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	 familia de familias o campo de concentración Plinio Corrêa de Oliveira 
 Una joven campesina de Castilla de la primera mitad del siglo XX considera, solícita y enternecida, al hijo que tiene en los brazos. Se nota en ella una cierta rusticidad, propia de la gente de campo. Pero una rusticidad en la cual por así decir no se percibe una cierta aspereza que el concepto de “rústico” contiene. Al contrario, la vida del campo concentró en esa joven sus mejores efectos. Su semblante, su porte, expresan una vigorosa plenitud de salud de cuerpo y de alma. Pero una plenitud a la cual siglos enteros de tradición cristiana imprimieron su cuño propio. En esa campesina, que tal vez apenas sepa leer, hay una intensidad de vida del espíritu, una lógica, una templanza, una armoniosa sujeción de la materia al espíritu, y al mismo tiempo una frescura y una delicadeza que solo pueden resultar de mucha fe y mucha pureza. Los trazos fisonómicos, muy nítidos, son enérgicos. Las cejas fuertes, y de trazado muy definido, sirven de marco a una mirada penetrante y precisa. Pero hay en el rostro una serenidad, una inocencia, que el tocado blanquísimo parece acentuar con una nota de lozanía especial. Se trata de una simple hija del pueblo. Pero de un gran pueblo, profundamente católico. En el cual hay tesoros de todo tipo —étnicos, históricos, morales, sociales, religiosos—, que hacen de esta humilde y altiva hija de Castilla un modelo digno de despertar el talento de un gran pintor. Todos estos tesoros están vueltos hacia la maternidad. Salta a la vista el cariño delicadísimo con que contempla a su hijo, la conciencia que tiene de su función protectora, la dedicación con que ella está, por así decir, movilizada en todas sus aptitudes, en toda su capacidad de afecto —afecto profundo, serio, sin molicie, dígase de paso— en pro del hijo que Dios le dio. 
 Feliz criatura en cuyo favor la Providencia dispuso maravillas de la naturaleza y de la gracia, en el desvelo de una madre pura y llena de fe. “Somos hijos de Lenin, no queremos padre, ni madre… ”. Haciendo vibrar los aires con esta miserable canción, desfilan por las calles de una ciudad comunista estos pequeños esclavos del Anticristo, que traen en el pecho las insignias de su siniestro señor: la estrella de cinco puntas, con la hoz y el martillo. Son niños que parecen formados, no para una vida civil común, sino para la agresión, el insulto, y la brutalidad. En ellos se nota que la capacidad de odiar fue despertada, excitada, y fijada en un grado de tensión habitual muy alto, para constituir en ellos una segunda naturaleza. Los ojos miran el lente del fotógrafo, o cualquier otro punto en el espacio, penetrantes de desconfianza, cargados de odio. El andar deja aparecer una intención malévola, que parece dar a los pasos una cadencia feroz. Los transeúntes que contemplan el desfile, parecen animados de sentimientos análogos. ¡Se diría que son hijos del odio cantando en la ciudad del odio el himno del odio! Es muy natural que, para conseguir formar así hijos de la ira, se les haya robado el amor paterno y materno, se les haya inspirado un odio monstruoso contra la vida de familia. Piedad e impiedad, virtud y amoralidad, delicadeza temperante y fuerte, brutalidad desatada y luciferina, en suma civilización católica y comunismo, es la alternativa trágica delante de la cual el hombre de nuestro tiempo se encuentra.  
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