Paulo Henrique Américo de Araújo En su historia dos veces milenaria, la Santa Iglesia Católica ha tenido que hacer frente a innumerables catástrofes y calamidades públicas. En los desastres naturales, las guerras y las pestes infecciosas, la abnegación del clero y de las órdenes religiosas ha dejado una huella indeleble en la memoria de los pueblos. Con tristeza nos vemos obligados a reconocer que no ha ocurrido lo mismo en los últimos meses; pues, junto a contadas excepciones de verdadero sacrificio, la mayoría de los miembros del clero católico simplemente se ha omitido. El padre Sergio Muñoz Fita, párroco de la iglesia de Santa Ana en Gilbert, Arizona (EE. UU.), consideró oportuno presentar una disculpa a sus feligreses.1 En una emotiva declaración, dejó clara su vergonzosa omisión y la de buena parte del clero durante la actual pandemia del coronavirus, cuando los fieles católicos se vieron privados de los sacramentos y, sobre todo, de los imprescindibles auxilios espirituales en la hora de la muerte. Por temor al contagio, los pastores resolvieron abandonar a sus ovejas.
La declaración de este sacerdote pone de manifiesto el contraste entre dos actitudes del clero ante las epidemias: en los siglos pasados, devoción sin límites; en nuestros días, negligencia. La comparación es muy válida para mostrar la siguiente lección: cuanto mayor es la dedicación y el sacrificio de los sacerdotes, mayor es el florecimiento de la fe católica. Cuanto más eluden su oficio de ser “sal de la tierra y luz del mundo”, mayor es el perjuicio que causan a la Iglesia. * * * De la espléndida obra Historia de la Compañía de Jesús, escrita por J. M. S. Daurignac,2 transcribimos algunos ejemplos de modestia y de sacrificio y, en consecuencia, de gloria de los padres jesuitas del siglo XVI, en las primeras décadas de la fundación de la Orden. En aquella época, cuando numerosas epidemias asolaban a Europa, los hijos de san Ignacio no se refugiaron en sus casas, como en la crisis actual.
En 1563, el padre Edmundo Auger ejercía su apostolado enfrentando la herejía protestante en Lyon (Francia) con gran eficacia, cuando una terrible peste comenzó a asolar la región. “Todos huyeron a toda prisa, abandonando a los pobres que no podían salir”. El buen jesuita, “movido por su caridad, iba de puerta en puerta atendiendo a los enfermos, consolándolos, fortaleciéndolos. La historia de la ciudad registra que el número de muertos llegó a sesenta mil; y tal era el terror que ni siquiera la palabra del entrañable jesuita lograba reanimar los espíritus. Auger apeló entonces al cielo, haciendo una solemne promesa a la Santísima Virgen, y la bondad divina quiso que la epidemia cesara pronto. Lyon se salvó”. Esta dedicación dio excelentes frutos para la fe católica. “Los jesuitas acudían con un celo, un olvido de sí mismos y una efusión de tierna caridad de la que solo ellos parecían conocer el secreto. En todos los lugares donde el pueblo recibió los dulces y consoladores efectos de su presencia durante el contagio, los herejes perdieron todas sus conquistas”. ¿Por qué los sacerdotes del mundo católico no han multiplicado sus promesas a la Virgen María para que ponga fin a la actual pandemia del coronavirus? La pregunta puede ser incómoda, pero los fieles católicos tenemos derecho a hacerla. El flagelo que se produjo en Lyon acabó por extenderse a París, cobrando la vida de uno de los primeros compañeros de san Ignacio, el padre Paschase Broët, que encontró la muerte mientras atendía con esmero a los infectados. Otra enfermedad contagiosa golpeó a Roma en 1566. Los jesuitas estaban allí para hacer frente a todos los peligros. “Como suele ocurrir en las epidemias mortales, el terror paralizó los ánimos: cada uno se encerró en su casa, los enfermos fueron abandonados […]. Los religiosos de la Compañía se apresuraron a socorrer al pueblo […]. Fueron en estas circunstancias lo que en todas partes habían sido en tribulaciones de este tipo: verdaderos héroes de la caridad”. Semejante heroísmo de los jesuitas acabó provocando desconcierto en las filas del protestantismo. De hecho, si la “religión reformada” fuera querida por Dios, no faltarían “pastores evangélicos dedicados” que se arriesgarían atendiendo a los enfermos. Pero no fue así.
En los registros de la ciudad de Ginebra leemos que durante la peste de 1543, “los ministros de la reforma declararon que sería su deber consolar a los contagiados, pero que ninguno de ellos tenía el valor suficiente para hacerlo, rogando al Consejo que perdonara su debilidad, porque Dios no les había concedido la gracia de ver y enfrentar el peligro con la intrepidez necesaria”. El propio heresiarca Calvino, con su peculiar cinismo, declaró que “la Iglesia y el Estado tanto lo necesitaban [a Calvino] como para permitirle ir en ayuda de las víctimas del contagio”.
En la presente pandemia del virus chino, muchos sacerdotes católicos lamentablemente han actuado como los calvinistas de antaño, lo que ha provocado una enorme deserción de fieles. Duele decirlo, pero esta omisión es reconocida por muchas autoridades de la Iglesia. Otro buen ejemplo de sacrificio por parte de los antiguos jesuitas tuvo lugar en Toledo (España) cuando se desató una enfermedad mortal en 1571. “El azote hizo un daño tan asombroso que faltó espacio para recoger a todos los enfermos, por lo que yacían juntos, obligando al confesor a acercar su rostro al del moribundo para escucharle en confesión” [para proteger el secreto del sacramento]. El padre Juan Martins, “después de haber confesado así a muchos de estos moribundos, no se levantaba para pasar a otro; se aproximaron a él, intentaron hablarle, pero no respondía; quisieron levantarlo… ¡Pero estaba muerto! El mártir del secreto de confesión ya había ido a recibir el premio de su desvelo y abnegación heroica”. * * * Volvamos a nuestros días. No sabemos si el padre Sergio Muñoz Fita, mencionado anteriormente, conoce la historia de estos heroicos jesuitas de antaño. Pero algo de ese espíritu de sacrificio y abnegación debe haber tocado su conciencia. Esto es lo que se desprende de su declaración: “Pido perdón por haberos dejado sin la Eucaristía durante muchas semanas el año pasado. Muchos de ustedes, en los momentos más difíciles de la pandemia, os dirigisteis a vuestro padre pidiendo pan y nosotros os dimos una piedra. Os fallamos negándoos el único alimento que puede sostener vuestra esperanza. Os abandonamos cuando deberíamos haber estado más cerca de ustedes”.3 Al final de su discurso, el sacerdote prometió que no volverá a omitirse jamás, y concluyó subrayando que, si el voto de obediencia le forzara a actuar de otro modo, se retiraría, para no ser culpable de un acto que aún hoy pesa sobre su conciencia, y que consideraba el más vergonzoso de toda su vida. Palabras dignas de respeto, sin duda. Recemos para que los demás sacerdotes católicos adopten la misma postura, reflejada en aquella incansable dedicación de los jesuitas de los buenos tiempos, y no se acobarden más.
Notas.- 1. Homilía en la misa de Jueves Santo, 1 de abril de 2021. El padre Muñoz es un sacerdote español radicado en los Estados Unidos desde 2012 y fue el organizador de la peregrinación a Santiago de Compostela de la película Footprints. 2. Todos los trechos transcritos son de la edición portuguesa: J. M. S. Daurignac, História da Companhia de Jesus, Editora Centro Dom Bosco, Rio de Janeiro, 2020. 3. Cf. https://www.religionenlibertad.com/video/130706/sacerdote-perdon-cierre.html.
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