Visión panorámica de los privilegios de la Plinio María Solimeo Presentamos en este artículo algunas consideraciones sobre el papel de la Virgen Santísima en la piedad católica, con el fin de hacerla más conocida, según el deseo expresado por el P. William Faber en su traducción al inglés del Tratado de la Verdadera Devoción, de San Luis María Grignion de Montfort: “¡Oh, si tan sólo se conociera a María, ya no habría frialdad con Jesucristo! ¡Oh, si tan sólo se conociera a María, cuánto más admirable sería nuestra fe, y cuán diferentes serían nuestras comuniones! ¡Oh, si tan sólo se conociera a María, cuánto más felices, cuánto más santos, cuánto menos mundanos seríamos, y cuánto mejor nos convertiríamos en imágenes vivas de Nuestro Señor y Salvador, su amadísimo y divino Hijo!”.1 Maternidad Divina, origen de todos los privilegios marianos La Virgen María es la obra maestra de Dios. Ella es “el paraíso terrestre del nuevo Adán, quien se encarnó en Él por obra del Espíritu Santo para realizar allí maravillas incomprensibles. Ella es el sublime y divino mundo de Dios, lleno de bellezas y de tesoros inefables. Es la magnificencia del Altísimo, quien ocultó allí, como en su seno, a su Unigénito, y con Él lo más excelente y precioso”.2 María fue colmada con una plenitud de naturaleza y de gracias, en previsión de su maternidad divina. Por eso Ella estuvo más unida y más próxima a su Hijo y a su obra redentora que todos los otros seres creados. Esta es la razón por la cual se le debe un culto especial en la piedad católica, o hiperdulía (veneración excelente), que la Iglesia le tributa desde tiempos inmemoriales. Este culto es superior al de dulía (veneración), que se rinde a los ángeles y a los santos, e inferior al culto de latría (adoración), que debemos solamente a Dios. Los santos Padres siempre consideraron la eminente dignidad de Madre de Dios como la fuente, la medida y el fin de todas las perfecciones de María. Cuando quieren hablar de la plenitud de su gracia y de la inmensidad de su gloria, recurren a ese título como a una regla infalible, a partir de la cual se debe juzgar la abundancia de santidad y felicidad que le fue dada. María posee todas las cualidades que son posibles a una mera criatura, y que corresponden a su papel de Madre de Dios y Medianera universal, tal como a Dios le complació realizar. De ese modo, debemos creer que todo privilegio conferido alguna vez a cualquier criatura, con tal que convenga al papel de Madre de Dios, fue también conferido a María, conforme lo enseña San Bernardo, el gran paladín de la devoción a la Santísima Virgen, apoyado en Padres de la Iglesia y otros autores antiguos, entre los cuales San Pedro Crisólogo y San Sofronio, patriarca de Jerusalén.3 “María tuvo desde la Anunciación conocimiento de la divinidad del Hijo que iba a nacer de Ella y de la misión que a Ella personalmente le correspondía; y un conocimiento de tipo verdadero y real, muy superior a todos los conocimientos escolásticos de todos los teólogos. Ese conocimiento inicial, obviamente, no impedía un progreso en la inteligencia del misterio, nada contrario al progreso de su fe viva; pero hace ver que no es un progreso en el sentido de pasar de lo desconocido a lo conocido, sino en el de ir conociendo cada vez mejor lo que Dios le había, desde el principio, revelado”.4 María y la Encarnación del Verbo
Cuando el Padre Eterno, desde toda la eternidad, decretó la Encarnación del Verbo, estableció que el Verbo tomaría un cuerpo mortal y vendría al mundo por vía de generación, naciendo de una madre. Por lo tanto, no sería dado al mundo por vía de simple creación; es decir, por la formación milagrosa de un cuerpo y un alma a los que se uniera la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sin la mínima intervención de una madre. En cuanto al aspecto materno, el Padre Eterno determinó que el Hijo se haría hombre como los demás por la naturaleza, encarnándose en el seno de una madre y tomando una carne pasible y mortal, para rescatar al género humano: tendría así un Padre divino y una madre humana. Es fácil de constatar entonces que el decreto de la Encarnación incluyó siempre el de la Maternidad divina; y que la predestinación de Jesucristo está, desde toda la eternidad, estrechamente unida a la de María. Como Ella solo fue predestinada para Jesucristo, Él fue también predestinado en función de Ella. “En ese mismo comienzo de la historia de la salvación, cuando, como dice la Sagrada Escritura, la sabiduría de Dios planeaba todas las cosas (Ecli 24, 9-11), María estaba ya presente en la mente divina como la Madre de Aquel que iba a ser el Salvador, el autor y el principio de la Nueva Creación. Veía Dios, en su conocer eterno, a Adán, acogiendo la invitación de Eva, rebelarse contra Él y condenarse a la esclavitud del pecado; y veía también a Cristo, nacido de María, rehaciendo con su perfecta obediencia la armonía de lo creado y llevándola a la plenitud de la consumación a la que la liberalidad divina la destinaba”.5 Consecuentemente ellos no pueden ser jamás separados, están juntos en el tiempo, en la eternidad, en la consumación de los siglos. Por ello, es por María que siempre se va y siempre se vuelve a Jesús. Ella es el camino más corto y más seguro para llegar a Cristo, y por Cristo a Dios Padre. Un jesuita (que escribe bajo el seudónimo de A.M.D.G.)6 hace notar muy bien que la propia Madre de Dios fue sometida, como los ángeles, a una elección espiritual radical. A la solicitud del arcángel Gabriel, Ella podría responder como los ángeles malos: Non serviam – ¡No serviré!. Al contrario, abrasada del amor de Dios, Ella respondió con un Fiat (hágase) amoroso y total. Enseñan los grandes Doctores que, en el instante en que los ángeles fueron invitados a participar de la vida divina, Dios les habría revelado su futura dependencia con relación al Verbo Encarnado, así como con relación a María Santísima, “llena de gracia” (Lc 1, 28). Aunque siendo una simple criatura humana, por su excelsa dignidad de Madre de Dios, Ella ocuparía junto a su divino Hijo una posición por encima de todos ellos, y ellos tendrían de servirla. Muchos de los espíritus angélicos —un tercio de ellos, según se deduce del Apocalipsis7— son los demonios, que prefirieron el non serviam. La reacción de los ángeles rebeldes es descrita muy bien por Fray Bernard-Marie O.F.S: “Para su puro espíritu, eso constituía ciertamente una prueba, porque equivalía a pedirles que dejaran un orden bello y bueno en sí, para someterse a otro orden paradójico, que no podía tener coherencia sino en el Amor divino, yendo más allá de todas las exigencias de una naturaleza creada. Para adherir a tal plan, era necesario que ellos abandonaran su juicio de criaturas y aceptasen colocarse, con toda confianza, en lo que les proponía su Creador. Ese acto de amor sobrenatural era para ellos, al mismo tiempo, ocasión de mérito y de cooperar libremente con su destino de eterna bienaventuranza. Ciertos místicos argumentaron que los ángeles, en el acto que practicaron de abandono a la voluntad de Dios en ese instante de elección, fueron confortados por lo que percibieron del ser inmaculado de su futura Reina, al mismo tiempo tan humilde y tan próxima del Altísimo. Al revés del orden sobrenatural de la caridad comunicante, [los ángeles malos] prefirieron quedarse como pequeños ‘dioses’ solitarios frente al gran Dios trinitario, pero definitivamente fuera de su vista. ‘Así es como —concluye Santo Tomás— pecaron los ángeles, los cuales, por el libre albedrío, se inclinaron al propio bien sin someterse a la regla de la voluntad divina’ (Summa Teológica, Ia, q. 63, art. 1, ad 4)”.8 En lugar de formar el cortejo de aquella que sería la Reina de los ángeles y de los santos, los ángeles malos pasaron a promover insidias contra los hijos y devotos de María, conforme lo resalta San Luis María Grignion de Montfort en su famoso Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen. María, superior por la gracia a los querubines y serafines Santo Tomás de Aquino, en su comentario del Avemaría, hace notar que jamás se había oído decir, antes de la Anunciación, que un ángel se hubiese inclinado frente a una criatura humana. San Gabriel, sin embargo, lo hizo delante de la Santísima Virgen. ¿Por qué? Si él lo hizo al saludarla, es porque María, aunque mera criatura humana, le era superior por su plenitud de gracia y familiaridad con Dios, sobre todo por su dignidad de futura Madre de Dios. Ella había sido destinada a reinar en el cielo, por encima de los ángeles y santos. Este trecho del Doctor Angélico es así desarrollado por el conocido teólogo francés P. Réginald Garrigou-Lagrange O.P.: “La gracia habitual, que recibió la bienaventurada Virgen María en el instante mismo de la creación de su alma santa, fue una plenitud, en la cual se verificó ya lo que el ángel debía decirle en el día de la Anunciación: ‘Dios te salve, llena de gracia’. Esto mismo afirma, con la Tradición, Pío IX al definir el dogma de la Inmaculada Concepción. Dice que María, desde el primer instante ‘ha sido amada por Dios más que todas las criaturas «præ cœteris creaturis», que se complació plenamente en ella y que la colmó superabundantemente con todas sus gracias, más que a todos los espíritus angélicos y que a todos los santos’ (Bula Ineffabilis Deus, 1854). “Supera, en fin, a los ángeles en pureza, aunque sean espíritus puros, pues no era sólo purísima en sí misma, sino que daba ya la pureza a los demás. No sólo estaba exenta de pecado original y de toda falta mortal o venial, sino también de la maldición debida por el pecado: ‘Con dolor darás a luz… y volverás al polvo’ (Gén 3, 16-19). Concebirá al Hijo de Dios sin perder la virginidad, lo llevará con un santo recogimiento, lo dará a luz con alegría, será preservada de la corrupción del sepulcro y será asociada por la Asunción a la Ascensión del Salvador. “Un poco después, se dice en la misma bula, que según los Padres, María es superior por la gracia a los querubines, a los serafines y a todo el ejército de los ángeles, omni exercitu angelorum, es decir, a todos los ángeles reunidos”.9 Es lo que afirma San Germán, dirigiéndose a María: “Tu honorífica dignidad te colocan en puesto superior a todo lo creado; tu sublimidad te hace superior a los ángeles”.10 Mediación junto al único Mediador de todas las gracias
San Bernardo enseña que es una ley general de la Divina Providencia que, en lo que concierne a la salvación de los cristianos, todas las gracias pasen por las manos de María (Serm. III in vigilia Nativitatis Domini); y que Dios puso en María la plenitud de todo bien, de tal forma que supiéramos que todo lo que hay en nosotros de esperanza, gracia y salvación, de Ella proviene (Serm. in nativitati B.V.M., de aquæductu, 6 se., col. 441).11 Así, incluso las gracias conferidas en los sacramentos son obtenidas por la intercesión de María, en el sentido de que por medio de ella vienen las disposiciones con que los recibimos, y de las cuales depende la producción sacramental de la gracia.12 Su mediación no obstante es de intercesión, pues recibe toda su eficacia de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único y verdadero Mediador, y Ella la mediadora para con el Mediador, según las palabras de León XIII: “Es imposible concebir que nadie para reconciliar a Dios y a los hombres haya podido o en adelante pueda obrar tan eficazmente como la Virgen. A los hombres que marchaban hacia su eterna perdición les trajo un Salvador, al recibir la nueva de un misterio pacífico que el Ángel anunció a la tierra, y dar admirable consentimiento en nombre de todo el género humano. De Ella nació Jesús. Ella es su verdadera madre, y por ende digna y gratísima mediadora para con el Mediador” (Encíclica Fidentem piumque, del 20 de diciembre de 1896). En la encíclica Quamquam pluries, del 15 de agosto de 1889, el mismo Pontífice la llama “Madre de todos los cristianos”, a quienes dio a luz en el Calvario en medio de los sufrimientos extremos de su Hijo. En la encíclica Magna Dei matris, del 1º de setiembre de 1892, celebra a María como madre de misericordia, de tal modo dispuesta con relación a nosotros, que en todas nuestras necesidades, sobre todo en lo que atañe a la adquisición de la vida eterna, Ella viene siempre prontamente en nuestro socorro, aún sin ser solicitada. San Pío X, en la encíclica Ad diem illum (2 de febrero de 1904), afirma que las gracias de las cuales María Santísima fue establecida dispensadora nos fueron adquiridas por la muerte y por la sangre de Jesucristo. Y añade que Jesús, por derecho, es el dispensador de ellas, una vez que son el fruto exclusivo de su muerte. Sólo Él es el Mediador principal entre Dios y los hombres. Él es la fuente, y es de su plenitud que nosotros recibimos todo en abundancia. Nuestra Señora es apenas el acueducto (o el cuello), por el cual Cristo, la cabeza, comunica a todo el Cuerpo Místico los dones espirituales. El Santo Pontífice pregunta: “¿No es María Madre de Cristo? Por tanto, también es madre nuestra. Pues cada uno debe estar convencido de que Jesús, el Verbo que se hizo carne, es también el salvador del género humano”. Y concluye que todos nosotros —que estamos unidos a Nuestro Señor, y que somos miembros de su cuerpo, partícipes de su carne y sus huesos, como dice San Pablo en su epístola a los Efesios (5, 30)— salimos del seno de María como un cuerpo espiritual unido a Jesús, nuestra cabeza.13 “Bella como la luna, brillante como el sol” Es por ello que la Santa Iglesia, guiada por el divino Espíritu Santo, no tiene dificultad en aplicar a María textos de diversos libros de la Escritura. Así, en el Cantar de los Cantares pregunta admirado el escritor sacro: “¿Quién es esta que sube del desierto, como columna de humo, perfumada con mirra y olíbano, con tantos aromas exóticos?” (3, 6). Por lo que Dios Padre, arrobado con la obra maestra de su creación, exclama: “¡Toda bella eres, amada mía, no hay defecto en ti!” (4, 7). Aplicando a María las palabras de los judíos agradecidos a Judit, se puede decir con toda convicción: “Tú eres la gloria de Jerusalén, tú eres el orgullo de Israel, tú eres el honor de nuestro pueblo” (15, 9). Varias de las prerrogativas de María Santísima se encuentran proféticamente previstas en el libro del Eclesiástico, conforme lo enseña la Iglesia: “Como terebinto extendí mis ramas, un ramaje de gloria y de gracia. Como vid lozana retoñé, y mis flores son frutos bellos y agradables. Yo soy la madre del amor hermoso y del temor (de Dios), del conocimiento y de la santa esperanza, me doy a todos mis hijos, escogidos por él desde la eternidad. Venid a mí los que me deseáis, y saciaos con mis frutos. Pues mi recuerdo es más dulce que la miel, y mi heredad más dulce que los panales. Los que me comen todavía tendrán hambre, y los que me beben todavía tendrán sed. Quien me obedece no pasará vergüenza, y los que se ocupan de mí no pecarán” (24, 16-22). En ese mismo capítulo del Eclesiástico, el autor sacro pone proféticamente en los labios de la Santísima Virgen: “Yo salí de la boca del Altísimo, y como niebla cubrí la tierra. Puse mi tienda en las alturas, y mi trono era una columna de nube. Sola recorrí la bóveda del cielo y me paseé por la profundidad del abismo. Goberné sobre las olas del mar y sobre toda la tierra, sobre todos los pueblos y naciones” (24, 3-6). Todo esto supone que la concepción de Nuestra Señora estaba en la mente del Altísimo desde toda la eternidad. Por eso el libro de los Proverbios pone también proféticamente en sus labios: “El Señor me creó al principio de sus tareas, al comienzo de sus obras antiquísimas. En un tiempo remoto fui formada [en la mente divina], antes de que la tierra existiera. Antes de los abismos cuando fui engendrada, antes de los manantiales de las aguas. Aún no estaban aplomados los montes, antes de las montañas fui engendrada. No había hecho aún la tierra y la hierba, ni los primeros terrones del orbe. Cuando colocaba los cielos, allí estaba yo; cuando trazaba la bóveda sobre la faz del abismo; cuando sujetaba las nubes en la altura, y fijaba las fuentes abismales; cuando ponía un límite al mar, cuyas aguas no traspasan su mandato; cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él [...] Por tanto, hijos míos, escuchadme: dichosos los que siguen mis caminos; escuchad la instrucción, no rechacéis la sabiduría. Dichoso el hombre que me escucha, velando día a día en mi portal, guardando las jambas de mi puerta. Quien me encuentra, encuentra la vida y alcanza el favor del Señor” (8, 22-35). Según el libro del Génesis, el cuarto día de la creación del mundo Dios formó dos grandes luminarias en el cielo: una, mayor, para presidir el día, que es el sol; otra menor, la luna, para presidir la noche. Esto es una figura de lo que Él debía realizar según el plan de la Redención, dando a Jesús y María al mundo: Jesús, como el soberano sol de la Iglesia, la primera y más fulgurante luz de nuestras almas y el verdadero sol de justicia, del cual toda luz deriva. Y María, la bella luna, no obstante incapaz de cambio o de eclipse, libre de toda mancha, luz bienhechora que refleja de una manera feliz sobre las almas los rayos del sol divino. Por eso, admirado con el reflejo de esta alma cristalina, pregunta otra vez el escritor sacro: “¿Quién es esta que surge como la aurora, bella como la luna, resplandeciente como el sol, terrible como un ejército en orden de batalla?” (Cant 6, 10). Fue también a una mujer vestida de sol que San Juan vio en el Apocalipsis: “Un gran signo apareció en el cielo: una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (12, 1). Evidentemente María Santísima no estaba en Dios con su ser natural, sino con su ser ideal, por el amor que Dios le tenía, por el deseo que tenía de formarla, por la elección que hacía de ella para Madre de su Hijo. Ella no tenía vida en sí misma, sino estaba viva en Dios, por Jesucristo, de la cual sería Madre. Para considerar a María Santísima vista en la Sagrada Escritura, es necesario ver esa luz en toda su extensión, considerándola en la secuencia de los siglos que la precedieron, en los cuales Ella tuvo sus figuras y esbozos; y buscar aún en la inmutable eternidad, donde por su elección y predestinación Ella ya estaba en los planes de Dios, y así vivía en la mente de Dios antes de recibir una vida mortal en la tierra.14 Prefiguras de María en el Antiguo Testamento
María Santísima fue prometida a los Patriarcas, predicha por los Profetas, figurada por los más bellos símbolos y por las más ilustres personas de la Antigua Ley. Ya en el Génesis (3, 15) Ella es predicha cuando Dios maldice a la serpiente: “Pondré enemistades entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la posteridad de ella. Ella te pisará la cabeza y tu armarás insidias a su calcañar”. Fue a Ella a quien Dios prometió a Abraham, a Isaac, a Jacob y a David cuando les aseguró que vendría un Salvador “que sería de su propia semilla”, es decir, que nacería de una de sus hijas. O sea, de la Santísima Virgen. Fue a Ella también a quien Isaías predijo cuando afirmó que “brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago” (11, 1). Y que “una virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel” (7, 14). Los santos Padres y los buenos teólogos, tanto antiguos cuanto modernos, aplican a María Santísima todo lo que hay de más honrado y más notable en el Antiguo Testamento. Así ellos la llaman el Edén y el Jardín de las Delicias en el cual el nuevo Adán escogió su morada; el Árbol de la vida, plantado en medio del paraíso, y sólo ella es digna de portar el fruto de la salvación; la Fuente clarísima que nació en la tierra para regar su superficie; el Arca de Noé, en la cual el mundo se salva del diluvio del pecado. Y así se podría extender indefinidamente la aplicación, a la Madre de Dios, de innumerables figuras simbólicas del Antiguo Testamento. Ella es comparada también a la sabia Rebeca; a la bella Raquel; a la piadosa María, hermana de Moisés; a Débora, que marchaba al frente de los ejércitos de Dios; a la virtuosa Ana, madre de Samuel; a la prudente Abigaíl, que preservó su casa del furor de David; a la casta Judit, que cortó la cabeza de Holofernes; a la santa reina Ester, que obtuvo la muerte del soberbio Amán y aplacó la cólera de Asuero contra su pueblo. La Santísima Virgen en el Nuevo Testamento Las referencias bíblicas directas a la Santísima Virgen, aunque no son muy numerosas, son muy significativas. En el Nuevo Testamento San Lucas presenta a Nuestra Señora como la figura central del Evangelio, cuando trata de la infancia. Él la menciona también en los Hechos de los Apóstoles, al narrar la vida naciente de la Iglesia. San Juan habla de su papel primordial en las bodas de Caná, y la venera al pie de la Cruz en el momento ápice de la vida de su divino Hijo. Los Evangelistas, que podrían haberse extendido largamente sobre los méritos y alabanzas de esta augusta Reina, juzgaron que eso no era necesario; pues, al decir que nació en su seno virginal Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que la reconoció y amó como madre, expresando abreviadamente todo cuanto se podría decir. No hay en tu Madre mancha alguna Señala el Pequeño Oficio de la Inmaculada Concepción: “Convenía, ciertamente, que la Madre de tan noble Hijo no tuviese de Eva la mancha y resplandeciese con todo el brillo. Y habiendo el Verbo escogido por madre a la Virgen casta, no quiso que estuviese sujeta a la culpa que el mundo arrastra”. Es el sentir de la Iglesia que desde el momento de su Concepción, y en previsión de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo, Dios intervino preservando a la Santísima Virgen de toda mancha de culpa original. Es lo que afirma el beato Pío IX en su ya citada bula Ineffabilis Deus. San Efrén, en el siglo V, exclamaba: “Tú (Cristo) y tu Madre, sólo vosotros ciertamente sois completa e integralmente hermosos. No hay en Ti, oh Señor, y tampoco en tu Madre, mancha alguna”.15 “La idea, pues, de Inmaculada Concepción de María implica varios elementos entre los cuales hay que destacar como esenciales: a) la consideración de la humanidad entera como sometida al pecado original; b) una inmunidad del mismo y de todas sus consecuencias en María, por una singular gracia divina; c) esa inmunidad se realiza en el primer instante del ser de María; y se realiza a modo de preservación de algo que no se contrae, y no de mera liberación de algo ya contraído”.16 De otro lado, “los privilegios que Dios ha otorgado a María, y que constituyen otros tantos dones que Dios nos otorga a todos los cristianos, ya que Ella es Madre nuestra: Inmaculada Concepción, Plenitud de gracia, Santidad excelsa, Virginidad, Asunción a los cielos, Maternidad espiritual, Corredención, Mediación e Intercesión universales, Realeza. El sentido preciso de esos diversos privilegios, y la relación de la misión de María con la de Cristo, de la que deriva, depende y participa […] todos ellos configuran a María como la criatura más perfecta salida de las manos de Dios y vivificada por la gracia de Cristo, el tipo, símbolo y prenda acabada de nuestra esperanza”.17 Por lo cual, al explicar la salutación Ave, llena de gracia (Lc 1, 28), dice Pío IX: “con este singular y solemne saludo, nunca antes oído, se quiere significar que la Madre de Dios ha sido sede de todas las gracias divinas, adornada con todos los carismas del Espíritu Santo, y aun tesoro casi infinito y abismo inagotable de ellas, de manera que nunca estuvo sujeta a maldición”.18 La devoción a la Madre de Dios en la historia
Desde los primeros apócrifos llamados “marianos”, de la primera mitad del siglo II, la Santísima Virgen es presentada como dotada de eminente y singular santidad, reconocida y confesada por el pueblo cristiano. San Ignacio de Antioquía, que murió el año 107, hablaba claramente de la virginidad de María: “Al príncipe de este mundo se le ocultó la virginidad de María, y su parto, así como también la muerte del Señor. Tres misterios portentosos obrados en el silencio de Dios” (Ad Ephesios 19, 1).19 El concilio de Éfeso, 431, definió el dogma de la maternidad divina de María. A consecuencia de ello, se difundió y se dilató el culto a María Santísima en todo el Oriente y Occidente cristianos, siéndole dedicadas las primeras basílicas e iglesias. La piedad cristiana de la época se manifestaba especialmente en la contemplación de María en la gloria de su maternidad divina y en su triunfo: Theotokos (Madre de Dios), cantaba el pueblo alegremente por las calles de Éfeso cuando tuvo lugar la proclamación del dogma, y esta invocación se convirtió en la predilecta de los fieles. De ahí la difusión de las imágenes de María Reina que nos presenta a Cristo, y la importancia que adquiere la fiesta de la Asunción. Pasando para la Edad Media (la dulce primavera de la fe, según la linda expresión del conde de Montalembert), a los cristianos les gustaba fijar la mirada, con admiración y encanto, en los aspectos humanos y maternales de María Santísima, en su intercesión y en su maternal sonrisa. Asimismo, en la Madre Dolorosa, en su compasión por nosotros en lo alto del Calvario: “Stabat Mater Dolorosa juxta crucem lacrimosa…”. Clímax de la devoción mariana En aquella época de fe, se produce un auge del culto mariano. En todas partes se yerguen las imponentes catedrales, verdaderas joyas de piedra consagradas a la Madre de Dios. Asimismo por todas partes afloran santuarios dedicados a Ella, que se vuelven centros de peregrinación; se multiplican las imágenes e invocaciones marianas; se predica sobre su excelencia y su poder de intercesión. Fue en aquella época que, por la influencia de la sociedad feudal y caballeresca, surgió la invocación —hoy tan familiar— de “Nuestra Señora” (así como la de “Nuestro Señor”). Los vasallos honraban y servían a su señor y a su señora, y con mucho más empeño honraban y servían a su supremo Señor, Jesucristo, y a su Madre Santísima, la Señora por excelencia. A partir de la época medieval, cuando se habla de María como Madre de los hombres y de la Iglesia, o de su maternidad espiritual, no se hace otra cosa que expresar en otras palabras lo que señalan las pocas pero enormemente significativas referencias que le dispensan los libros sagrados y las enseñanzas de la Tradición. En la época de la seudoreforma (impulsada a partir de Lutero), la teología y la piedad católicas acentuaron de modo particular la cooperación de María en la Redención, en respuesta a los ataques protestantes.20 Devoción a María Santísima en la época barroca En el período barroco, se volvió a poner en realce a la Virgen dolorosa. Para oponerse al rigorismo frío e implacable de los jansenistas, la Providencia suscitó el culto al Sagrado Corazón de Jesús, al lado de la devoción al Inmaculado Corazón de María, que tuvo en San Juan Eudes a su paladín. Casi al mismo tiempo, San Luis María Grignion de Montfort sistematizó y popularizó la sagrada esclavitud de amor a la Santísima Virgen, en su célebre y siempre actual Tratado de la verdadera devoción, tal vez la obra más perfecta de devoción mariana. La teología y la piedad meditaron sobre la Inmaculada Concepción, surgiendo sus ardientes defensores. Culto mariano en la época contemporánea Durante el llamado “siglo de las luces” (nombre forjado para esconder la impiedad de la época), el gran Doctor de la Iglesia San Alfonso María de Ligorio predicó Las Glorias de María, asignando este título a uno de sus libros más populares. Los siglos posteriores vieron consolidarse a todas esas devociones; se multiplicaron las festividades litúrgicas en honor de María Santísima, creciendo la literatura mariana. Se desarrolló la teología mariológica o Mariología, que culminó con las grandes definiciones dogmáticas de la Inmaculada Concepción (1854) y de la Asunción de la Virgen a los cielos (1950). “A lo largo de estos siglos de historia […] no sólo en su conjunto, sino en sus detalles, la devoción y el culto marianos no han sido más que la expresión de las exigencias de la fe […] subrayando más uno u otro aspecto, pero manteniendo siempre el tono central que armoniza y reduce a unidad las diversas voces”. 21 Medianera de todas las gracias y Corredentora
La Tradición y el Magisterio son unánimes en describir el ejercicio de la realeza de María Santísima, y en afirmar la eficacia de sus peticiones como Madre y Corredentora, lo que la convierten en la omnipotencia suplicante. Benedicto XV llega a decir que la Santísima Virgen: “de tal modo ha sufrido y casi muerto con el Hijo paciente y moribundo; de tal modo abdicó de sus derechos al Hijo por la salvación de los hombres, y lo inmoló para aplacar la justicia de Dios, por lo que a Ella se refería, que se puede decir justamente que Ella con Cristo redimió al género humano”.22 Pío XII llama a María “generosa asociada del divino Redentor” (Const. Munificentissimus Deus); y en su encíclica Haurietis aquas, escribe: “Por voluntad de Dios, en la realización de la redención humana, la Santísima Virgen estuvo inseparablemente unida con Cristo, de modo que, de la caridad de Jesucristo y de sus tormentos, íntimamente unidos con el amor y los dolores de su Madre, ha procedido nuestra salvación”.23 Por ello, el análisis de los testimonios de la Tradición y del Magisterio nos lleva a concluir que María Santísima es nuestra Madre en el orden de la gracia, nuestra intercesora, que no cesa de ocuparse de los pecadores como Medianera de todos los dones divinos, y finalmente como Corredentora. Concluyamos con las bellas palabras del gran doctor mariano, San Luis María Grignion de Montfort: “Conviene, pues, que no te quedes ocioso, sino que actúes como el buen siervo y esclavo. Es decir, que apoyado en su protección, emprendas y realices grandes empresas por esta augusta Soberana. En concreto, debes defender sus privilegios cuando se los disputan; defender su gloria cuando la atacan; atraer, a ser posible, a todo el mundo a su servicio y a esta verdadera y sólida devoción; hablar y levantar el grito contra quienes abusan de su devoción para ultrajar a su Hijo y —al mismo tiempo— establecer en el mundo esta verdadera devoción; y no esperar, en recompensa de tu humilde servicio, sino el honor de pertenecer a tan noble Princesa y la dicha de vivir unido, por medio de Ella, a Jesús, su Hijo, con lazo indisoluble en el tiempo y la eternidad”.24 ♦ Notas.- 1. Frederick William Faber C.O., in http://mercaba.org/Libros/HUPPERTS/1_todo_ de_maria.htm. 2. San Luis María Grignion de Montfort, Obras, Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, BAC, Madrid, 1984, n° 6, p. 275. 3. Cf. Joaquín M. Alonso C.M.F., Maternidad espiritual, mediación y corredención, in Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1973, t. XV, p. 93. 4. Joaquín M. Alonso C.M.F., María y la obra de la redención, Maternidad divina de María, in Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1973, t. XV, p. 79. In www.mercaba.org/Rialp/M/maria_ii_1.htm. 5. José Luis Illanes Maestre, María en la doctrina y en la vida de la Iglesia, in Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1973, t. XV, p. 74. 6. A.M.M.G., Les Anges de Dieu Amis des hommes, cap. 8, in www.spiritualite-chretienne.com/anges/ange-gardien/ref-09.html. 7. “Y apareció otro signo en el cielo: un dragón rojo que tiene siete cabezas y diez cuernos, y sobre sus cabezas siete diademas, y su cola arrastra la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra” (12, 3-4). 8. Cf. Bulletin de L’Oeuvre des Compagnes, nº 205, Enero-Marzo de 2003, in www.spiritualite-chretienne.com/anges/ange-gardien/ref-14.html. 9. Réginald Garrigou-Lagrange O.P., La Madre del Salvador y nuestra vida interior, Ediciones Desclée De Brouwer, Buenos Aires, 1954, p. 61-67. 10. San Germán, Hom. 2, in Dormitionem Beatae Mariae Virginis: PG 98, 354B, apud Pío IX, Bula Ineffabilis Deus. 11. Cf. E. Dublanchy, Marie Médiatrice: obtention de la Grace, art. Marie, in Dictionnaire de Théologie Catholique, Letouzay et Ané, París, t. IX, col. 2399. 12. Cf. Dublanchy, op. cit., col. 2403. 13. Cf. Dublanchy, op. cit., col. 2405-2406, in http://es.catholic.net/op/articulos/15046/pio-x-ad-diem-illud-laetissimum.html. 14. Cf. Les Petitis Bollandistes, Vie de la très sainte Vierge Marie, in Vies des Saints, Bloud et Barral, París, 1882, t. XVI, p. 84. 15. Joaquín M. Alonso C.M.F., Concepción Inmaculada, in Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1973, t. XV, p. 81. 16. Alonso, op. cit., Concepción Inmaculada, p. 80. 17. Illanes, op. cit., p. 75. 18. Apud. Alonso, Concepción Inmaculada, op. cit., p. 81. In www.mercaba.org/Rialp/M/maria_ii_2.htm. 19. Apud. Alonso, Virginidad, in Gran Enciclopedia Rialp, Madrid, 1973, t. XV, p. 87. In www.mercaba.org/Rialp/M/maria_ii_4.htm. 20. Cf. Dublanchy, op. cit., col. 2393. 21. Illanes, op. cit., p. 75. 22. Apud. Alonso, Maternidad espiritual…, op. cit., p. 95. In www.mercaba.org/Rialp/M/maria_ii_6.htm. 23. Denz. Sch. 3926, apud Alonso, Maternidad espiritual…, op. cit., p. 95. 24. Montfort, op. cit., nº 265, p. 389-390.
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