Vizcondesa de Jorbalán y gran dama del siglo XIX, fundó la congregación de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad Plinio María Solimeo Micaela Desmaisières y López de Dicastillo era hija de un opulento aristócrata y valiente militar español que en 1809 combatía las tropas de Napoleón que habían invadido España. Su madre, Bernarda, era camarera de la reina María Luisa de Parma y tenía un hermano —Diego, después conde de la Vega del Pozo— que fue embajador del gobierno español en Bruselas y París, habiendo fallecido prematuramente a los 49 años de edad. Aquella madre prudente le prohibía a su hija leer novelas. Y si le daba alguna que consideraba buena, Micaela recordaba que “jamás la concluía de leer, porque me decía: Si esto es mentira, no ha sucedido”, abandonando la lectura. En su juventud Micaela acostumbraba visitar a los enfermos y coser para vestir a los pobres. Reunía también en casa a niñas pobres para enseñarles la doctrina católica. Vizcondesa – Silicios bajo sus ropas de seda Absorta en sus devociones y obras de caridad, Micaela llegó a los treinta años sin pensar en el matrimonio. Al fallecer su madre, a la cual estaba muy unida, heredó de ella el título de vizcondesa de Jorbalán. Como se encontraba en los hospitales de Madrid a muchas mujeres que, después de llevar una vida disoluta, sufrían las consecuencias de sus extravíos, le vino la idea de fundar una casa de refugio para redimir a aquellas pecadoras. Fue lo que hizo con sus propios recursos. Hasta cuando estaba en el exterior, ella no dejaba de favorecer a su fundación con consejos y dinero Dice un biógrafo suyo: “Su hermano, el embajador, apreciaba tanto sus exquisitas cualidades de gentileza en el trato, su discreción en el hablar y su oportunidad en todo, que no podía separarse de su compañía. Por complacerle, aceptaba la vizcondesa aquella vida de sociedad, tratando de armonizarla con una intensa vida interior”.1 De ese modo vivió varios años en las principales capitales europeas. Su vida en medio de las grandezas del mundo Ella misma nos cuenta como pasaba sus días: “La mañana, en obras de caridad; el resto del día, en convites, paseo a caballo o en coche, y por la noche, al teatro, tertulias y baile. Añádase a esto el excesivo lujo y regalo en la mesa”.2 Eso, que podría ser una vida de disipación, para ella era ocasión de sacrificios. Pues, bajo los ricos vestidos de seda, llevaba rudos cilicios y en el teatro miraba el escenario con anteojos sin vidrios. Pero no se ceñía a eso, pues ella añade: “Como todo lo que pedía al Señor me lo concedía, le supliqué no ver nada cuando fuera a bailes o tertulias, para no ofenderle ni venialmente, y lo conseguí, de modo que salía del teatro y los salones sin haber perdido un solo momento la presencia de Dios”,3 lo que demuestra su dominio sobre sí misma, conquistado a duras penas. Pues ella misma revela la lucha que tenía que enfrentar para vencer su orgullo y su carácter impetuoso y demasiado altivo. “Llevo en París una vida tan tranquila —dice ella en carta a una amiga—, y tengo una conciencia tan sana, que esto solo debía hacerme feliz si fuese mejor mi condición; pero este geniazo no se doma sin pena”.4 Atravesando barricadas para socorrer a los heridos A veces su caridad exigía una virtud heroica. Por ejemplo, durante los terribles días de la revolución de 1847-1848, cuando una multitud de amotinados invadió las calles de París, levantando barricadas y enfrentando a las fuerzas del orden. El saldo fue la muerte de más de 370 personas, además de innumerables heridos, la caída del rey Luis Felipe y la implantación de la Segunda República. Micaela no dudó en atravesar los fosos y las barricadas para ir a socorrer a los heridos y desamparados. En 1848 regresó a España, dispuesta a seguir el camino que la Providencia Divina le indicase. Mientras tanto continuó vistiéndose con mucho lujo. Un día fue así, toda ataviada, a confesarse. El sacerdote, al oír el frufrú de las sedas, le dijo muy despachadamente: “Viene usted demasiado hueca a pedir perdón a Dios”. Ella se disculpó: “Son las sayas”. El sacerdote replicó: “Pues quíteselas usted”. Al día siguiente la santa se presentó en el extremo opuesto; tan desarreglada que llamaba la atención de toda la iglesia. El sacerdote la increpó nuevamente: “¿Cómo viene usted tan ridícula? Quítese la seda y vístase como todas esas señoras virtuosas que ve usted en la iglesia”. Santa Micaela se mandó hacer entonces un vestido sencillo de lana. Ella poseía un caballo al que apreciaba mucho por su fidelidad y elegancia. Pronto percibió que era un apego muy mundano y confiesa: “Avergonceme de querer tanto a mi caballo, y para quitar este apego a una cosa terrena, le mandé a vender en el mercado”.5 Progreso de su obra apostólica Sin embargo, su obra para la regeneración de mujeres de mala vida iba progresando. El local se ampliaba y el número de las muchachas recogidas crecía. En 1850, Santa Micaela decide ir a vivir junto a ellas. “Su talento organizador, su penetración psicológica, sus dotes de mando y su arte para dominar los espíritus más rebeldes se revelan súbitamente, con estupefacción de todos los que siguen el desarrollo de su obra”.6 Al principio tiene que hacer de todo: cocinar, barrer, coser, enseñar. La familia queda chocada al verla entre gente tan poco calificada, los círculos de la aristocracia le hacen el vacío a su alrededor, y su hermano cae desmayado al ver la pobreza de su cuarto. Al palacio real llega la noticia de que ella “enloqueció”. La reina Isabel II desea verla. Y ahí nace entre ambas una amistad profunda, plenamente aprobada por el confesor de la reina, San Antonio María Claret. Para vencer la menor tentación de mundanismo en estas visitas, Santa Micaela iba pobremente vestida, calzando unas alpargatas a las que tenía natural aversión: “Tuve una gran repugnancia a las alpargatas, y me las puse para ir a ver a la reina”.7 Poco a poco, sin embargo, la obra de la santa comenzó a imponerse a los ojos del público como una fuerza moralizadora y de gran significado religioso y social. Algunas jóvenes de la sociedad se unieron a Santa Micaela, surgiendo así, en 1858, la congregación de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y de la Caridad, para la adoración perpetua del Sacramento del Altar y la regeneración de las mujeres perdidas o de muchachas con riesgo de perderse. Santa indignación – Una sonora bofetada Santa Micaela supo unir la bondad a la energía en el trato con las desgraciadas. Un día le pregunta a una de ellas, que deseaba abandonarla, a dónde iría. Esta le responde descaradamente que iba a regresar al burdel. Al oír aquello, la santa indignada le propina una sonora bofetada en el rostro. La joven se lanzó entonces a sus pies y le dijo: “Solo mi madre me ha castigado así; yo la obedeceré a usted como a ella. Si no se hubiera muerto, no me hubiera perdido”. Una luz interior guiaba a la santa en lo que debía hacer y cómo hacerlo: “Es para mí difícil de explicar, lo diré como sepa; cuando el Señor quiere algo de mí, apremia de un modo muy cierto e interior de que quiere algo”. Así, con aquella verdadera premonición, va de encuentro un día a una joven pensionista y, con gracia, la lleva a su cuarto. Entonces, le pregunta a quemarropa: “¿Qué trae usted en los bolsillos?”. Atónita, la joven responde: “Nada”. Santa Micaela replica: “¿Cómo que nada? Usted tiene veneno”. Examina, pues, el delantal de la colegiala y le encuentra opio en cantidad suficiente para matar a mucha gente. La desgraciada confiesa entonces que tenía el veneno para echarlo en el café que la superiora acostumbraba tomar al mediodía. El demonio se le aparecía bajo diversas formas, la atormentaba con estruendos y empellones y más de una vez la lanzó escalera abajo. Expansión de su obra y final heroico Aprobada por la Santa Sede en 1861, su congregación religiosa seguía creciendo, lo que hacía posible la fundación de otras casas en diversas ciudades de España. En el verano de 1865, llegó a la casa madre de Madrid la noticia de que varias monjas de la casa de Valencia habían sido atacadas por el cólera. Santa Micaela comentó: “Salgo para Valencia, porque no son valientes aquellas hijas y temo que se acobarden al ver tanta mortandad”. La protesta fue general. Las hermanas intentaron disuadirla, señalando el peligro de contagio y alegando de que estaba en juego el futuro de su obra. Santa Micaela les respondió así: “Es inútil; los que hacemos las cosas de Dios, no tenemos miedo a la muerte”. Y partió hacia el campo de batalla. Algunos días después de llegar a Valencia, sintió los primeros síntomas de la peste y comprendió que su vida llegaba al fin. El día 24 de agosto comentó: “Voy a padecer un poco, pero a las doce todo habrá pasado”. Efectivamente, a la medianoche entregó su alma a Dios. Los biógrafos describen a Santa Micaela como severa y maternal, ni muy afectuosa, ni demasiado esquiva, dispuesta a reír cuando se contaba algo gracioso; llena de espíritu y de agradables ocurrencias, enemiga de las lágrimas, aún en el momento de los mayores trances, tranquila en las dificultades, y contenta de ver a las demás contentas. Físicamente no era muy bonita, pero se imponía por su gracia y simpatía, así como por su atractivo sin igual. Tenía un aspecto majestuoso y lleno de una distinción aristocrática. En suma, en muchos rasgos de su cuerpo, así como en su psicología, Santa Micaela recordaba mucho a Santa Juana de Chantal, la cofundadora de las visitandinas. Santa María Micaela del Santísimo Sacramento fue beatificada en 1925 y canonizada en 1934. Su fiesta se celebra el día 24 de agosto. ♦
Notas.- 1. Fray Justo Pérez de Urbel O.S.B., Santa Micaela, o la Madre Sacramento, Ediciones Fax, Madrid, 1945, t. III, p. 422. 2. P. José Leite, Santa Micaela, Santos de cada Día, Editorial A.O., Braga, 1987, t. II, p. 584. 3. Pérez de Urbel, p. 422. 4. Id. Ib. 5. Leite, p. 584. 6. Pérez de Urbel, p. 423-424. 7. Id., p. 427
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