PREGUNTA Durante la pandemia, se retiró el agua bendita de las pilas a la entrada de las iglesias, y en muchas de ellas todavía no ha vuelto. Cuando pregunté a una de las encargadas de mi parroquia cuándo volvería, me dijo que probablemente las pilas se retirarían definitivamente, ya que es antihigiénico dejar “agua estancada” durante mucho tiempo. Su aclaración me pareció poco reverente, pero quisiera conocer más sobre el origen y la importancia del uso del agua bendita. Gracias. RESPUESTA
Desgraciadamente cada día es más frecuente escuchar comentarios similares al de aquella agente parroquial, que denotan una visión exclusivamente humana y naturalista de la religión. Es, además, lo que llevó a muchas autoridades eclesiásticas a doblegarse dócilmente a las exigencias de las autoridades sanitarias durante la epidemia del Covid-19, yendo a veces incluso más allá de las medidas de precaución. En realidad, en la inmensa mayoría de las iglesias, el párroco y sus auxiliares se encargan de que las pilas y el agua bendita estén limpias. Los fieles, además, no beben el agua, sino que apenas la tocan con los dedos para persignarse. En la vida ordinaria, con mayor frecuencia que en la iglesia, tocamos material contaminado y no pasa nada, porque Dios nos dio un buen sistema inmunológico. Lo que esos comentarios negativos omiten sobre todo es el inmenso valor sobrenatural del uso del agua bendita. Como es sabido, es —junto con la señal de la cruz— uno de los principales “sacramentales” de la Iglesia. El Código de Derecho Canónico los define como “signos sagrados, por los que, a imitación en cierto modo de los sacramentos, se significan y se obtienen por intercesión de la Iglesia unos efectos principalmente espirituales” (canon 1166). El Catecismo de la Iglesia Católica añade que “por ellos, los hombres se disponen a recibir el efecto principal de los sacramentos y se santifican las diversas circunstancias de la vida” (n° 1667). Los sacramentales son signos sensibles de la gracia Son actos de culto con los que la Iglesia acompaña la administración de los sacramentos y el servicio religioso para hacerlos más solemnes, o bien a fin de preparar a los fieles para la recepción de los sacramentos, hacerlos más accesibles a la gracia, fortalecerlos contra las tentaciones y dar a su vida una consagración y un brillo sobrenaturales. Al igual que los sacramentos instituidos por nuestro Señor Jesucristo, los sacramentales son signos sensibles, diferenciándose de los primeros en que son prescritos por la Iglesia y no por nuestro Divino Redentor. Y además porque producen sus efectos por las oraciones de la Iglesia y por el uso piadoso que se hace de ellos, mientras que los sacramentos son eficaces por disposición divina: “Los sacramentales no confieren la gracia del Espíritu Santo a la manera de los sacramentos, pero por la oración de la Iglesia preparan a recibirla y disponen a cooperar con a ella”, enseña el Catecismo (n° 1670). Los teólogos suelen dividir los sacramentales en “bendiciones” (para poner a una persona o un objeto bajo la protección de Dios o para pedir beneficios) y “exorcismos” (para premunir a las personas de la acción de los espíritus malignos). Los efectos de los sacramentales varían según su naturaleza. Algunos son genéricos, como los frutos de los sacramentales que acompañan a la liturgia, y sirven para inspirar respeto y devoción. Otros tienen efectos específicos y dependen de la naturaleza de la impetración de la Iglesia contenida en ellos. Según la clasificación corriente de los teólogos, estos efectos pueden reducirse a cuatro géneros principales: la remisión de los pecados veniales, la obtención de gracias actuales, el alejamiento de los demonios y la obtención de algún bien temporal. No se trata de un efecto automático (¡no son amuletos!), sino que es Dios quien concede el perdón o la gracia, por intercesión de la Iglesia y según los designios de su misericordia. En el caso de los bienes temporales (salud, lluvia, cosecha abundante, protección contra las tormentas, etc.), el beneficio es concedido por Dios condicionalmente, es decir, cuando no es un obstáculo para el bien espiritual de las almas. Todos los sacramentales deben ser tratados con respeto. Reírse de ellos, decir que son “supersticiones indignas de hombres razonables” o tomar otras actitudes de este tipo constituye un pecado, más o menos grave, según la intención de quien les falta el respeto y la naturaleza del sacramental o del objeto de la burla. El uso del agua bendita en la historia de la Iglesia Entre los sacramentales, el agua bendita ocupa un lugar destacado. El uso del agua como medio de purificación ha estado presente desde los albores del pueblo elegido: tres días antes de la promulgación de la Ley en el Sinaí, Moisés ordenó al pueblo lavar sus vestidos (Ex 19, 10 y 14); una ablución total fue prescrita antes de la unción sacerdotal de Aarón y sus hijos (Ex 29, 4); igualmente fue impuesta la ablución de los pies y las manos antes de que los sacerdotes entraran en el Tabernáculo y se aproximaran al altar para ofrecer el incienso (Ex 30 19-20); el libro de los Números da las reglas para la preparación y el empleo del agua expiatoria, obtenida al mezclarla con las cenizas de la vaca roja inmolada (Num 19, 1-21), que luego era rociada siete veces, por un sacerdote, con un hisopo de tres ramas (Os 50, 8); san Juan Bautista predicaba y confería el bautismo de agua después del arrepentimiento y la confesión de los pecados (Mc 1, 4 y 8; Mt 3, 6 y 11; Lc 3, 16 y 21).
En el cristianismo, los textos de principios del siglo III ya dan testimonio del uso del agua bendita, al menos en Oriente. El Sacramentario de Serapión, obispo de Thmuis en el siglo IV, contiene —además de la bendición del agua bautismal— una fórmula para la bendición común del agua y el aceite que los fieles presentaban durante la misa. En Occidente, el Liber Pontificalis, de principios del siglo VI, es el primero que trata de la bendición del agua, atribuyendo su institución al papa Alejandro I (comienzos del siglo II), pero se sabe que el Liber atribuye las costumbres de la época de su autor a un pasado demasiado lejano. El Sacramentario Gelasiano, atribuido a los Papas León I (+461) y Gelasio I (+496), contiene, con algunas variaciones, la actual bendición del agua, que comprende el exorcismo del agua y de la sal y su mezcla, acompañada de varias oraciones. Lávame, y quedaré más blanco que la nieve La costumbre de colocar agua bendita a disposición de los fieles en la entrada de las iglesias, es una herencia de la costumbre romana de colocar surtidores de agua y lavatorios en el atrio de las basílicas, para que los que ingresen a ellas pudieran lavarse las manos y los pies. Aunque esta agua ciertamente no era bendita, la ablución de las manos tenía un significado religioso. Prueba de ello es que Tertuliano se pronunció en contra de esta costumbre, afirmando que “estas manos son bastante puras, ya que, junto con todo el cuerpo, ya hemos sido lavados en Cristo” (P.L. t.1 col. 1169). Sus protestas no impidieron que las basílicas latinas mantuvieran sus lavatorios para las abluciones.
En Oriente, el padre de la historia eclesiástica, Eusebio de Cesarea, en un célebre discurso, felicitó al obispo de Tiro por “haber establecido, delante del templo, fuentes que abastecen en abundancia el agua viva donde pueden lavarse los que entran en el recinto sagrado” (Historia Eclesiástica, X, iv, 40). Los arqueólogos piensan que, a medida que los atrios se fueron reduciendo hasta transformarse en un simple vestíbulo, la fuente de agua también se redujo hasta convertirse en nuestra actual pila de agua bendita. De las iglesias, la pila se trasladó gradualmente a las residencias privadas. En la Edad Media nació la costumbre de rociar con agua bendita al pueblo que entraba en la iglesia, lo que dio lugar a la hermosa ceremonia de la aspersión, que realiza el sacerdote recorriendo la nave central revestido con la capa pluvial, antes de comenzar la Santa Misa, mientras el coro y los fieles entonan una antífona tomada del salmo Miserere mei: “Rocíame con el hisopo, y seré limpio, lávame, y quedaré más blanco que la nieve”.
El ritual prevé que los fieles puedan llevar el agua bendita de la iglesia a sus casas, para persignarse con ella, rociar sus viviendas y los objetos de su uso. Hay en todo esto un profundo acto de fe, pues el exorcismo y las oraciones de bendición del agua suponen la existencia de espíritus enemigos de nuestra salvación eterna que pueden actuar sobre los hombres: el agua bendita se emplea, en efecto, para alejar la influencia maligna de estos adversarios, por la fuerza que recibe de la ceremonia de bendición, así como para purificar a los fieles rodeándolos de protección celestial. Usar el agua bendita equivale a realizar un acto que tiene como resultado nutrir la fe con su ejercicio, al mismo tiempo que recurre a las misteriosas pero eficaces influencias sobrenaturales buenas que deben ayudarnos en la obra de nuestra salvación. En su Libro de la Vida, la gran santa Teresa de Ávila cuenta cómo una vez se le apareció un monstruo en una visión y amenazó con apoderarse de ella con sus garras. Intentó varias veces expulsarlo con la señal de la cruz; el monstruo retrocedía, pero volvía a la carga. “Yo no sabía qué me hacer. Tenía allí agua bendita y echélo hacia aquella parte, y nunca más tornó”, relata ella. Y, después de citar otros ejemplos, concluye: “De muchas veces tengo experiencia que no hay cosa con que [los demonios] huyan más para no tornar. De la cruz también huyen, mas vuelven. Debe ser grande la virtud del agua bendita” (cap. 31). De esta poderosa fuerza sobrenatural privan a los fieles los párrocos que aún no han repuesto el agua bendita en las pilas de las iglesias ni han invitado a sus feligreses a llevar agua bendita a sus casas. Esto plantea otra delicada cuestión: ¿aún creen ellos en la existencia y la acción del demonio?
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