A los pies del pesebre, consideración sobre la majestad compuesta de sabiduría, de santidad, de ciencia y de poder Plinio Corrêa de Oliveira
EN EL NIÑO JESÚS podríamos considerar, entre muchos aspectos —como, por ejemplo, la pobreza—, la infinita grandeza. El, con majestad de verdadero Rey, aunque recostado en su pesebre y siendo aún una criatura; Él, Rey de toda majestad y de toda gloria, el creador del Cielo y de la Tierra, Dios encarnado hecho hombre; Él, desde el primer instante de su ser —por lo tanto ya en el vientre de la Santísima Virgen— ostentando más majestad, más grandeza, más manifestaciones de fuerza y de poder que todos los hombres que hubo y habrá en la tierra; Él, incomparablemente más inteligente que Santo Tomás de Aquino, incomparablemente más poderoso que Carlomagno, Napoleón o Alejandro; Él, conocedor de todas las cosas, sabiendo incomparablemente más que cualquier científico moderno. El Niño Jesús, a sus momentos. manifestaba en la fisonomía siempre variable esta majestad compuesta de sabiduría, de santidad, de ciencia y de poder. Imaginemos, por tanto, encontrando todo esto misteriosamente expresado en la fisonomía del Divino Infante: a veces moviéndose, y en el movimiento apareciendo su lado de Rey; abriendo los ojos, y en su mirada apareciendo un fulgor de tal profundidad que discerniéramos en Él a un gran sabio; rodeándolo, una atmósfera tal que aureolase de santidad a todos cuantos se le acercasen. Una atmósfera de pureza tal, que las personas se aproximasen allí no sin antes pedir perdón por sus pecados, y al mismo tiempo sintiéndose atraídas a corregirse de ellos por la santidad que emanaba del lugar. Imaginen allí, por fin, a la Santísima Virgen junto al Niño Jesús, también Ella como verdadera Reina —pues Ella lo era y lo es—, con una dignidad e imponencia tales, que no necesitaba
ni de trajes nobles ni de tejidos de calidad para hacerse valer.
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