PREGUNTA Un amigo me dijo recientemente que había dejado de decir groserías porque le habían dicho que era pecado. Pero añadió que había vuelto a hacerlo porque no veía nada de malo en ello, siempre y cuando evitara insultar a Dios, ofender injustamente a otros o proferirlas en situaciones inapropiadas como, por ejemplo, en un examen oral o en una entrevista de trabajo. Me comentó, además, que siendo él mismo colérico, se justificaba que liberara la presión interna soltando de vez en cuando algunos ajos y cebollas. Le objeté que tal hábito no estaba de acuerdo con la buena imagen de un católico. Me contestó que a casi todo el mundo le gusta usar malas palabras; que estas sirven para amenizar las conversaciones y acercarse a los demás. ¿Qué opina usted al respecto? RESPUESTA
En la cultura popular, hoy en día, decir malas palabras o utilizar un lenguaje soez es algo extremadamente común, pues la vulgaridad se ha convertido en algo habitual en la música, el cine, la literatura y el lenguaje cotidiano, llegando al extremo de que chicas jóvenes e incluso mujeres adultas se expresen utilizando groserías. A primera vista, esto puede no parecer un pecado, alegando que dichas acciones no tienen necesariamente la intención de ofender a Dios o herir a nadie, y cuando lo hacen, debe ser considerado apenas como fruto de una irritación pasajera sin consecuencias. Sin embargo, la realidad es más profunda y la respuesta debe ser más rigurosa. * * * Si al decir groserías o utilizar un lenguaje vulgar se incluye de alguna manera el nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de los santos, se está violando directamente el segundo mandamiento, que impone no usar el santo nombre de Dios en vano. Si en el acto de insultar se ofende al prójimo con nombres o adjetivos vulgares, esto puede constituir un pecado de injuria contra el octavo mandamiento y, en todo caso, va en contra de lo que dice el Catecismo de la Iglesia Católica sobre el debido respeto al honor del prójimo: “Dios llama a cada uno por su nombre. El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva” (nº 2158). Por último, si la grosería incluye acumulativamente referencias impúdicas a órganos o temas sexuales, ello entra también en colisión con el sexto mandamiento, que prohíbe las palabras y canciones licenciosas. Condenaciones en la Sagrada Escritura
Existe asimismo una zona gris en esta materia que no encaja en ninguno de los tres casos anteriores, no obstante constituye lenguaje vulgar, a menudo relacionado con funciones corporales indecorosas. La Biblia es muy severa a este respecto: “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lc 6, 45). “No mancha al hombre lo que entra por la boca, sino lo que sale de la boca, eso es lo que mancha al hombre” (Mt 15, 11). “En verdad os digo que el hombre dará cuenta en el día del juicio de cualquier palabra inconsiderada que haya dicho. Porque por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado” (Mt 12, 36-37). “Vuestra conversación sea siempre agradable, con su pizca de sal [con sabiduría], sabiendo cómo tratar a cada uno” (Col 4, 6). “Deshaceos también vosotros de todo eso: ira, coraje, maldad, calumnias y groserías, ¡fuera de vuestra boca!” (Col 3, 8). “De la fornicación, la impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. Tampoco vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de lugar. Lo vuestro es alabar a Dios” (Ef 5, 3-4). “Tu modo de hablar te delata”
Claro está, para que las malas palabras constituyan pecado, es necesario que se pronuncien con pleno conocimiento y pleno consentimiento. La ira o un gran enfado disminuyen la responsabilidad moral y la gravedad de la falta, porque hacen más difícil contener el flujo de palabras soeces que vienen a la mente. Pero esto no ocurre si la persona se ha acostumbrado a no proferir nunca groserías y a utilizar siempre un lenguaje respetuoso y elevado. Es precisamente en estas circunstancias cuando podemos ver si una persona ha recibido una buena educación o si ha mejorado la que recibió en el contexto en el que se crió. Alguien ha dicho que la cortesía es la liturgia de la caridad y esto es muy cierto, porque una persona educada muestra preocupación por la sensibilidad de quienes la rodean. Además, puesto que la caridad empieza en casa, demuestra una clara conciencia de la propia dignidad como católico bautizado y como miembro de una familia decente. Quienes se han acostumbrado a decir groserías deben esforzarse por corregir este mal hábito y tratar de afinar su sensibilidad de modo que se choquen cuando oigan canciones, diálogos de películas o conversaciones entre colegas o amigos en las que se emplee un lenguaje vulgar. De hecho, la vulgaridad tiene el efecto muy perjudicial de amortiguar en el alma de las personas el rechazo a cosas que normalmente deberían conmocionarlas. Esta obligación de corregirse es tanto mayor cuanto más se está en contacto con los niños, porque ellos son propensos al mimetismo y tienden a repetir lo que escuchan de los mayores. Si su entorno lo encuentra divertido, perciben en las sonrisas maliciosas un estímulo para seguir por el camino de la vulgaridad y la frivolidad. A quienes colocan a los niños al borde de este precipicio, se aplican las severas palabras de Nuestro Señor: “Al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgasen una piedra de molino al cuello y lo arrojasen al fondo del mar” (Mt 18, 6). Una consideración final y colateral, ya no directamente de carácter moral, pero que podría ayudar a nuestra sociedad decadente a hacer un último esfuerzo por corregir su lenguaje. Se trata de que la gente tome conciencia de que el lenguaje vulgar es bien recibido en ciertos ambientes llamados “de avanzada”, pero está muy mal visto en los círculos más cultos y elevados de una ciudad, donde la elegancia en la presentación y en los modales sigue siendo un criterio de valoración de las personas. Estos círculos podrían decir al “boca sucia” lo que los criados dijeron a Simón Pedro en casa de Caifás: “Tu modo de hablar te delata” (Mt 26, 73). * * * Lo más importante, sin embargo, es tratar de ajustar nuestra vida absolutamente en todo al modelo divino de Nuestro Señor Jesucristo, cuyo lenguaje se componía solo de “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). ¿Se imagina usted lector la elevación, la seriedad y la dulzura de las conversaciones de la Sagrada Familia en la casa de Nazaret?
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