SOS Familia Conversación íntima entre una madre y su hijo

Luego de exponer los planes del Creador, continuamos con la transcripción de otros interesantes capítulos del libro “Energía y Pureza”

Mons. Tihamér Tóth

Escucha la conversación íntima que sostuvieron un muchacho y su madre, muy prudente por cierto, que prefirió contestar ella misma con toda sinceridad a las preguntas de su hijo antes que él pidiera explicaciones a sus compañeros.

—“Mamá —preguntó a su madre un muchacho del primer año de secundaria—, ¿cómo era yo, de qué tamaño, cuando era muy pequeño?”.

—“¿Cuando eras muy, muy pequeño? ¡Oh, entonces eras como un punto! Más pequeño que la cabecilla de un alfiler. Tan solo con lupa habrían podido descubrirte”.

—“¡Dios mío! —exclama el muchacho—. ¡Pues entonces cualquiera me habría podido pisar!”.

—“Sí, así es —contesta la madre—. Todo ser viviente, al principio, es un punto diminuto, pequeño germen, semilla, que es necesario esconder, como se esconde la simiente bajo la tierra, para que esté resguardada, al empezar a crecer. Y, ¿ves?, el Dios bondadoso veló también por ti, para que no te sucediera nada mientras eras tan pequeño. Te preparó un lugar recóndito en mi propio cuerpo, bajo mi corazón. Un nido caliente, blando, resguardado, para que allí pudieras crecer seguro y tranquilo”.

—“Y ¿yo podía comer allí, mamá? ¿Y respirar?”.

—“Todo esto lo hacía yo en tu lugar. Durante aquel tiempo comía más para ser más fuerte y darte fuerza a ti. Lo que comía se transformaba en sangre, y la sangre corría hacia ti para alimentarte”.

—“Pero mamá, ¿sabías que yo estaba allí, en aquel lugar resguardado?”.

—“¿Si lo sabía? ¡Oh!, hijito, ¡y cómo lo sabía! Algunas veces ya sentía tus movimientos, y entonces empezaba a hablarte: “¡Buenos días, pequeñín! ¿Ya estás despierto? Tu mami está velando, vela por ti, piensa en ti. Anda creciendo, robusteciéndote, para que cuando seas bastante fuerte puedas salir del lugar resguardado y yo pueda verte con gran gozo”.

“Tú me miras ahora con unos ojos tan abiertos, que no parece sino que es la primera vez que oyes estas cosas. Y, sin embargo, las sabías; solo que no las comprendías. ¿No rezamos juntos todos los días en el Avemaría: ‘…y bendito es el fruto de tu vientre Jesús?’ ¿Pues ves? Así como la manzana es el fruto del manzano, así también el niño es el fruto de las madres. Pero como quiera que el niño vale más que la manzana, por esto Dios nuestro Señor quiere velar más por él. Por esto está escondido durante mucho tiempo en aquel lugar caliente, blando, resguardado, allí, debajo del corazón de la madre”.

—“¿Y cuánto tiempo estuve yo allí, mami?”.

—“También lo sabes. ¿Cuándo se celebra la fiesta de la Anunciación?; ¿cuándo saludó el ángel a la Virgen María y le hizo saber que tendría un hijo? El 25 de marzo, ¿verdad? ¿Y cuándo celebramos el Nacimiento de Jesús? El 25 de diciembre. ¿Cuánto tiempo hay entre estas dos fechas? Nueve meses.

“También sabes en qué día se celebra la Inmaculada Concepción de María: el 8 de diciembre. ¿Y cuándo es el día de su nacimiento?: el 8 de setiembre. El lapso de tiempo que media entre ambas fechas también es de nueve meses. ¿No es verdad que sabías estas cosas? Solo que no prestabas atención en ellas, y yo no te hablaba de ellas hasta que has llegado a ser un muchachito crecidito. Ahora ya lo sabes.

La Anunciación (detalle), Bartolome Murillo, c. 1660 – Óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid

“Durante aquellos nueve meses, yo rezaba muchísimo, porque quería que tú también fueras muchacho piadoso, devoto, entregado a Dios. Siempre estaba de buen humor, siempre me sonreía, porque quería que tú también fueras así. Así ibas creciendo, robusteciéndote de día en día. Y cuando ya fuiste bastante fuerte, se abrió un día la puerta del lugar resguardado y tú saliste, tú naciste. Muchos dolores me costó, pero no importa. Porque tú, al llegar al aire, gritaste fuerte, lloraste; te pusieron en mis brazos y yo te estreché contra mi corazón; también yo lloraba, pero de alegría; te besaba y te besaba… Ahora ya sabes por qué te quiero tanto”.

—“Sí, mamá, y también sé ahora por qué te quiero mucho más —dijo el muchacho— que a cualquiera en este mundo”, y con lágrimas de gratitud en los ojos abrazó a su madre.

Pensamientos serios

Basta una breve meditación para que nuestra alma se sienta presa de emoción y admiración sin medida ante el magnífico pensamiento del Creador. ¡Cuán sublime es el plan de Dios!

No quiso crear a todos los hombres en estado de desarrollo, como a Adán y Eva, porque, de hacerlo así, ¡cuán extraño, cuán frío, cuán árido sería todo en torno nuestro! No habría familia, ya que esta se forma del padre, la madre y los hijos. No tendríamos padre, ni madre, ni hermanos, ni parientes. Cada cual estaría solo en el mundo. Naturalmente, el uno no amaría al otro, no habría con quién compartir nuestras alegrías, con quien explayarnos en nuestras penas.

Y no habría niños en el mundo. El solo pensarlo nos causa extrañeza; todos serían señores graves, con barba, o respetables damas. No resonaría la casa con las carcajadas propias de los pequeños que juegan. No habría niñez, y nos serían desconocidas las innumerables, deliciosas, despreocupadas alegrías de la edad infantil.

¡Qué indecible amor el de Dios, al escoger justamente esta manera de conservar la especie humana! Directamente solo creó al primer hombre y a la primera mujer; pero dio a estos dos, y mediante ellos a todos los demás, algo de su propia fuerza creadora; estableció que fueran ellos los que diesen vida corporal a los demás hombres.

¡Plan admirable, santo, sublime, del Dios creador! ¡Qué profundo respeto nos merece su santa voluntad: que en la labor de renovar continuamente la humanidad —labor en cierto modo creadora— haya querido la colaboración del hombre! Y a la par, ¡con qué rigor nos obliga su severo mandato, el de emplear nuestros cuerpos para el fin santo a que Él los destinó, para renovar y conservar la especie, para que nazca de la unión amorosa del hombre y la mujer un nuevo ser; y de buscar este fin solamente dentro del marco que Él trazó desde el principio, dentro del matrimonio indisoluble de un hombre con una mujer!

En la naturaleza no hay fuerza más sublime, más noble, que la de transmitir la vida. También el hombre tiene este poder, el de dar vida a nuevos hombres; pero así como el alma levanta al hombre a alturas inconmensurables sobre los demás seres visibles, así también el hombre ha de levantar, con el cumplimiento exacto de la ley moral, esta fuerza creadora, sacarla del círculo meramente material y sublimarla a la altura del mundo espiritual.

Renunciaríamos a nuestro más hermoso privilegio, a “nuestra naturaleza racional”, si consintiéramos en nosotros una sola manifestación de la vida corporal sin referencia a un fin espiritual digno, sin elevarla por encima de la actividad meramente animal.

Por lo tanto, estimado joven, piensa en este misterio de la vida con la más profunda gravedad; no escuches conversaciones licenciosas relativas a este punto, ni hables tú en este sentido. No mires ni toques sin motivo los órganos que Dios destina a tan altos fines. Cuida, eso sí, de su aseo.

Solamente en el matrimonio la vida sexual es santa, porque solo en él no causa detrimento a la parte más noble del hombre: el alma

El plan del Creador es que todos, sin excepción, conserven pura el alma y puro el cuerpo hasta el matrimonio; y si algunos, por un fin más excelso —como, por ejemplo, los sacerdotes, por la salvación de las almas; o algunos sabios, por amor a la ciencia—, no se casan, han de vivir en castidad hasta la muerte.

Dios no permite la unión de ambos sexos sino dentro de las formas por Él prescritas; es a saber, en el matrimonio indisoluble; y aun en este, solo con el fin primario de dar vida al hijo.

Quienquiera que use de otra manera del cuerpo (tanto a solas como en compañía de otro), con el fin de procurarse goces y placeres, peca gravemente contra sí mismo, contra la sociedad humana, contra la misma naturaleza y contra la voluntad santísima del Creador.

A uno que otro joven puede ocurrírsele este pensamiento: ¿Cómo es posible que la vida sexual sea una cosa lícita, una cosa santa dentro del matrimonio, y se la tilde de cosa mala y de pecado fuera del mismo? ¿Cómo es posible?, y sigue dándole vueltas y más vueltas: Una cosa o es siempre pecado o no lo es nunca.

La respuesta es fácil. Fue Dios quien creó el cuerpo y sus órganos, quien regaló el instinto y la vida sexuales; por tanto, el instinto en sí es recto, su actividad no es mala; lo que hace Dios, forzosamente es bueno. El malo es el hombre que usa de los dones de Dios en el momento y en las circunstancias en que Dios no lo permite. Y es una verdad clara como la luz meridiana que, según la voluntad de Dios, este instinto solo puede satisfacerse en el matrimonio, y en este solamente de manera que tenga por fin primordial el nacimiento de los hijos.

Se podría replicar: ¿Por qué lo ordenó Dios de esta manera? Contestación: Dios es Señor absoluto; a nadie debe dar cuenta de sus leyes. El que ha construido una máquina sabe mejor que cualquier otro qué cosas necesita la máquina para funcionar bien y no deteriorarse; Dios creó al hombre. Él es quien mejor sabe cómo ha de vivir la humanidad para no corromperse.

Si ahondamos un poco, la misma razón descubrirá hasta qué grado sirve a los grandes intereses de la humanidad esta ley severa de Dios, que no permite la vida sexual a no ser en el matrimonio. Solamente en él es posible esta vida sin rebajar al hombre ni humillarle delante de sí mismo. Solamente en el matrimonio la vida sexual es santa, porque solo en él no causa detrimento a la parte más noble del hombre: al alma. Tan solo en el matrimonio la satisfacción de este instinto deja de ser mera caza de placeres para trocarse en el germinar de nuevos capullos humanos, la procreación de nuevos hombres, cuya esmerada educación solo puede realizarse dentro del matrimonio indisoluble.

En resumidas cuentas: ni el Estado ni la sociedad podrían subsistir si Dios no hubiese señalado de un modo exclusivo para el ejercicio del instinto sexual el matrimonio indisoluble.

Por consiguiente, el que satisface su instinto fuera del matrimonio, bien tocando su propio cuerpo para suscitar en él un placer pecaminoso, bien teniendo relaciones sexuales con una mujer que no es la suya, es el verdugo de la honra y felicidad propias y ajenas.

Embuste pecaminoso

Casi no hay un solo don de Dios que el hombre, ingrato, no haya aprovechado para el mal; pero hemos de hacer constar, con profunda tristeza, que nunca trastornó el plan de Dios, ni lo desvió de su fin originario, en el grado en que lo ha hecho con el instinto sexual.

El germinar de la vida suele traer siempre consigo una alegría profunda. Mira en la primavera cómo al desplegarse la naturaleza gorjea el ruiseñor, arrulla la brisa, zumba la abeja, cuchichea el arroyuelo, todo se alegra de la nueva vida. Las relaciones sexuales del hombre y de la mujer también van acompañadas de placer por voluntad de Dios; pero así lo dispuso el Señor para que se acepten los muchos sacrificios que exigen la educación de los hijos y la conservación de la especie.

El plan de Dios se muestra con toda claridad a nuestra mente: la unión de un solo hombre y una sola mujer en el matrimonio indisoluble tiene por fin dar nuevos retoños a la humanidad. Pero, hoy día, millares y millares de obras teatrales, películas, cuadros, fotografías, novelas, diarios, pseudoprofetas, pregonan ante la sociedad que el hombre y la mujer, aun antes de fundar una familia, allá en los años de adolescencia, y más tarde fuera del matrimonio, tienen derecho de procurarse, bien a solas, bien con otra persona, el goce corporal, que según el plan del Creador, solamente es lícito en el santuario de la familia, en el matrimonio.

Estimado joven: también llegarán a tus oídos estas voces seductoras.

Cuántos jóvenes caen víctimas de la seducción, víctimas de malos compañeros. Una reunión, Marie Bashkirtseff, 1884 – Óleo sobre lienzo, Museo d’Orsay, París

A la edad de trece a catorce años, cuando el cuerpo del niño empieza a desarrollarse y sentir nuevos bríos, notarás, cada vez con mayor insistencia, que muchas manifestaciones de la vida moderna están contaminadas de frivolidad.

A cada paso, en la calle, en el cine, en los libros, en compañía de tus amigos, en todas partes tropezarás con la triste burla de los planes del Creador; te acometerá con vehemencia la tentación, la hidra espantosa de la inmoralidad, de la impureza. Llegarán a tus manos libros seductores, te invitarán a ver películas de esta índole, te encontrarás con jóvenes de semejante calaña.

Aún más —con el corazón oprimido lo escribo—: muchachos de tierna edad, ya en los años de las primeras letras son iniciados en cosas que normalmente solo después de algunos años, cuando el cuerpo estuviese más desarrollado, se les podrían ocurrir. Muchísimos son los que así caen víctimas de la seducción, víctimas de malos compañeros.

También se acercarán a ti amigos que con lenguaje soez te hablarán de la excitación del goce corporal, del origen de la vida, del nacimiento del niño…, amigos que ya están contaminados por la terrible maldición de nuestra época; maldición que rebaja a instrumento de asquerosas liviandades el don altísimo del Creador.

Secreto santo

Tú ya sabes cuán dignos de compasión son estos amigos. Porque si conocieran su sagrado deber, el noble fin que fijó Dios a este instinto, no hablarían de él con una libertad que hace salir el rubor a la cara.

Juzga tú mismo, estimado joven, qué sentimiento más rastrero, qué espíritu más degradado se necesita para entretenerse con bromas de mal gusto y hacer befa de una de las propiedades más nobles y santas de que dotó Dios al hombre.

“¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios?” (1 Cor 6, 19), pregunta la Sagrada Escritura. Pues bien, en el templo son santos todos los objetos: también en nuestro cuerpo todo es santo, ya que todo salió de las manos del Creador. Santos han de ser para ti los órganos en que reside una participación de la fuerza creadora, y solo has de pensar en ellos con el mayor respeto.

Cuanto mayor sea la emoción y más profundo el respeto con que pienses en esta fuerza misteriosa que se despierta en ti alrededor de los catorce o quince años de edad, cuanto mejor te des cuenta de que en tu cuerpo se guarda por voluntad admirable de Dios la vida, la felicidad de generaciones enteras y el porvenir de la patria, tanto más te abstendrás de reírte y de hacer mofa de ella; ni siquiera querrás mencionarla en tus conversaciones.

En toda la Naturaleza, el origen de la vida es un misterio. ¡Misterio conmovedor, misterio sagrado! El Dios creador extiende un velo doquiera empieza una nueva vida.

La larva, para transformarse en mariposa, se encierra en una envoltura; nadie la ve. ¿Y quién ha visto jamás cómo germina la simiente? Nadie. Allá abajo, en el seno de la tierra, está escondida…, y de ella brota la nueva vida. ¿Quién ha visto cómo cristaliza la amatista o el rubí de color de fuego en el silencio recóndito del seno misterioso de las rocas? Nadie.

En principio, el nacimiento, el brotar de la vida queda envuelto en el velo del misterio. En vano busca el hombre el origen de la vida; el más sabio y erudito investigador siente al final de su camino que toca el umbral de un santuario cerrado. Un paso más y… se encuentra ante el misterio de Dios.

¡Y en este misterio sublime quieren curiosear tus amigos con lenguaje grosero! ¡Este instinto, destinado a la conservación de la especie; este designio, acaso el más sagrado, misterioso y sublime del Creador, ellos lo hacen objeto de sus juegos frívolos y licenciosos, de sus afanes de placer y de sus bromas rastreras!

Tú ya sabes qué sublime destino te reserva el porvenir. Sabes que un día —si contraes matrimonio según los planes de Dios— llamarás a la vida capullos humanos, besarás en la frente a la Bella Durmiente. Tú sientes la enorme responsabilidad que pesa sobre tus hombros, y el deber que tienes de conservar intactas hasta aquel momento sagrado las fuerzas de tu cuerpo y no malgastar las energías latentes de tu organismo.

Sabes que satisfacer tus instintos fuera del matrimonio es inferir oprobio a la dignidad humana. Sabes que, aunque en cada joven hay escondido un padre y en cada muchacha una madre, el que no supo vivir castamente antes de casarse, no podrá permanecer fiel y casto en el matrimonio. La suerte de las futuras generaciones depende en gran parte de que los jóvenes cumplan la ley del Creador.

Las raíces del árbol se esconden en el seno silencioso de la tierra, y desde allí envían savia vital y fuerza al tronco, a la copa; si sacamos las raíces a la luz del sol, el árbol se seca.

La larva, para transformarse en mariposa, se encierra en una envoltura para que nadie la vea

El proceso de desarrollo de la virilidad, de la maduración sexual, ha de verificarse también en este silencio de misterio, en un sagrado ambiente de piedad, lejos de toda mirada curiosa, de todo pensamiento indiscreto. Por esto tú nunca hablarás por curiosidad de estas cosas con tus amigos, porque lo que la sabiduría de Dios ha querido ocultar a nuestra vista no ha de sacarlo a la luz del sol la curiosidad humana.

Por esto apreciarás tu cuerpo y no querrás abusar del mismo contra los planes del Creador para satisfacer tus ansias de gozar. En los años mozos no solamente edificas o desmoronas tu propio cuerpo, tu propia alma, sino también a la generación futura.

No prestarás oído a la seducción, sea cual fuere la forma aliciente, literaria o artística con que se te presente, porque ¡ay del peregrino que se lanza a perseguir los fuegos fatuos que se levantan de las lagunas palúdicas!: perece en el lodazal.

El desarrollo de esa semilla, que ahora está madurando en ti, puede tener buena o mala dirección, según tu comportamiento de ahora, según tu recato y tu pureza; y de ello depende que, al llegar a la edad madura, seas la bendición o la maldición de la familia que fundes. ¡No olvides que muchas enfermedades físicas y fisiológicas de los hijos se deben a los pecados y excesos juveniles de sus padres!

La buena voluntad, el recto sentir que ahora tienes, se verán expuestos, por desgracia, a mil pruebas y tentaciones. Libros, cuadros, obras teatrales, películas, anuncios, tarjetas postales, diarios humorísticos, canciones, sainetes, escaparates de librerías, artículos de periódicos…, te acometerán en tropel y te gritarán al oído que “no seas mojigato”, que “no seas anticuado, medieval”, que “no seas chiquillo”, que “no esperes hasta el matrimonio” y que “ríete después de la felicidad”…, que busques el placer sensual donde puedas, cuando puedas y tanto como puedas. En este mundo moderno tan revuelto no oirás otra cosa que esto: el amor y el placer son el único objetivo de la vida.

Y te encontrarás con la cabeza aturdida en medio de ese ruido de mercado.

No sabrás qué hacer, qué pensar, qué norma de vida has de seguir. Llegarás a la bifurcación de los caminos, decisiva, de que depende la suerte de tu vida. Y te encontrarás con la cuestión —¡cuestión grave!— que reclama contestación: ¿A dónde y por dónde he de ir? 

Ex voto Regreso a la caligrafía para no perjudicar la educación
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Tesoros de la Fe N°266 febrero 2024


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Febrero de 2024 – Año XXIII Oración para el estudio Ex voto Conversación íntima entre una madre y su hijo  Regreso a la caligrafía para no perjudicar la educación Lourdes: milagros físicos para el bien de las almas San Miguel Febres Cordero Muñoz La enorme responsabilidad de los padrinos de bautismo Dos concepciones de la sociedad



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