PREGUNTA Estoy sin saber qué hacer. Soy católica y mantuve a mis hijas dentro de la Iglesia, mientras pude. Ahora ellas están frecuentando una iglesia evangélica. Por favor, deme una luz, dígame qué debo hacer y cómo me debo comportar ante esta situación, pues quiero que ellas vuelvan al Padre. RESPUESTA El grito de aflicción de esta madre refleja de modo lacerante la situación de la Iglesia Católica en nuestros días, situación ésta que ha sido objeto de la atención e intentos de solución de las autoridades eclesiásticas, en realidad, en los últimos cien años. O mucho más, si queremos ver el problema en toda su extensión. A ello consagraremos la nota de este mes. No obstante, el dolor de una madre pide antes una palabra que hable más directamente a su corazón. Aquella transmisión de la fe de padres a hijos, que ocurría de modo más o menos tranquilo en la primera mitad del siglo XX, sufrió una inflexión abrupta hacia abajo. Ya venía declinando lentamente en los decenios anteriores, pero a partir de mediados de la década del 60 la caída fue casi vertical: la revolución de la Sorbona, en mayo de 1968, puede ser tomada como un referente histórico. Por una coincidencia no desprovista de significado, esa época marca también el período de la implantación de una nueva visión de Iglesia inculcada por el Concilio Vaticano II (1962-1965). Los Padres Conciliares afirmaban que conseguirían una renovación de la vida religiosa abriendo la Iglesia al mundo moderno. Fue el famoso aggiornamento, preconizado por el “Papa bueno” [Juan XXIII], de “apertura de las ventanas” de la Iglesia, para que en ella entrase aire puro y renovador. El Pontífice siguiente, Paulo VI, registró que había penetrado la “humareda de Satanás” en la Iglesia de Dios. Y esa trágica constatación ocurrió pocos años después del término de la Asamblea Conciliar… Apostasía silenciosa
Estos dos movimientos concomitantes —la apertura de la Iglesia para el mundo moderno y la liberación de las costumbres en los ámbitos privado y público desencadenada por la revolución de la Sorbona— produjeron, contra los pronósticos optimistas entonces imperantes, dos efectos gravemente negativos: un número considerable de católicos abandonó la Iglesia y se desbandó para las sectas dichas evangélicas (hasta ahora llamadas protestantes); otros, sin negar ostensiblemente su pertenencia a la Iglesia, adoptaron un tenor de vida de laxismo moral, sin importarse con los principios doctrinarios y éticos de la Iglesia. Fue lo que un documento del último Sínodo de Obispos, realizado en Roma, definió como “apostasía silenciosa”. Los dos caminos produjeron el mismo efecto: la mengua de fieles en los templos católicos. La afligida madre que nos pide socorro está frente al primer camino escogido por sus hijas: la adhesión a un culto evangélico (por lo tanto, no católico); otras madres vieron a sus hijas e hijos tomar el camino de la “apostasía silenciosa” — ¡y tal vez ellas mismas lo tomaron! ¿Qué consejo darle a una madre que nos pregunta qué hacer? Una vez que recibió la gracia de conservar íntegra su fe y la confianza inconmovible en el auxilio divino, debe usted elevar fervorosas oraciones a la Madre de Dios para que Ella llame de regreso a sus hijas. Desde el cielo, la Santísima Virgen velará por ellas, escrutando sus corazones, a la espera de la hora oportuna para inspirarles el deseo del regreso al seno de la Iglesia. Que ellas comprendan que a pesar de los males doctrinarios y morales que actualmente penetran la Iglesia, ésta permanece como la única verdadera y de esos males podrá y deberá librarse. ¡Rece mucho, mucho y mucho que, el día menos pensado, ello sucederá! Apostasía ruidosa y agresiva Para que la descripción del cuadro ante el cual nos encontramos sea objetiva y completa, importa observar que, junto con la apostasía silenciosa de muchos, existe también la apostasía ruidosa de una minoría. Son personas que apostataron de la fe católica y propugnan agresivamente la liberación total de las costumbres: aborto, aprobación de la eutanasia, concesión del “matrimonio” a los homosexuales, clasificación de la “homofobia” como “crimen”, etc. ¡Y, a pesar de todo, dicen que permanecen en la Iglesia! Por tratarse de una apostasía ruidosa —y además agresiva— ella es más perceptible que la silenciosa. De esa manera, los ruidosos transmiten la impresión de que constituyen la mayoría de una nación. Pero, de hecho, no pasan de una minoría. Por eso, los movimientos que actúan en defensa de los principios auténticamente cristianos deben luchar con la cabeza erguida, no sólo porque están defendiendo los principios del Evangelio —que es lo más importante— sino también porque hablan en nombre de la mayoría, ¡principio “sacrosanto” de la democracia!
No hay razón, por lo tanto, para acobardarse ante el ruido hecho por la minoría agresiva: sus agentes se jactan de hablar en nombre del progreso, de la libertad, de la modernidad. Así, se consideran con el derecho de imponer sus falsos principios a la mayoría. Si los defensores de los principios católicos luchasen con inteligencia y valentía habría condiciones para la victoria. En el mismo sentido, existen también algunos movimientos protestantes, realmente combativos en varias de las cuestiones actualmente en foco. Principalmente si los católicos no se dejan influenciar por la “lengua suelta” de ciertos eclesiásticos, algunos incluso ubicados en altos cargos. Es penoso decirlo, pero la realidad está a la vista de todos: con cierta frecuencia, varios religiosos han hecho el papel de la voz que adormece y la mano que apaga, intentando extinguir la llama de la lucha de los batalladores de la buena causa (laicos, clérigos y algunos obispos). En la práctica, eliminan el calificativo característico de la Iglesia en la tierra: militante. Actualmente, puntos no negociables de la doctrina católica están siendo puestos en jaque, subvirtiendo totalmente los principios más elementales de la justicia y del sentido común. Aunque alguien sea desalentado por las actitudes concesivas de aquellos que deberían de estar en la primera línea de esta lucha, nadie tiene el derecho de languidecer en la defensa de lo que aún resta de civilización cristiana; por el contrario, todos deben crecer en valentía y dedicación propugnando el acatamiento total de los principios de la Ley natural y de la Ley divina. Restaurar la civilización cristiana Y aquí llegamos al punto crucial, que explica a nuestra consultante la razón de los sufrimientos por los cuales pasa actualmente. Mucho tiempo antes de que ella naciera, el mundo occidental venía siendo trastornado por un proceso multisecular de descristianización. Ese proceso constituye una verdadera Revolución (con “R” mayúscula), como ha sido llamado por autores de renombre, principalmente después del Iluminismo y de la Revolución Francesa, y cuyo último y más brillante esclarecimiento fue hecho por Plinio Corrêa de Oliveira, intelectual y líder católico de proyección mundial, en su libro Revolución y Contra-Revolución. Este proceso revolucionario multisecular pretende destruir a la Iglesia y la civilización por ella creada —la civilización cristiana— y desencadena contra ambas su asalto postrero en nuestros días. A nosotros, católicos del siglo XXI, nos corresponde el honor de estar llamados a enfrentar este último asalto. Somos pocos para luchar, somos parcos y débiles en recursos humanos. No obstante, como no somos nosotros los que luchamos —es Dios quien lucha por intermedio de nosotros— podemos tener la certeza de la victoria. Se hace imperioso, por lo tanto, afirmar con altanería que la restauración de la civilización cristiana no solamente es necesaria, sino posible, pues será la Providencia divina quien dará fuerza a nuestros brazos, en sí inermes e impotentes. En esta lucha se distingue, no obstante, una novedad importante: en la primera línea de combate aparece Aquella que Dios armó “terrible como un ejército en orden de batalla” — terribilis ut castrorum acies ordinata (Cant 6, 10). Será la Santísima Virgen quien comandará la batalla en que serán aplastados todos los enemigos de su Divino Hijo. Ese triunfo fue anunciado cien años atrás, cuando Nuestra Señora apareció en Fátima, a tres pastorcitos portugueses, también ellos inermes: Lucía, Jacinta y Francisco. Después de describir todo el proceso por el cual el mundo andaría, Ella terminó afirmando: “Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará”. Y San Luis María Grignion de Montfort especifica: “Señor, para que venga tu reino, venga el reino de María” (Tratado de la Verdadera Devoción, nº 217). Nótese bien: ¡el triunfo de María significa el triunfo de Cristo Rey!
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