Al conmemorarse el próximo día 15 de setiembre la fiesta de los Siete Dolores de María, ofrecemos a nuestros lectores un extracto de la reputada obra “El Año Litúrgico”, escrita por este célebre abad benedictino de Solesmes D. Próspero Guéranger “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad, ved y decid si hay dolor semejante a mi dolor… Dios me ha puesto y como fijado en la desolación”.1 El dolor de la Santísima Virgen es obra de Dios; al predestinarla para ser la Madre de su Hijo, Dios la unió indisolublemente a la persona, a la vida, a los misterios, al sufrimiento de Jesús, para ser en la obra de la redención su fiel cooperadora. Entre el Hijo y la Madre tenía que haber comunidad perfecta de sufrimiento. Cuando ve una madre padecer a su hijo, ella padece con él y siente de reflejo todo lo que él padece; lo que Jesús padeció en su cuerpo, María lo padeció en su corazón, por los mismos fines y con la misma fe y el mismo amor. Decía Bossuet: “El Padre y el Hijo en la eternidad participan de la misma gloria; la Madre y el Hijo, en el tiempo participan de los mismos dolores. El Padre y el Hijo gozan de una misma fuente de felicidad; la Madre y el Hijo beben del mismo torrente de amargura. El Padre y el Hijo tienen un mismo trono; la Madre y el Hijo, una misma cruz. Si a golpes se destroza el cuerpo de Jesús, María siente todas las heridas; si se le taladra la cabeza a Jesús con espinas, María queda desgarrada con todas sus puntas; si se le ofrece hiel y vinagre, María bebe toda su amargura; si se extiende su cuerpo sobre una cruz, María sufre toda la violencia”.2 Compasión A esta comunidad de sufrimientos entre el Hijo y la Madre, se le da el nombre de Compasión. Compasión es el eco fiel y la repercusión de la Pasión. Compadecerse de alguien, es padecer con él, es sentir en el corazón, como si fuesen nuestras, sus penas, sus tristezas, sus dolores. De ese modo la Compasión fue para la Santísima Virgen la participación perfecta en los dolores y en la Pasión de su Hijo y en las disposiciones que en su sacrificio le animaban. ¿Por qué padece María?
Parecería que no debía padecer la Santísima Virgen, ya que fue concebida sin pecado y no conoció nunca el menor mal moral. El padecer tiene que ser un gran bien, porque Dios, que tanto ama a su Hijo, se lo entregó como herencia; y como, después de su Hijo, a ninguna criatura ama Dios más que a la Santísima Virgen, quiso también darle a ella el dolor como el más rico presente. Además convenía que, por la unión que tenía con su Hijo, pasase Nuestra Señora, a semejanza de él, por la muerte y por el dolor. De alguna manera eso era necesario para que aprendiésemos, de uno y de otro, cómo debemos aceptar el dolor que Dios permite para nuestro mayor bien. María se ofreció libre y voluntariamente y unió su sacrificio y su obediencia al sacrificio y a la obediencia de Jesús, para así llevar con Él todo el peso de la expiación que la justicia divina exigía. Hizo bastante más que compadecerse de todos los dolores de su Hijo; tomó parte realmente en la pasión con todo su ser, con su corazón y con su alma, con amor ferventísimo y con tranquilidad sencilla; padeció en su corazón todo lo que Jesús podía padecer en su carne, y hasta hay teólogos que opinaron que Nuestra Señora sintió en su cuerpo los mismos dolores que su Hijo en el suyo; podemos creer, en efecto, que María tuvo ese privilegio con el que fueron distinguidos algunos santos. Su martirio viene de Jesús
Mas para María el padecer no comenzó solo en el Calvario. Su infancia certísimamente transcurrió tranquila y exenta de inquietudes. El dolor le llega con Jesús, como dice Bossuet: “el niño molesto; porque Jesús en cualquier sitio que se presenta, allí va con su cruz y con él van las espinas y a todos los que quiere bien los hace partícipes de ellas”.3 “La causa de los dolores de María —dice monseñor Charles Gay— es Jesús. Todo cuanto padece proviene de Jesús, a Jesús se refiere y Jesús lo motiva”.4 La solemnidad de hoy, que nos representa a María principalmente en el Calvario nos recuerda en este sumo dolor los dolores conocidos o desconocidos que llenaron la vida de la Santísima Virgen. Si la Iglesia se resolvió por el número siete, ello obedece a que este número expresa siempre la idea de totalidad y de universalidad, ya que en los Responsorios de Maitines nos recuerda de modo especial los siete dolores que le causaron la profecía del anciano Simeón, la huida a Egipto, la perdición de Jesús en Jerusalén, el verle cargado con la cruz, la crucifixión, el descendimiento y el entierro de su divino Hijo: dolores que la hicieron con toda verdad Reina de los mártires. Reina de los mártires
Con este bello título, en efecto, le saluda la Iglesia en las Letanías: “Que haya sufrido de veras —dice san Pascasio Radberto (792-865)— nos lo asegura Simeón al decir: Una espada traspasará tu alma. De donde se infiere con evidencia que supera a todos los mártires. Los otros mártires padecieron por Cristo en su carne; con todo, no pudieron padecer en el alma, porque esta es inmortal. Pero, como ella padeció en esta parte de sí misma que es impasible, porque su carne, si así se puede decir, padeció espiritualmente por la espada de la Pasión de Cristo, la Santísima Madre de Dios fue más que mártir. Porque amó más que nadie, por eso padeció más que nadie también, hasta tal punto que la violencia del dolor traspasó y dominó su alma en prueba de su inefable amor; porque sufrió en su alma, por eso fue más que mártir, ya que su amor, más fuerte que la muerte, hizo suya la muerte de Cristo”.5 Su amor, causa de su dolor Y efectivamente, para entender la extensión y la intensidad del dolor de la Santísima Virgen, habría que comprender lo que fue su amor para con Jesús. Este amor es muy distinto del amor de los demás santos y mártires. Cuando estos sufren por Cristo, su amor suaviza sus tormentos y a veces hasta se los hace olvidar. En María no ocurrió nada de eso: su amor aumenta su padecer: “La naturaleza y la gracia —dice Bossuet— concurren a la vez para hacer en el corazón de María sentimiento más hondo. Nada existe tan fuerte ni tan impetuoso como el amor que la naturaleza da hacia un hijo y la gracia da para un Dios. Estos dos amores son dos abismos, cuyo fondo no puede penetrarse, como tampoco comprenderse toda su extensión…”.6 El dolor y la alegría de María
Pero si el amor es causa del dolor en María, también es causa de gozo. María sufrió siempre con tranquilidad inalterable y con gran fortaleza de alma. Sabía mejor que san Pablo, que nada, ni la muerte siquiera, sería capaz de separarla del amor de su Hijo y su Dios. San Pío X escribía “que en la hora suprema, se vio a la Virgen de pie, junto a la cruz, embargada sin duda por el horror del espectáculo, pero feliz y contenta de ver a su Hijo inmolarse por la salvación del género humano”.7 Y sobrepasando a san Pablo, nada en un mar de alegría en medio de su inconmensurable dolor. En la Santísima Virgen, como en Jesucristo, salvadas todas las diferencias, la alegría más honda va junto con el dolor más profundo que una criatura pueda soportar aquí, abajo. Ama a Dios y la voluntad divina más que a nadie de este mundo, y sabe que en el Calvario se cumple la divina voluntad; sabe que la muerte de su Hijo da a la justicia de Dios el precio que exige para la redención de los hombres, que desde ese momento le son confiados como hijos suyos y a los que amará y ya ama como amó a Jesús. Agradecimiento a María “Como todo el mundo es deudor de Dios Nuestro Señor —decía san Alberto Magno—, así lo es de Nuestra Señora por razón de la parte que ella tuvo en la Redención”.8 Hoy reparamos mejor, oh María, en lo que has hecho por nosotros y lo que te debemos. Te quejaste de que “mirando a los hombres y buscando quien se acordase de tu dolor y se compadeciese de ti, encontraste poquísimos”.9 No aumentaremos el número de tus hijos ingratos; por eso, nos unimos a la Iglesia para rememorar tus sufrimientos y decirte cuánta es nuestra gratitud. Sabemos, oh Reina de los mártires, que una espada de dolor atravesó tu alma, y que únicamente el espíritu de vida y de toda consolación pudo sostenerte y darte ánimos cuando moría tu Hijo.
Y sobre todo sabemos que, si fuiste al Calvario, si toda tu vida, de igual modo que la de Jesús, fue un prolongado martirio, es que hubiste de desempeñar cerca de nuestro Redentor y en unión con Él el papel que nuestra primera madre Eva había desempeñado cerca de Adán y juntamente con él en nuestra caída. Verdaderamente nos has rescatado con Jesús; con Él y en dependencia de Él nos has ganado de congruo, por cierta conveniencia, la gracia que Él nos merecía de condigno, en justicia, por razón de su dignidad infinita. Por eso, te saludamos con amor y agradecimiento como “Reina nuestra, Madre de misericordia, vida y dulzura y esperanza nuestra”. Y, porque sabemos que nuestra salvación está en tus manos, te consagramos nuestra vida entera, para que con tu dirección maternal y tu protección poderosa podamos ir a encontrarnos contigo en la gloria del Paraíso, donde, con tu Hijo, vives coronada y feliz para siempre.
Notas.- 1. Lam 1, 12-13. 2. Sermon pour la Compassion de la Sainte-Vierge, Oeuvres orat., II, p. 472. 3. Panégyrique de Saint Joseph, t. II, p. 137. 4. 41e Conferences aux mères chretiennes, t. II, p. 199. 5. Carta sobre la Asunción, n. 14, P. L., 30, 138. 6. Sermón sobre la Asunción, t. III, 493. 7. Encíclica Ad diem illum, 2 de febrero de 1904. 8. Question super Missus, 150. 9. Santa Brígida, Revelaciones, l. II, c. 24. De pie la Madre dolorosa / junto a la Cruz, llorosa, / mientras pendía el Hijo. / Cuya ánima gimiente, contristada y doliente / atravesó la espada. ¡Oh cuán triste y afligida / estuvo aquella bendita / Madre del Unigénito! / Languidecía y se dolía / la piadosa Madre que veía / las penas de su excelso Hijo. ¿Qué hombre no lloraría / si a la Madre de Cristo viera / en tanto suplicio? / ¿Quién no se entristeciera / a la Madre contemplando / con su doliente Hijo?
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