Modelo de gobernante y apóstol del pueblo magiar El pueblo húngaro estaba destinado por la Divina Providencia para ser evangelizado y convertido por uno de sus líderes, que se convertiría en su primer rey, san Esteban el Rey Apostólico, cuya fiesta conmemoramos el 16 de este mes Plinio María Solimeo
Geza, cuarto duque de los húngaros, todavía bárbaro y pagano, tuvo la dicha de casarse con la virtuosa Sarolta, hija del duque de Gyula, que unía a los encantos femeninos los de la virtud. Como una nueva Clotilde, se empeñó con éxito en la conversión de su marido, que junto a muchos de sus nobles recibió el bautismo. Esta conversión, aunque sincera, no fue suficiente para que acabara de una vez por todas con las costumbres bárbaras y, sobre todo, para que se convirtiera en un modelo para sus súbditos. Un día, mientras reflexionaba sobre cómo llevar a todo su pueblo a la conversión, se le apareció un ángel. El mensajero celestial le dijo que, como sus manos aún estaban manchadas de sangre, dicha empresa sería responsabilidad de un hijo suyo, quien “será rey, y del número de aquellos reyes que Dios ha escogido para reyes eternos”. A Geza, a su vez, Dios le enviaría como embajador a un santo varón que debía ser obedecido por el duque en todo lo que mandara.1 Este varón era san Adalberto, obispo de Bohemia, quien a causa de la rebeldía de sus rudos vasallos checos se vio obligado a abandonar su diócesis y pedir asilo en Hungría. El duque Geza lo recibió con gran benevolencia, poniéndose en sus manos para que lo guiara en aquello que juzgara para mayor gloria de Dios. “El santo obispo con su vida, doctrina y predicación divina, convirtió gran número de aquella gente que por su natural condición, y por su idolatría fiera y bárbara, vivía apartada del gremio de la santa Iglesia”.2 El príncipe más perfecto de su siglo Mientras tanto, la duquesa, que en todo animaba y secundaba a su marido, estando a punto de dar a luz, tuvo una visión “asegurándole que el hijo que llevaba en su vientre terminaría la obra que ella y su marido habían comenzado, y que exterminaría el paganismo de su pueblo”.3 El niño esperado —el futuro san Esteban— nació en 977, tomando el nombre del protomártir en honor suyo. El pequeño “sabía pronunciar el admirable nombre del Salvador antes de aprender a pedir pan y saludar a su padre y a su madre. Desde su infancia se vieron en él tan bellas inclinaciones hacia la piedad, que no dejaba dudas de que cumpliría fielmente lo que el Cielo había prometido y predicho”.4 Al niño se le dio como tutor a Teodato, un conde de Italia, que de común acuerdo con san Adalberto, le ayudó a progresar en los caminos de la virtud y el conocimiento, de modo que “los conocimientos con que ilustró su inteligencia y las virtudes que adornaron su alma, hicieron de Esteban el príncipe más cabal y perfecto de su siglo”.5 Cuando Esteban alcanzó la edad de quince años, su padre le confió parte de los asuntos del Estado y, viendo que Dios le había dotado de una singular prudencia, no tomaba ninguna medida importante sin escuchar antes su opinión. Poco después le confió también el mando del ejército. En 997, dos muertes hirieron el generoso corazón de Esteban: la de su padre, al que iba a suceder, y la de san Adalberto, al que consideraba su padre espiritual. Este último, habiendo ido a evangelizar a los habitantes de Prusia, obtuvo allí la corona del martirio. El primer “rey apostólico”
El primer empeño de Esteban al ascender al trono ducal, fue hacer la paz con sus vecinos, a fin de poder dedicarse a establecer sólidamente el cristianismo en sus Estados. Tuvo éxito en la primera empresa, pero no en la segunda, pues algunos de sus vasallos, todavía muy apegados al paganismo y a las supersticiones, se levantaron en armas contra él, atacando la ciudad de Veszprém, la más importante del ducado después de Esztergom. Esteban se preparó para la campaña militar mediante el ayuno y la oración, eligiendo a su compatriota san Martín de Tours y a san Jorge como patronos de su empresa. Y aunque estaba en inferioridad numérica, derrotó al enemigo. En el lugar de la victoria, mandó construir un monasterio en honor a san Martín. Al quedar libre para seguir sus designios, construyó iglesias y monasterios, y abrió las puertas a sacerdotes y religiosos de otros países, dignos de encomio por su piedad, para evangelizar a su pueblo. Algunos de ellos recibirían la corona del martirio. Pero el joven duque carecía de la aprobación del Sumo Pontífice. Por ello envió una embajada a Roma con la finalidad de ofrecer al Padre común de la Cristiandad aquel nuevo estado cristiano, pedir su bendición apostólica y la confirmación de las diócesis que se habían creado. Y, sobre todo, conceder al nuevo duque cristiano el título de rey, para que con mayor autoridad llevara a cabo todo aquello que pudiera servir para la propagación de la fe y de la verdadera religión. Los cronistas refieren que en aquella misma época el duque de Polonia, Miecislao, habiéndose convertido al cristianismo, envió una embajada al Papa con el mismo pedido. Silvestre II, para honrarlo, mandó confeccionar una magnífica corona de oro ricamente esmaltada. Sin embargo, un ángel se le apareció y le dijo que la corona no sería para el duque polaco, sino para Esteban, príncipe de Hungría, cuyos embajadores llegarían al día siguiente, porque sus virtudes y su desvelo por la fe le merecían esta preferencia. El Sumo Pontífice recibió con alegría la noticia de la conversión de aquel lejano país, concedió la corona a Esteban con plenos poderes apostólicos para fundar iglesias y erigir obispados y arzobispados. También le regaló una hermosa cruz que debía preceder al nuevo rey como signo de su apostolado, porque, según dijo el Papa, “yo soy el Apostólico, pero él merece llevar el nombre de apóstol, puesto que ha ganado tan gran pueblo para Jesucristo”.6 La corona obsequiada por el Papa se ha convertido en una auténtica reliquia para los húngaros, y en un símbolo de su propia nacionalidad. Tiene una cruz algo inclinada a causa de un accidente, y se mantiene exactamente así hasta nuestros días. Estado húngaro: “Familia de Santa María” Esteban sometió su corona y sus estados a la Sede de Pedro, y consagró su reino y su persona a la especial protección de la Madre de Dios, de tal forma que solamente se refería al Estado húngaro como “la familia de Santa María”. “Y tal es el respeto que los húngaros tienen a la Virgen, que al hablar de Ella la llaman siempre ‘la Señora’ o ‘Nuestra Señora’, e inclinan la cabeza al propio tiempo y aun a veces doblan la rodilla”.7 En alabanza a tan excelsa Señora, mandó construir una magnífica iglesia en Székesfehérvár, encargándola a los mejores artistas y escultores. Su desvelo por la religión se extendió más allá de sus propios dominios. Fundó un monasterio en Jerusalén por devoción al lugar de los padecimientos del Salvador, estableció en Roma una colegiata con doce canónigos y un albergue para los peregrinos húngaros que iban a la Ciudad Eterna, y otra magnífica iglesia en Constantinopla. Consciente de que, junto a la evangelización, era necesario ocuparse de la educación intelectual y moral de su pueblo, llamó a unos monjes eruditos —los únicos educadores de la época— para esta tarea imprescindible. Preocupación paternal por el pueblo
San Esteban fue sobre todo un padre para su pueblo. Como tal los trataba, ocupándose preferentemente de los más necesitados, como los pobres, los huérfanos, las viudas y los enfermos, a los que a menudo atendía con sus propias manos. Esto agradó tanto a Dios que le concedió el don de curar enfermedades. También fue agraciado con el don de la profecía, viendo los acontecimientos futuros como si estuvieran ante sus ojos. Pasaba los días atendiendo los asuntos públicos, y parte de la noche en oración y penitencia. “Era grave y severo en sus acciones: por maravilla le vieron reír; porque estaba tan compuesto y tan dentro de sí, como si con los ojos del cuerpo viera a aquel Señor, que veía con los del alma, y como si estuviera delante de su tribunal, para darle cuenta de toda su vida. A Cristo traía en su boca, a Cristo en su corazón, a Cristo en todas sus obras”.8 “Tenía el santo rey un carácter admirablemente equilibrado, de modo que ni su bondad ni su inagotable generosidad degeneraron jamás ni en debilidad ni en despilfarro”.9 Combates y cruces de un rey fervoroso A la hora del combate, Esteban peleaba como un hombre valiente, pero sabiendo que la victoria dependía de Dios. Al morir su cuñado y amigo el emperador San Enrique, su sucesor, Conrado II, quiso apoderarse del reino de Hungría. El santo se preparó militarmente lo mejor que pudo. Pero se confió sobre todo a la Santísima Virgen. Entonces se produjo un hecho prodigioso: los generales del emperador recibieron la orden de regresar a su país sin presentar batalla. El emperador, al no haber dado esta orden, reconoció lo sucedido como una intervención divina y abandonó su proyecto de conquista. Como todos los elegidos de Cristo, Esteban fue agraciado con su cruz. Durante tres años fue atormentado por violentos y agudos dolores; sus hijos murieron, quedándose tan solo con el mayor, Emerico. Por su disposición a la virtud, depositó en él todas sus esperanzas. Fue el consuelo de su vida y la esperanza de su vejez. Pero Dios quiso también conducirlo al reino de los cielos, para lo cual estaba tan dispuesto que más adelante fue elevado a la honra de los altares. Normas de gobierno que reflejan santidad Para este hijo, Esteban había escrito unas normas de gobierno que son como un espejo de su propia alma: “La práctica de la oración es la garantía de la salud del reino. […] El rey que no hace caso a la voz de la misericordia es un tirano. Por lo tanto, mi hijo muy querido, la dulzura de mi corazón, la esperanza de la generación venidera, te recomiendo que tengas entrañas de madre, no solo con tus parientes, no solo con los jefes del ejército y los potentados, sino con todo el pueblo”. “Las obras de piedad serán la base de tu felicidad. Sé paciente no solo con los ricos, sino también con los necesitados. Sé fuerte, de modo que ni la fortuna te levante ni la adversidad te desanime. Sé humilde y Dios se encargará de exaltarte. Sé dulce, sin olvidar la justicia y sin castigar irreflexivamente. Sé casto y evita los estímulos de la concupiscencia como latidos de muerte. Estas son las piedras preciosas de una corona real. Sin ellas perderás el reino de la tierra, y no conseguirás tampoco aquel que no tiene fin”.10 San Esteban murió el día de la Asunción de 1038 y fue canonizado en 1686 por el Papa Inocencio XI.
Notas.- 1. Cf. Pedro de Ribadeneyra, in La Leyenda de Oro, Razola y Llorens, Madrid-Barcelona, 1845, t. III, p. 301.
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