El mismo Creador fue quien fundó el matrimonio, al formar un hombre y una mujer, colocarlos en el paraíso y darles este mandato: “Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra” (Gen 1, 28). El matrimonio es, por tanto, cosa sublime, y estaba ordenado por la voluntad divina aun antes de la venida de Cristo, conforme fue expuesto en el artículo anterior. Mons. Tihamér Tóth Con la encarnación del Verbo de Dios, en el nuevo orden de la Redención, Jesucristo ascendió aún más esta institución, que ya por su origen era divina: elevó el matrimonio a la categoría de sacramento. Y con ello lo transformó tanto, le confirió tantas notas nuevas, esenciales, que bien vale la pena consagrar todo un artículo al estudio de este punto. Después del ideal del matrimonio en los tiempos antiguos —de que ya tratamos—, veamos ahora el ideal del matrimonio según el espíritu de Cristo. Juzgo poder trazar el cuadro ideal del matrimonio cristiano contestando a estas dos cuestiones: ¿Cuál es la doctrina de la Iglesia respecto del matrimonio?; y, ¿qué ofrece Cristo a los esposos? Responderemos a esta primera cuestión de una manera inusual. La Iglesia católica examina el matrimonio bajo dos puntos de vista: uno jurídico y otro sobrenatural. El matrimonio del punto de vista jurídico Jurídicamente, el matrimonio se verifica por el consentimiento libre entre dos personas de distinto sexo, manifestado legítimamente. Con esto se quiere indicar que el matrimonio no es únicamente un asunto de corazón entre dos seres, sino que además interesa al Estado, a la sociedad y también a la Iglesia. De esta forma se pretende defender en cuanto sea posible la importante institución de la familia contra la inestabilidad y capricho de la naturaleza humana. En estas fórmulas legales hemos de distinguir con toda claridad entre la esencia dogmática fundada en el mandamiento divino y las partes procedentes de prescripciones humanas. En la esencia del matrimonio no puede cambiarse nada; ha de permanecer siempre tal cual la prescribió Dios: alianza indisoluble entre un hombre y una mujer. Esto es esencial. Pero la manera en que se haya de contraer esta alianza, ante quién y con qué ceremonias, ya son puntos en que la Iglesia puede introducir cambios según las diferentes épocas y las distintas circunstancias culturales. Así se explican las modificaciones que en este campo ha introducido el Código de Derecho Canónico. El estilo del derecho canónico es sobrio, prudente, objetivo y realista, cuando legisla sobre el matrimonio.
El matrimonio visto del punto sobrenatural Mirado el matrimonio sobrenaturalmente, Nuestro Señor Jesucristo elevó a la dignidad de sacramento el mismo contrato matrimonial entre los bautizados. De ahí que entre bautizados no puede existir contrato matrimonial válido sin que al mismo tiempo sea sacramento. Todas las veces que una joven pareja se presenta ante el altar para hacerse promesa de fidelidad absoluta, los dos jóvenes que se encuentran uno junto al otro, ejercen una especie de ministerio sagrado, se administran mutuamente un sacramento: el sacramento del matrimonio. Este es el único sacramento que no administra el sacerdote; lo administran los mismos contrayentes. En el momento de pronunciar la palabra “sí”, se realiza el sacramento, se entregan y se atan mutuamente para siempre. Dios da la bendición a este pacto por medio de su sacerdote, para que con la ayuda de la divina gracia peregrinen hasta el último momento de su vida prestándose ayuda y aliento, sobrellevando con paciencia las molestias y sirviéndose mutuamente de corrección y ejemplo. Quien entiende lo que acabamos de escribir, entiende también la esencia del matrimonio. Quienes lo ignoran suelen hablar de esta manera: “No comprendo por qué ha de tener tanta importancia ir a la iglesia para contraer matrimonio. No es más que una formalidad exterior. Lo mismo da hacerlo ante el juez. ¿No basta esta formalidad?” a) En el matrimonio cristiano, dos fieles se hacen entrega mutua de sí mismos, y se la hacen del todo, sin restricción. Pero ¿acaso somos nosotros dueños de la propia vida? Así como no nos la dimos, tampoco podemos regalarla a otro… sin tener en cuenta la voluntad de Dios. Por el bautismo no solo nos libramos —según la doctrina cristiana— de los pecados anteriormente cometidos; no solamente recibimos la gracia, sino que entramos a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo; por tanto, nos hacemos consanguíneos, hermanos, miembros de Cristo. Y, por consiguiente, el bautizado participa también de la grandeza de Cristo, y es necesario que viva en Cristo y viva por Cristo y se consagre a Cristo. Lo enseña con la mayor claridad el apóstol san Pablo: “Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que, ya vivamos ya muramos, somos del Señor” (Rom 14, 7-8). De modo que cuando los bautizados quieren contraer matrimonio y así hacerse entrega mutua de sus personas, no pueden obrar sin Cristo, porque desde el momento que recibieron el bautismo, ninguno de los dos dispone de sí, sino que pasaron ambos a ser propiedad de Cristo. Su matrimonio solo tendrá validez si tiene la aprobación de Cristo, es decir, si se contrae delante del altar. Por esto lo exige la Iglesia. b) Por esto…, pero también por otro motivo: porque del matrimonio va a brotar una nueva vida humana. Padres y madres, al cumplir esta función inaudita, al dar vida a un nuevo hombre, no son más que instrumentos en manos de un Poder más alto. ¿Sería atinado emprender el camino en que les va a acompañar la fuerza creadora de Dios sin pedir antes su bendición? También por este motivo quiere estar presente la Iglesia en la celebración del matrimonio. c) Y todavía hay otro motivo: el llamado matrimonio civil, realmente no es más que una formalidad exterior, que produce efectos civiles; en cambio, el matrimonio celebrado en la iglesia, además de ser verdadero matrimonio, es sacramento, sacramento instituido por el divino Salvador para que los esposos puedan cumplir los graves deberes de la vida conyugal y guardar la fidelidad prometida. Realmente, en el ambiente inestable de los años y decenios que pasan no basta la promesa humana, aunque brote de la decisión más noble…; mas bastará la fuerza de la gracia sacramental. ¿Qué ofrece Jesucristo a los esposos? Los familiares y conocidos suelen inundar de regalos a los recién casados. ¿Que regalo de bodas hace Dios? No me parece frase rebuscada si decimos que la dignidad de sacramento y la amplia corriente sobrenatural que del mismo dimana es el magnífico “regalo de bodas que hace Dios”. ¡Ojalá los contrayentes mirasen con este criterio, contemplasen con vista tan penetrante el don magnifico que reciben del Señor cuando unen sus destinos ante el altar! Por desgracia, a muchas parejas ni siquiera se les ocurre este pensamiento. Al prepararse para la boda, toda su atención está embargada por preocupaciones de nimiedades: quiénes asistirán a la boda, qué trajes lucirán, qué flores habrá en el altar, qué canciones cantará el coro, cómo sentará el vestido nupcial de la novia…; en cambio, son muy pocos los que se acuerdan de que el lujo y la fastuosidad no son más que exterioridades, no son más que un símbolo: símbolo del gran tesoro que Jesucristo quiere otorgarles en el sacramento del matrimonio. Y no hablo ahora de los incrédulos. Muchos creyentes de buena voluntad se ven hoy día inficionados de este sentir: no ven en el matrimonio más que una alianza terrena, algo que afecta al orden temporal; y puesto que es tan solo la hermosura física o el interés material lo que los une, al pasar aquella o sufrir revés el segundo, se abre un vacío entre los esposos. Esto ocurre aun con creyentes que se precian de católicos y que por nada del mundo se contentarían con el llamado matrimonio civil. “¡Eso sí que no! ¡No faltaba más! Nosotros hemos de casarnos por la Iglesia”. Les pregunto: ¿Por qué? ¿Por qué insisten en casarse por la Iglesia? “¿Por qué? Porque es mil veces más bello que el matrimonio civil. ¡Es tan conmovedor ver a la novia que, ataviada con velo blanco, entra en la iglesia, mientras suenan los acordes del órgano, y blancas flores despiden su fragancia en el altar, y todo el templo está abarrotado de gente: de conocidos y curiosos! ¡Es tan hermoso este momento! ¡No lo cambio por nada del mundo!”. ¡Cuántos son los que así piensan! Y ¡cuán pocos los que sienten que el matrimonio según la Iglesia es algo más, cien veces más que esta impresión fugaz; es un juramento santo, serio, en que los contrayentes se prometen fidelidad para toda la vida y amor hasta el sacrificio! Y aún más, cien veces más: es un sacramento, es el abrirse de la fuente divina, fuente de la que mana durante toda la vida el río caudaloso de la gracia sacramental. ¡Qué pocos son los que lo recuerdan! Y, sin embargo, la corona de azahar se seca muy aprisa, el ramo nupcial de la novia se marchita, el público que acude a la boda se disipa, los recuerdos de una boda brillante palidecen, pero no se seca, sino que permanece siempre el sacramento recibido ante el altar. Porque el matrimonio es realmente un sacramento que perdura. El cardenal san Roberto Belarmino escribe a este respecto: “El sacramento del matrimonio puede considerarse desde dos puntos de vista: en el momento de realizarse y en el tiempo que le sigue. Este sacramento se parece a la Sagrada Eucaristía, por cuanto no es solamente sacramento mientras se obra, sino que sigue siéndolo después. Porque mientras viven los esposos, su lazo de unión es Cristo, y los une también el misterioso signo sacramental de la Iglesia”. San Agustín también destaca esta excelencia, al afirmar que el sacramento del matrimonio produce el mismo efecto que el sacramento del orden, en cuanto comunica al esposo y a la esposa una fuerza santa especial, una fuerza que jamás se les podrá quitar. Por esto podemos decir en cierto sentido que el esposo y la esposa adquieren algo así como carácter sacerdotal y que Dios espera de ellos que cumplan sus obligaciones matrimoniales. Desde luego, les concede una ayuda eficaz para cumplir sus deberes mientras estén prontos a colaborar con la gracia del sacramento. Dios hace siempre este precioso regalo a los novios en el momento del casamiento, y de ellos depende el aprovechar, cuidar y hacer fructificar este tesoro. Por desgracia, los esposos, aun los cristianos, olvidan fácilmente que el matrimonio, por cuanto es “sacramento”, comunica gracias. Los sacramentos, o producen en nuestra alma la gracia santificante (como, por ejemplo, los sacramentos del bautismo y de la penitencia), o la aumentan (como los otros cinco sacramentos). Por tanto, al pronunciar los novios ante el altar la fórmula de la entrega, y así administrarse mutuamente el sacramento del matrimonio, aumentan la gracia santificante que el Señor comparó a un vestido de bodas. Casi podría decirse que el vestido nupcial del alma al recibir el sacramento del matrimonio se adorna con nuevos bordados, es recamado con nuevas piedras preciosas. Pero, además de este aumento de gracia santificante, reciben los esposos gracias especiales: adquieren un título que les da derecho al auxilio divino, necesario para cumplir las obligaciones matrimoniales. Las gracias sacramentales Examinemos más de cerca esta ayuda divina: ¿Cuáles son las “gracias sacramentales” que el matrimonio confiere a los esposos? Antes de todo, la unión espiritual, sobrenatural, que ennoblece las relaciones naturales de ambos sexos, y que es la única capaz de estabilizar la felicidad del matrimonio. Únicamente esta fusión, esta compenetración de espíritus, garantiza la armonía del matrimonio, aun para aquellos tiempos en que, a medida que se adelanta en la vida común, se notan más y más los defectos de ambas partes, y se acusa con creciente claridad cuánta paciencia e indulgencia se necesitan; y empiezan a marchitarse, a palidecer y desvanecerse la hermosura, la juventud y la salud del cuerpo. Entiéndalo bien, amigo lector; mire bien de qué se trata. Ahora no me dirijo a los lectores jóvenes, solteros todavía, sino a los más avanzados en edad, a los casados. ¡Padres! ¡Madres! Cuando vuelven a casa abatidos, tristes, porque los pesares de la vida les abruman demasiado, recurran a la gracia sacramental: “¡Señor mío, ayúdanos ahora!”. Cuando sientan en ustedes mismos la tentación de la infidelidad o noten que su matrimonio empieza a desviarse, imploren al Señor que se renueve en ustedes la gracia sacramental: “¡Señor mío, muéstrate ahora a nosotros!”. Cuando necesiten de una fuerte disciplina, una voluntad firme y una renuncia heroica por amor a Cristo, para observar una continencia provisional (abstinencia temporal o periódica) en la vida conyugal, continencia que se ha de aceptar, bien por motivos de salud, bien por causas económicas, pidan la gracia sacramental: “¡Señor mío, queremos vivir según tus mandamientos, ayúdanos ahora!”. Cuando los niños les causen pesares y disgustos, repitan la frase: “¡Señor mío, ayúdanos en la tarea de la educación!”. Y cuando les hiera la desgracia o muera alguien de la familia, recen humildemente: “¡Señor mío, ahora consuélanos Tú!”. ¡Cuántos dones puede otorgarles la gracia sacramental del matrimonio! Acaso me diga alguno que se siente muy feliz en su matrimonio: “¡Qué cosas más peregrinas nos dicen aquí! Nunca había oído semejantes cosas, nunca he sentido el don de Dios en mi vida matrimonial”. Veamos… Cuando, a pesar del amor mutuo más sincero, hubo de cuando en cuando diferencias de criterios entre ustedes, y luego resolvieron magnánimamente la cuestión… la concordia vino en el regalo de bodas que les hizo Dios. Cuando tu esposo volvía cansado y deprimido del trabajo agotador de todo el día, y al momento se serenaba al ver tu amabilidad… era el regalo de Dios que brillaba en tu hogar. Cuando amanecía para ti un día duro, cuando la despensa estaba vacía y lloraban los niños hambrientos, y no obstante te pusiste a trabajar con ánimo esforzado… era el don de Dios, que te infundía aliento. Cuando te acosaba la tentación de la infidelidad, pero tú supiste rechazar con ánimo firme las palabras de seducción… era Dios quien te comunicaba fuerza. Y cuando los años y los decenios pasaron y los dos ya tenían los cabellos encanecidos y arrugas en la frente, pero el amor mutuo era cada vez más profundo, más compenetrado, desafiando el desgaste de la rutina… también entonces brillaba vivo el regalo de Dios. Dígame, lector: ¿no habría muchos más esposos felices, si así pensaran todos los novios al presentarse ante el altar para recibir el regalo de bodas que Dios les tiene preparado? * * * Acaso algunos lectores juzguen excesivamente idealista, demasiado optimista, cuanto llevo expuesto en este artículo. Cuando hoy día casi diríamos que toda la sociedad piensa de manera muy distinta respecto de esta cuestión, cuando la indisolubilidad del matrimonio ha sido pisoteada en muchísimos casos, cuando uno se entera sin escandalizarse que fulano se ha divorciado por tercera vez y zutana acaba de casarse por cuarta vez, ¿es cosa razonable, prudente y esperanzadora el trabajar en la restauración de la casa derruida? Realmente, al precipitarse una ingente avalancha, es terrible la destrucción que causa y horroroso el aspecto que se nos ofrece. Pero al momento siguiente se pone a trabajar la piqueta, empieza a moverse la pala del grupo de rescate, para salvar lo que aún pueda salvarse de la destrucción. El frívolo concepto de la vida se ha precipitado como alud sobre el santuario familiar, tan resistente un día, y lo ha derruido. Nuestra Santa Madre Iglesia también se estremece al presenciar esta tragedia, pero no cruza inactiva sus brazos, sino que arma grupos de rescate. Por esto grita hoy día con fuerza redoblada: ¡Despertad! El matrimonio no es asunto meramente temporal. No y mil veces no. El matrimonio es un sacramento. Así como hablamos de la santa confesión y de la santa comunión, así tendríamos que hablar también del santo matrimonio. Es una gran lástima que en el lenguaje corriente no se haya arraigado esta expresión: “santo matrimonio”. Y, sin embargo, así verían quizá todos con más claridad que las gracias que otorga el matrimonio rebasan en mucho el orden meramente natural. Por esto sigue pregonando impertérritamente la Iglesia ante la faz del mundo, y lo pregonará hasta que la oiga de nuevo la humanidad: El matrimonio también es uno de los siete ríos que nos traen las gracias de la Redención. El matrimonio es también una de las siete fuentes sagradas de donde brotan las aguas de la vida sobrenatural. El matrimonio es también uno de los siete cálices que están llenos hasta el borde de la sangre preciosísima de Cristo. El matrimonio es también una de las siete mesas en que Cristo nos sirve la gracia confortadora de la vida espiritual. El matrimonio es también una de las siete campanas cuyo repiqueteo alienta a los que van peregrinando por el camino de la vida eterna. Agradezcamos a la religión católica su tesón en pregonar tal doctrina hasta el día de hoy… y por pregonar con valentía, aun cuando un horrendo alud se haya precipitado sobre el fundamento pétreo de la sociedad humana: la santidad del matrimonio.
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