sobrenaturalidad de las apariciones, entre otras razones porque la “Gospa” (Virgen María, en croata) habría incitado a los franciscanos responsables del lugar a rebelarse contra el obispo (¡sic!).
Para evitar que el lector caiga en la tentación del escepticismo, conviene terminar estas líneas recordando lo que la sana teología enseña sobre el tema de las revelaciones privadas. Ella se basa en un texto extraído de los Hechos de los Apóstoles: “Y sucederá en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán y vuestros jóvenes verán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños” (Hch 2, 17). Se trata de la repetición de un oráculo del profeta Joel, recordado por san Pedro el día de Pentecostés, para explicar los prodigios de que era testigo Judea en aquella época. Una vez que la Iglesia se hubo fortalecido y expandido lo suficiente, estas señales milagrosas, necesarias para el establecimiento de la fe, no precisaron ser tan frecuentes. Sin embargo, Dios ha querido mostrar su imperio en todos los siglos y manifestar ocasionalmente sus maravillas, sobre todo cuando prevalece el imperio del mal. La mirada profética de Joel y de san Pedro va más allá de los tiempos en que vivieron y se refiere sobre todo a los días que precederán a la segunda venida de Nuestro Señor. Por eso, la enseñanza auténtica de los Doctores, de los Concilios y de los Papas no guardó silencio sobre esta cuestión, reconociendo que las revelaciones privadas no quedaban excluidas de la economía de la nueva Ley, porque, como ya hemos dicho, la razón misma nos enseña que Dios permanece libre para entrar en contacto con sus criaturas. Y los anales de la Iglesia muestran las grandes luces y los grandes frutos de santidad concedidos a las almas, y las oportunísimas orientaciones ofrecidas al pueblo cristiano a través de estas comunicaciones extraordinarias. Basta pensar en los suculentos frutos con que se nutren innumerables almas al leer sobre las apariciones y el mensaje de la Santísima Virgen a los tres pastorcitos de Fátima. El V Concilio Ecuménico de Letrán afirmó y sancionó solemnemente esta permanencia de la inspiración en la Iglesia a lo largo de los siglos, y no tuvo dificultad en fundamentarla en la autoridad del Antiguo y del Nuevo Testamento: “El mismo Señor, dice el Concilio, se comprometió a ello por medio del profeta Amós” (Sess. XI). Convencidos de esta verdad, pidamos humildemente, pero con gran fe, a la Santísima Virgen que cumpla cuanto antes su promesa hecha en Fátima de instaurar el reinado de su Inmaculado Corazón.
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