La reciente y atroz persecución religiosa contra los cristianos en Iraq es un acontecimiento histórico precedido por una larga serie de retrocesos de Occidente ante la embestida del Islam en Oriente y su invasión progresiva a los países que constituyeron otrora la Cristiandad Juan Miguel Montes
¿El final de un mundo milenario desgraciadamente llegó”, escribió el pasado 8 de agosto en el “Corriere della Sera”, el conocido historiador Andrea Riccardi, refiriéndose a la inmensa tragedia de los cristianos iraquíes y lamentando porque “faltó de parte de todos una idea de lo que estaba por suceder”. “De parte de todos”. Son palabras claras, que no admiten atenuantes o exención de responsabilidad. De hecho, se trata de una realidad que tenemos ante nuestros ojos. Inclusive la Iglesia dio atención a otros temas, en todo el tiempo transcurrido desde la famosa denuncia del obispo de Esmirna (Izmir, Turquía), Mons. Giuseppe Bernardini, cuando en su intervención en el Sínodo de octubre de 1999, dejó claro que en algunos ámbitos eclesiásticos había una cierta miopía en juzgar las intenciones de los islamitas, infiltrados en las grandes emigraciones humanas hacia Europa, según él, con un programa de “expansión y reconquista”. El prelado, después de pasar 16 años en Turquía, conocía bien el asunto y seguramente tenía muy presente la erradicación del cristianismo de Anatolia a comienzos del siglo pasado, con el genocidio de los armenios. 1999: se impone un sínodo urgente sobre la cuestión
A fin de evitar a Europa tal tragedia, Mons. Bernardini proponía la urgente convocación de “un Sínodo o un simposio de obispos” para resolver el problema de los musulmanes en los países cristianos, recordando a sus colegas reunidos en Roma lo que él había oído decir a un autorizado exponente musulmán: “Gracias a vuestras leyes democráticas, os invadiremos; gracias a nuestras leyes religiosas, os dominaremos”. Ante un fenómeno en expansión en Europa hace algunos años, él concluía con una severa advertencia: “Nunca se debe dar a los musulmanes una iglesia católica para su culto, porque esto, a ojos de ellos, es la prueba más segura de nuestra apostasía”. Y después, con un conocimiento preciso de la realidad humana, agregó: “Todos sabemos que es necesario distinguir la minoría fanática y violenta de la mayoría pacífica y honesta, pero ésta, mediante una orden dada en nombre de Alá o del Corán, marchará siempre compacta y sin dudas. Por otro lado, la historia nos enseña que las minorías siempre consiguen imponerse a las mayorías derrotistas y silenciosas”. Las palabras del arzobispo de Izmir, refiriéndose especialmente al peligro de la expansión de las minorías islámicas en países de antigua tradición cristiana, preveían los nubarrones que se acumulaban cada vez más negros sobre las cabezas de las minorías cristianas en tierras islámicas, y que desencadenaron en seguida una tempestad de furor ecuatorial. De 1999 a los días presentes Después de aquella advertencia se produjeron en Occidente la demolición de las Torres Gemelas (2001), las masacres de Madrid (2004) y de Londres (2005), y en el Medio Oriente y en África las atrocidades sin fin contra las comunidades cristianas. Tal vez ni siquiera el previdente Mons. Bernardini podía entonces imaginar que dos de sus hermanos en el sacerdocio, italianos como él y misioneros en Turquía como él, serían brutalmente asesinados en aquella tierra a la cual dedicaban lo mejor de sus energías: el padre Andrea Santoro, el 5 de febrero de 2006, y el obispo Mons. Luigi Padovese, el 3 de junio de 2010.
Cuando recordamos aquellas palabras de advertencia y examinamos la realidad que se desarrolla ante nuestros ojos, podemos decir con el Prof. Riccardi que nadie en cargos de alta responsabilidad midió toda la gravedad de la situación. Ciertamente que el presidente Obama no comprendió las condiciones dramáticas en que retiró las tropas norteamericanas de Iraq el 2011, dejando a millones de personas abandonadas a la más triste suerte. La administración Obama no parece haber tenido la menor noción de la fuerza con que estaba penetrado el renacimiento yihadista de la galaxia islámica. Hágase ahora lo que sea, que su parte en la tragedia ya está escrita. Por otro lado, en el ámbito católico, el tema parecía remoto, casi abstracto; mucho menos urgente, por ejemplo, que cuestiones como la comunión administrada o negada a los divorciados y vueltos a casar. Y cuando alguien se acordó del antiguo mundo cristiano que se estaba desmoronando en el Oriente Medio, todo el raciocinio fue, de inmediato, atribuir los males de la guerra a la desigualdad económica, a la falta de solidaridad hacia los recién llegados a Europa, al comercio de armas, y así en adelante. Este modo limitado de raciocinar denota que desde hace mucho se venía perdiendo, incluso entre los propios católicos del mundo laicizado, la perspectiva correcta para comprender las cuestiones de fondo religioso, dotadas de una dinámica propia y que estuviesen muchas veces en el origen, como aún lo pueden estar, de cambios inmensamente significativos. Preludio de lo que va a ocurrir Ahora es un obispo iraquí quien reproduce casi textualmente las palabras proféticas de Mons. Bernardini. Lo que él dice asusta obviamente a los católicos secularizados. Se trata de Mons. Amel Nona, de 47 años, arzobispo caldeo de Mosul, en fuga hacia Erbil: “Nuestros sufrimientos de hoy son un preludio de aquellos que también ustedes, europeos y cristianos occidentales, padecerán en el futuro próximo”. El mensaje es claro, según Lorenzo Cremonesi, enviado del “Corriere della Sera”, en un extenso artículo del 10 de agosto: “La única manera de detener el éxodo cristiano de los lugares que vieron sus orígenes en la época preislámica es responder a la violencia con la violencia, a la fuerza con a fuerza. Nona es un hombre herido, triste, mas no resignado. ‘Perdí mi diócesis. El lugar físico de mi apostolado fue ocupado por radicales islámicos que me quieren ver convertido o muerto.Pero mi comunidad aún está viva’.”
“Él está muy contento de encontrarse con la prensa occidental”, agrega el enviado del “Corriere”: “Por favor, procuren entender. Sus principios liberales y democráticos aquí no valen nada. Necesitan repensar nuestra realidad en el Medio Oriente, porque están acogiendo en sus países un número siempre creciente de musulmanes. Ustedes también están en riesgo. Deben tomar decisiones fuertes y valientes, bajo pena de contradecir sus principios. Piensan que los hombres son todos iguales —prosigue el arzobispo Nona— pero no es verdad. El Islam no dice que todos los hombres son iguales. Los valores de ustedes no son los valores de ellos. Si no lo entendieran a tiempo, se harán víctimas del enemigo que recibieron en su casa”. “Nuestros sufrimientos de hoy son un preludio de aquellos que también ustedes, europeos y cristianos occidentales, padecerán en el futuro próximo”. El obispo parece hacer resonar las palabras con que Winston Churchill apostrofó al primer ministro británico Neville Chamberlain, después que éste firmó los acuerdos de Munich y de Baviera con Hitler: “Debíais escoger entre la vergüenza y la guerra; escogisteis la vergüenza y ahora tendréis la guerra”. El pacifismo desmoviliza las consciencias El hecho es que un pacifismo dogmático se introdujo en la mentalidad occidental en general y especialmente en la católica, como la serpiente en la árbol del Paraíso. Esto hace con que la realidad del pecado y del mal sea implícitamente negada, permitiendo al irenismo —doctrina que preconiza la paz a cualquier precio— obnubilar la razón, haciéndola psicológicamente inerte para las circunstancias en que es necesario reaccionar. Por lo tanto, ocurra lo que ocurra, para las mentalidades así deformadas, siempre será un error el recurso a las armas y a la fuerza, y ellas evitarán siempre la pregunta elemental: ¿cómo dialogar con alguien que dispara contra uno?... Si usted dijera lo contrario, será catalogado como alguien que desea repetir la matanza de 1914 en pleno 2014. Sin embargo, en realidad, quien se arriesga a caer en las repeticiones son los que no aprenden las lecciones de la historia. Como demostró en un brillante ensayo el historiador Alberto Leoni (La Cruz y el Creciente, Ed. Ares, 2009), la lucha del Islam contra el Cristianismo no es un episodio o una sucesión de muchos episodios históricos aislados, sino un gran continuum de 14 siglos con algunas interrupciones de paz. Para alcanzar estas interrupciones y asegurar su máxima duración posible, nada es más necesario que no perder la gran perspectiva histórica. La voz de los obispos en la tribulación Muy distinto del pacifismo irénico es por cierto el panorama que tiene ante sí quien está fuera del círculo mediático occidental y de sus exigentes agendas más o menos “políticamente correctas”. Hoy no sorprende que sean obispos, como el ya mencionado Mons. Nona, o el arzobispo de Erbil, Mons. Warda, o aún el patriarca caldeo de Bagdad, Mons. Sako, quienes rompen la unanimidad existente para solicitar la intervención internacional, la cual, para ser eficaz, sólo puede ser armada. Una guerra, en suma. Guerra defensiva, justa e inevitable. “Guerra por amor a la paz”, como enseñó San Agustín y más tarde Santo Tomás. Temática y doctrina multisecular, que un establishment occidental en general, y católico especialmente, quiso casi excluir a priori, inclusive como hipótesis de trabajo; como si la humanidad en las últimas décadas hubiese sido completamente regenerada de las consecuencias del pecado. El mayor problema está en el hecho de que, cuando se cede a los mitos no razonables, se producen ulteriores dolores y sufrimientos. La falta de preparación psicológica, el entreguismo, la mitología del diálogo como fin en sí mismo, crean monstruos peores de aquellos que parecen evitar. Un gran clamor en defensa de los cristianos amenazados, conforme lo solicitado por Mons. Bernardini en 1999, habría podido inhibir inclusive la formación de los dispositivos terroristas y persecutorios islámicos. Sin embargo, se adhería entonces a la idea de no crear ninguna tensión con el mundo islámico en el contexto del diálogo interreligioso. Hoy, la tragedia que se desarrolla al norte del Iraq nos dice cuánto los gestos, las palabras y las omisiones pueden tener grandes y graves consecuencias. Alguien podrá decir que ahora podemos estar tranquilos, porque se pusieron en marcha las medidas tomadas por las grandes potencias de Occidente para defender a los cristianos y a los yazidíes refugiados en las montañas. ¿Impedirán ellas “el final de un mundo milenario”? A juzgar por los hechos, este final será irreversible para aquella antiquísima cristiandad de Iraq, tal vez también para la de Siria, amenazando gravemente a los millones de cristianos libaneses. Esto para atenernos al Oriente Medio. Sin embargo, otra pregunta se impone: ¿no está ocurriendo todo cuanto dijeron hoy Mons. Nona y ayer Mons. Bernardini, es decir, que estamos en el preludio de lo que podrá ocurrir en Occidente debido a una política migratoria imprevidente, si no suicida? El hecho es que hoy se sabe que muchos miembros del ISIL, los cabecillas del “califato” recién fundado en Iraq y perpetradores de atrocidades contra los cristianos, así como con otras minorías, llevan en sus bolsillos pasaportes europeos. Junto con un mapa del mundo todo pintado de verde. ¿Y quién estaría entonces recreando en el 2014 las condiciones para reproducir un 1914 más grande y más ampliado? Lágrimas de fuego En Mosul (Iraq), los yihadistas musulmanes mataron a miles de cristianos, existen cientos de miles de refugiados, un verdadero genocidio religioso. A pesar de que vivían allí hace muchos siglos y hablaban la lengua de Jesús (el arameo), los cristianos no pueden permanecer más, pues son masacrados.
En China, las autoridades comunistas se aferran a una campaña contra la Iglesia Católica e instituciones cristianas. Desde enero el gobierno demolió 360 cruces o edificios cristianos, según un informe de la agencia “Asia News”; y en la ciudad de Ningbo (7,6 millones de habitantes) la catedral católica, construida en 1872, fue quemada y reducida a cenizas. En Nigeria, los musulmanes del Boko Haram ya mataron a miles de cristianos, sin contar los secuestros, las esclavizaciones y las violaciones, la destrucción y el incendio de iglesias y escuelas cristianas. Muchos fueron fusilados dentro de los templos mientras rezaban. La indiferencia en Occidente a todo esto es asombrosa. Autoridades civiles y religiosas callan como si el asunto no les concerniera. Su preocupación es promover el aborto, defender las invasiones de terrenos y viviendas, perseguir a los católicos que, fieles a su fe, no pueden en conciencia aceptar innovaciones aberrantes, sean ellas impuestas por leyes inicuas o por sentencias judiciales, siempre con el pretexto de los derechos humanos o de un laicismo totalitario. Para el escritor francés Gilles Lapouge, “en el caso de los cristianos de Mosul, estamos frente a una de las más violentas crueldades. Sorprende no poco que ese hecho no haya provocado indignación en las capitales occidentales” (“O Estado de S. Paulo”, 24-7-14).
En un artículo titulado La indiferencia que mata, el historiador y periodista italiano Ernesto Galli della Loggia, es bastante claro: “Digamos la verdad: ¿a cuántos aquí en Europa y en Occidente les importa realmente la enésima matanza de cristianos, por la explosión de una bomba en una iglesia en Nigeria? Y, por lo demás, a cuantos importó realmente algo, que cristianos fuesen obligados a huir de Mosul, en 24 horas, bajo pena de muerte o conversión forzada al Islam? A nadie. Así como nadie jamás levantó un dedo para ayudar a las centenas de miles de cristianos que huyeron a lo largo de este año de Iraq, de Siria, de todo el mundo árabe. ¿Cuántas resoluciones los países occidentales presentaron a la ONU sobre su destino? ¿Cuántos millones de dólares pidieron a las agencias de las Naciones Unidas para ayudarlos? Y ya son años en que la masacre continúa, casi diariamente: por decenas y decenas cristianos son quemados vivos o muertos en las iglesias de la India, de Paquistán, de Egipto, de Nigeria. Y siempre en el silencio o por el menos en la omisión general.¿Qué, por ejemplo, fue hecho concretamente por las 276 jóvenes cristianas secuestradas hace algún tiempo, también en Nigeria, por la secta yihadista del Boko Haram?” (“Corriere della Sera”, Milán, 28-7-14). Y las autoridades religiosas, inclusive las más altas, ¿por qué callan? O si algo murmuran, es con un sonido casi inaudible, un susurro sin consecuencias. ¿No son hermanos en la fe los que están siendo martirizados? ¿No merecen ellos todo el nuestro apoyo? En su famoso Via Crucis, Plinio Corrêa de Oliveira exclamaba: “¿Cuántos son los que realmente ven el pecado y procuran señalarlo, denunciarlo, combatirlo, disputarle paso a paso el terreno, erguir contra él toda una cruzada de ideas, de actos, de viva fuerza si fuere necesario?”. No, nada de eso importa. Los cristianos que se mueran. Lo importante, lo urgente es procurar aquietar la consciencia de aquellos que por sí mismos se colocaron en una situación de escándalo público por un seudo matrimonio, por la matanza de inocentes antes de nacer, o por una apostasía velada. ¿Cómo puede ser que la Santísima Virgen no llore sobre el mundo, por así decir lágrimas de fuego, frente a este cuadro? Y cuando sus lágrimas provocasen el castigo venido del cielo, ¿cómo será? Amenaza mahometana Peligro hoy evidente —basta aludir a la presente masacre de cristianos en Iraq—, la amenaza musulmana al Occidente fue prevista por Plinio Corrêa de Oliveira hace siete décadas. En ese sentido, entre sus diversos artículos advirtiendo de tal peligro, siguen a continuación trechos de uno de ellos, titulado Mahoma renace, publicado en “O Legionário” el 15 de junio de 1947.
“Cuando estudiamos la triste historia de la caída del Imperio Romano de Occidente, nos cuesta comprender la estrechez de vistas, la displicencia y la tranquilidad de los romanos frente al peligro que aumentaba [...]. Hablar en la posibilidad de la resurrección del mundo mahometano parecería algo tan irrealizable y anacrónico cuanto el retorno a los trajes, a los métodos de guerra y al mapa político de la Edad Media. De aquella ilusión, vivimos aún hoy. Y, como los romanos, no percibimos que fenómenos nuevos y extremamente graves suceden en las tierras del Corán. [...] Todas estas naciones mahometanas —estas potencias, podemos decir— se sienten orgullosas de su pasado, de sus tradiciones, de su cultura, y desean conservarlas con ahínco. Al mismo tiempo, se muestran ufanas de sus riquezas naturales, de sus posibilidades políticas y militares y del progreso financiero que están alcanzando. Día a día ellas se enriquecen [...]. En sus arcas, el oro se va acumulando. Oro significa posibilidad de comprar armamentos. Y armamentos significan prestigio mundial [...]. Todo esto transformó al mundo islámico y determinó en todos los pueblos mahometanos, de la India a Marruecos, un estremecimiento [...]. El nervio vital del islamismo revive en todos estos pueblos, haciendo renacer en ellos el gusto por la victoria. La Liga Árabe, una inmensa confederación de pueblos musulmanes, une hoy a todo el mundo mahometano. Es todo lo contrario de lo que fue en la Edad Media la Cristiandad. La Liga Árabe actúa como un vasto bloque, ante las naciones no árabes, y fomenta la insurrección [...]. ¿Será necesario tener mucho talento, mucha perspicacia, informaciones excepcionalmente buenas, para percibir lo que este peligro significa?”
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