PREGUNTA Desde el comienzo de la invasión rusa a Ucrania, veo todos los días en los noticieros imágenes terribles de los estragos de la guerra y me pregunto: “¿Será que Dios ve todo esto? ¿Dónde está? ¿Dónde está su amor del que tanto hablan los predicadores en los sermones?”. Agradezco su respuesta a una alma angustiada. RESPUESTA
En diversas ocasiones esta columna ha tratado la cuestión de la compatibilidad entre el sufrimiento, la muerte, la tragedia y la Divina Providencia. Pero es comprensible que, en medio de una guerra sangrienta, así como la perspectiva de una escalada que conduzca a una conflagración mundial, volvamos al tema para confirmar a nuestros lectores en la fe y la esperanza. No vamos a tratar aquí de la posibilidad teórica de que la Divina Providencia actúe en la vida de los hombres, si bien vivimos en un mundo bajo el dominio de las leyes naturales en el que las cosas suceden uniformemente. Es cierto que con el desarrollo de la ciencia, hoy conocemos una explicación natural para muchos fenómenos en los que nuestros antepasados veían la mano de Dios. Esto lleva a muchos ateos prácticos a creer que las leyes de la naturaleza son tan rígidas que no dejan espacio para que Dios intervenga en el funcionamiento del universo. Quienes tenemos fe sabemos, por el contrario, que es enteramente lógico suponer que Dios Todopoderoso puede seguir obrando en su creación. No solamente mediante esas mismas leyes naturales que rigen el mundo, sino incluso a veces suspendiéndolas temporalmente. Esto es lo que llamamos milagro. Por estas dos vías, una ordinaria y otra extraordinaria, Él ejerce de hecho una sabia y amorosa Providencia sobre la vida de los hombres. ¿Qué se entiende por “obra de la Providencia”? Pero esta consideración agudiza el problema: admitiendo que Dios tutela la vida de los hombres con su Providencia paternal, ¿cómo conciliar el aspecto presente del mundo con la creencia en un Dios amoroso? ¿Cómo podemos creer en su misericordia cuando vemos el infierno desatado y multitudes de inocentes golpeados por los desastres más terribles, cuando oímos un gran lamento de agonía en cada noticia que llega de los cuatro rincones de la tierra, con imágenes de desolación y muerte en innumerables hogares? ¿Cómo podemos seguir sosteniendo el amor de Dios?
Hay una respuesta obvia que hasta cierto punto nos alivia y disminuye esta dificultad. Esas matanzas no son obra de Dios, sino de los hombres. Además, son males que la astucia del demonio opera contra nosotros. El hombre puede usar su libre albedrío para frustrar la voluntad de Dios, y Satanás puede influir en la voluntad libre del hombre. Y aunque haya fingido dormir por mucho tiempo, hay un momento en que vuelve a mostrar su rostro criminal. ¿No dijo Nuestro Señor a los judíos que no creían en Él: “Vosotros sois hijos del diablo, y así queréis satisfacer los deseos de vuestro padre; él fue homicida desde el principio” (Jn 8, 44)? Pero esta respuesta no lo resuelve todo, pues ni el demonio ni el hombre son seres que se hayan originado por sí mismos y, por tanto, no son absolutamente independientes, ya que fueron creados por Dios y actúan bajo su dominio. Por consiguiente, debemos encontrar la solución al drama mundial de nuestros días en una explicación aún más amplia y satisfactoria, es decir, en una concepción más profunda de lo que significa el término Providencia. En su sentido natural, “providenciar” es tomar medidas para la consecución de algo. Por eso, no pocas veces los ateos prácticos, que nos ven dispuestos a “confiar en la Providencia” en nuestras dificultades, nos acusan de confiar “en la imprevisión”. Pero esta es una acusación falsa, pues en su sentido teológico la Providencia significa para nosotros el propio Dios revelado en las Sagradas Escrituras. Y por “obra de la Providencia” entendemos el operar o proceder de ese mismo Dios. El amor de Dios que disciplina y corrige El común de las personas —cuyos pensamientos no son modelados por la lógica y menos aún por la Revelación— crean para sí mismas, sobre la base de sus experiencias difíciles en la vida, una idea propia de Dios que no corresponde al Dios de la Biblia. De ahí surge esta pregunta sobre la Providencia Divina: “¿Y Dios no se da cuenta de todo este sufrimiento?”.
La respuesta que debemos darles no es pensar en la imagen que cada uno se hace de Dios, sino en recurrir a la Revelación de la Providencia divina y a su amor por los hombres, tal como nos la ha dado Nuestro Señor en el Evangelio. De hecho, en el concepto bíblico, el amor de Dios no es únicamente un amor que crea, provee, salva y santifica, sino que también es un amor que disciplina y corrige. En el actual pontificado se habla mucho de la misericordia. Una feligresa me dijo hace algún tiempo que la Iglesia se estaba enloqueciendo con esta nueva doctrina del amor de Dios. No estaba del todo de acuerdo con ella, porque no se puede desconocer que el verdadero amor —por ejemplo, el amor de una madre— es un amor que disciplina, corrige y, cuando es necesario, castiga. La voluntad de Dios no es que vivamos en la seguridad, en la comodidad y en una felicidad sin nubes en esta tierra. Su voluntad está por encima de todo en nuestra santificación, en nuestra salvación, para que vivamos eternamente unidos a nuestro Señor Jesucristo. Al igual que un buen labrador, de vez en cuando Dios utiliza sus tijeras de podar; como un buen orfebre, purifica el oro de nuestra alma con el crisol del dolor; y como un buen Padre, nos llama la atención con firmeza, porque Dios puede ser firme en la penitencia y en la esperanza. La misma naturaleza se encarga de su retribución Cuando un ateo se enfrenta a una convulsión mundial —como una guerra, por ejemplo— tiene la impresión de que una fuerza misteriosa desató brusca y despiadadamente las amarras del mundo y que este se dirige hacia el abismo movido por el azar. Pero nosotros no podemos ver las cosas de esta manera, pues equivaldría a trasladar nuestra forma humana de actuar al campo de actuación de Dios, e imaginar que en su Providencia mira las tragedias o las cosas buenas que suceden tal y como las miramos nosotros, pensando que suceden “por casualidad”. Todo lo contrario, Jesús nos enseñó: “Mirad las aves del cielo cómo no siembran, ni siegan, ni tienen graneros, y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿Pues no valéis vosotros mucho más sin comparación que ellas?” (Mt 6, 26). Es precisamente este tierno amor el que lleva a Dios a permitir, o incluso a enviar, el sufrimiento. Porque lo que supremamente le conmueve es el pecado, no el sufrimiento; a la inversa, lo que supremamente conmueve al hombre es el sufrimiento, no el pecado. El profeta Isaías expresa claramente esta diferencia de criterios y de caminos: “Abandone el impío su camino y el inicuo sus designios, y conviértase al Señor, el cual se apiadará de él, y a nuestro Dios, que es generosísimo en perdonar. Que los pensamientos míos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son los caminos míos, dice el Señor” (Is 55, 7-8). Eso no significa que todo sufrimiento sea el resultado directo del pecado. Es cierto que muchas veces Dios nos castiga por las consecuencias de nuestros propios pecados, como las enfermedades para el borracho, la miseria para el drogadicto, los remordimientos de la madre que aborta, etc. La propia naturaleza ejerce su retribución, dura como la muerte, despiadada como la sepultura.
La felicidad de cargar la propia cruz Pero también hay mucho sufrimiento derivado de nuestra entrega a Dios, que desea ver nuestros nombres inscritos en el cuadro de honor inmortal de aquellos que asociaron su sangre y sus lágrimas a las de Cristo, que lucharon como san Pablo en el buen combate y que, cubiertos de heridas —otros tantos trofeos de una lucha bien librada— recibieron la palma de la victoria. Si no podemos afirmar que el sufrimiento es siempre consecuencia del pecado, podemos ciertamente decir que muchas veces pecamos porque no sufrimos. Pues en la vida cotidiana rechazamos el espíritu de disciplina, nos resistimos a cargar nuestra cruz, nos desviamos del camino en el que los designios de Dios hacia nosotros resplandecen con más fuerza porque están iluminados por la luz de Cristo, como la columna de fuego que guiaba a los judíos en el desierto en dirección a la Tierra Prometida. La Cruz fue, en efecto, la mayor manifestación del amor de nuestro Divino Redentor por nosotros. Esta es la gran consolación cristiana de un habitante de Kiev cuyo departamento fue demolido, de un padre cuyos hijos todos murieron en un bombardeo aéreo, o de una madre que perdió a sus hijos pequeños durante su huida. Dos pensamientos deben, pues, alentarnos en medio de las tragedias individuales o colectivas. El primero es que esos sufrimientos no son prerrogativa de nuestra generación. Hace muchos siglos, 50 o 60 años antes de su desaparición, una joven virgen vio no sólo a un soldado masacrado o un edificio bombardeado, sino al propio Dios crucificado, en cuyos divinos labios los Salmos pusieron esta queja: “Bien que yo soy un gusano, y no un hombre; el oprobio de los hombres, y el desecho de la gente” (Sal 22, 6). Sin embargo, san Juan siguió creyendo en la Providencia de Dios y, en su vejez, reconfortó a sus discípulos con la firme convicción de que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8). En la memoria del anciano apóstol, la mayor garantía de ese amor estaba precisamente en la Cruz de Cristo. Después de él, otros sufrimientos aún pusieron a prueba la fe de legiones de cristianos, pero su fe siempre reivindicó la victoria. El segundo pensamiento es que las personas en situaciones dramáticas reciben una gracia especial de Dios proporcional a la prueba especial por la que pasan. Como en los días de la Iglesia primitiva, cuando cada cristiano era un misionero y todo misionero un potencial mártir en el Coliseo, pero que era sostenido por la gracia divina para enfrentar la espada, el fuego o las fieras.
Esta creencia en la Providencia de Dios y en la omnipotencia de la gracia divina ha sido siempre el apoyo y el consuelo de quienes han experimentado toda clase de sufrimientos. Los caminos de la humanidad hacia el altar del amor de Dios se desgastan como los pies de muchos peregrinos sufridores que encontraron luz y refrigerio en la Cruz al meditar estas palabras de san Pablo sobre nuestro Señor: “Se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz; por lo cual también Dios le ensalzó sobre todas las cosas, y le dio nombre superior a todo nombre” (Fil 2, 8-9). Y cuya Madre es Nuestra Señora de los Dolores, a quien la liturgia aplica las palabras del profeta Jeremías: “¡Oh vosotros cuantos pasáis por este camino!, atended y considerad si hay dolor como el dolor mío” (Lam 1, 12).
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