“De repente, un gran ruido semejante al de un viento impetuoso, llena toda la sala; luego, aparecen lenguas de fuego que, semejantes a lucientes llamas, se posaron sobre cada uno de los presentes. Bajo aquel emblema de fuego, el Espíritu Santo venía a comunicarles todos los dones celestiales: la inteligencia, para interpretar las Escrituras; la fortaleza, para luchar con sus enemigos; el don de lenguas, para enseñar a todos los pueblos”. P. Augustin Berthe, C.SS.R.
Después de la Ascensión del Salvador, Pedro y sus compañeros volvieron al cenáculo meditando en las últimas palabras de Jesús. Motivos sobrados se presentaban a su espíritu para desalentarse. ¿Cómo podrían ellos, hombres sin letras, desprovistos de ciencia, de dinero, de prestigio, predicar el Evangelio en toda la tierra, presentar a la adoración de judíos y paganos aquella cruz en que su Maestro acababa de expirar? ¿No era esto tentar lo imposible y no era preferible volver a sus redes? La humana prudencia les aconsejaba evidentemente volver a tomar el camino de Galilea; pero tenían confianza en Jesús y en el Espíritu que, según su promesa, debía enseñarles todas las cosas. Se encerraron, pues, en el cenáculo y se pusieron a orar con María Madre de Jesús, los discípulos y las santas mujeres esperando la visita del Espíritu Santo. Pedro comenzó por cumplir un primer deber de su cargo. “Mis hermanos —dijo— Judas, uno de los nuestros traicionó a su Maestro y se quitó la vida ahorcándose. Mas, en el libro de los Salmos está escrito: ‘Que otro le reemplace en el episcopado’. Escoged, pues, entre los que han vivido en nuestra compañía desde el bautismo de Jesús hasta su Ascensión a los cielos, un discípulo que, como nosotros, sea testigo de su resurrección”. La suerte, dirigida por la mano de Dios, designó a Matías, quien fue inmediatamente agregado al colegio apostólico (Hch 1, 16-23). Estando representadas las doce tribus por los doce apóstoles, llegó el gran día de Pentecostés, en el que los israelitas celebraban la promulgación de la Ley en el monte Sinaí. Multitud de judíos y prosélitos venidos de todas las regiones de la tierra, llenaban la ciudad santa. Jesús escogió aquel día para manifestar su Iglesia a las naciones e inaugurar la nueva Ley. Hacia las ocho de la mañana, mientras las ciento veinte personas reunidas en el cenáculo oraban con la Virgen María, de repente, un gran ruido semejante al de un viento impetuoso, llena toda la sala; luego, aparecen lenguas de fuego que, semejantes a lucientes llamas, se posaron sobre cada uno de los presentes. Bajo aquel emblema de fuego, el Espíritu Santo venía a comunicarles todos los dones celestiales: la inteligencia, para interpretar las Escrituras; la fortaleza, para luchar con sus enemigos; el don de lenguas, para enseñar a todos los pueblos. Transformados en un instante por aquella efusión milagrosa de la gracia, los apóstoles comenzaron inmediatamente a manifestar en diversas lenguas los pensamientos que el Espíritu divino les sugería. La gracia del Espíritu Santo anunciada por el profeta Joel
Pronto se encontraron rodeados de una inmensa multitud que les escuchaba con verdadero estupor. “Pero, cómo —decían— ¿no son galileos estos hombres? ¿Cómo es que les oímos hablar la lengua de nuestro país? Partos, medos, elamitas, judíos, capadocios; habitantes de la Mesopotamia, del Asia, del Ponto, de la Frigia, de la Panfilia, del Egipto, de Cirene; romanos, cretenses, árabes, todos les oímos celebrar en nuestra propia lengua las maravillas de Dios”. Nadie podía explicar aquel misterio, cuando ciertos judíos mal intencionados clamaron: “Nada hay de maravilloso en todo esto; son hombres que bajo la acción del vino se agitan y aturden” (Hch 2, 7-13). Pedro aprovechó este insulto estúpido y grosero para instruir a la multitud. “Hombres de Judea —exclamó— y vosotros extranjeros venidos a Jerusalén, oíd de mis labios la verdad. No, estos hombres no están ebrios como se finge creerlo; a las nueve de la mañana nadie se embriaga. Lo que veis había sido ya predicho por el profeta Joel en estos términos: En la última edad del mundo, dice el Señor, yo infundiré mi espíritu en toda carne. Vuestros hijos e hijas profetizarán; vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos sueños. El espíritu de profecía descenderá sobre vuestros siervos y siervas. Entonces aparecerán prodigios en el cielo y señales aterradoras en la tierra. El que invocare el nombre del Señor se salvará”. “Varones de Israel —continuó el apóstol— yo vengó a revelaros este nombre salvador. Jesús de Nazaret ha aparecido en medio de vosotros y Dios ha dado testimonio de él, lo sabéis como nosotros, por medio de sorprendentes milagros. No obstante, vosotros, después de haberlo atormentado por manos criminales, disteis muerte a este mismo Jesús enviado para vuestro bien por particular designio del Señor. Dios, empero, le ha resucitado, rompiendo los lazos de la muerte, así como lo había predicho David por estas palabras: No dejarás a tu Santo en la corrupción de la tumba. Hermanos, permitidme haceros notar que David murió y su sepulcro está en medio de nosotros. Luego no hablaba de sí mismo, sino que sabía por inspiración profética que un vástago de su raza se sentaría en su trono. “Rompiendo el velo del porvenir, hablaba de la resurrección del Cristo cuyo cuerpo no debía ser presa de la corrupción. Ese Cristo, hermanos míos, es Jesús, a quien Dios ha resucitado y todos nosotros estamos aquí para atestiguarlo en vuestra presencia. Elevado a lo más alto de los cielos por el poder de su Padre, ha recibido de él el Espíritu de verdad que acaba de infundir en nosotros y este es el Espíritu que en este momento os habla por mi boca. David no ha subido al ciclo: es, pues, al Cristo, no a él a quien se dirigían estas palabras: El Señor ha dicho a mi Señor: Siéntate a mi diestra y yo reduciré a tus enemigos a servirte de escabel. Pueblo de Israel, sabedlo bien, ese Jesús a quien habéis crucificado, es realmente el Señor, es el Mesías que Dios os ha enviado” (Hch 2, 14-36). El inmenso auditorio estaba profundamente conmovido. Se leía en los semblantes el dolor que penetraba las almas. De todos lados se oían gritos: —“Hermanos, ¿qué debemos hacer, pues?”. —“Haced penitencia —respondió Pedro— y que cada uno reciba el bautismo. Obtendréis el perdón de vuestros pecados y los dones del Espíritu Santo, como se os ha prometido, a vosotros, a vuestros hijos, a los extranjeros, a todos los que Dios se digna llamar hacia él”. Pedro continuó largo rato manifestando las pruebas que certificaban la misión de Jesús, exhortando a sus oyentes a apartarse de los perversos. Tres mil hombres escucharon al apóstol y recibieron el bautismo. La Iglesia de Jerusalén estaba fundada y millares de voces iban a anunciar a todas las naciones el nombre de Jesús (Hch 2, 37-41). Los apóstoles convertidos por el Divino Espíritu Santo
Algunos días después, hacia las tres de la tarde, Pedro y Juan subían al templo para tomar parte en la oración pública. En la puerta llamada Speciosa, mendigaba un pobre cojo de nacimiento. Tendió la mano a los dos apóstoles, como lo hacía con todos los que pasaban. “Yo no tengo ni oro ni plata —le dijo Pedro—, pero lo que tengo te doy: en el nombre de Jesús Nazareno, levántate y anda”. Al mismo tiempo le tomó por la mano y le levantó. El cojo sintió que sus miembros se fortalecían, se puso de pie y comenzando a dar pasos, entró con los apóstoles al templo. Todo el pueblo vio andar al tullido, saltar de gozo y alabar a Dios (Hch 3,1-11). Este prodigio impresionó vivamente a la multitud; de manera que cuando Pedro y Juan, acompañados del cojo, se dirigieron al pórtico de Salomón, millares de hombres les salieron al encuentro. Pedro aprovechó aquel gran concurso para predicar el nombre de Jesús. “Hombres de Israel, les dijo, vosotros nos miráis con admiración como si nosotros hubiéramos sanado con nuestro propio poder a este tullido: estáis engañados. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres ha hecho este milagro para glorificar’ a Jesús, a ese mismo Jesús que vosotros entregasteis a Pilatos y le hicisteis condenar a pesar de que este quería libertarle. Habéis pospuesto el Santo de Dios a un infame asesino ; habéis dado la muerte al Autor de la vida, pero Dios le ha resucitado y nosotros somos testigos de todo esto. Es la fe en su nombre la que ha dado consistencia a los pies del hombre que tenéis delante de vosotros” (Hch 3, 12-16). El auditorio, aterrado, parecía implorar gracia. “Mis hermanos, continuó el apóstol, yo sé que tanto vosotros como vuestros jefes habéis obrado por ignorancia. Era necesario que el Cristo sufriera y Dios se ha servido de vuestra ceguedad para realizar sus designios. Haced, pues, penitencia y vuestros pecados serán perdonados”. Les mostró enseguida, que Jesús era el gran Profeta anunciado por Moisés. Aquel en quien debían ser bendecidas todas las naciones de la tierra, “comenzando por Israel, agregó, porque Dios ha enviado a su Hijo para bendeciros a vosotros los primeros y purificaros de vuestras iniquidades” (Hch 3, 12-20). Hablaba aún, cuando llegó un grupo de sacerdotes, magistrados y saduceos, furiosos al saber que se tenía la audacia de profanar el templo predicando el nombre del Crucificado. Por orden suya, los guardias se apoderaron de los apóstoles y los redujeron a prisión. A pesar de la violenta intervención del gran Consejo, cinco mil hombres movidos por la palabra de Pedro, se convirtieron al Señor Jesús (Hch 4, 1-4). El estupor de Caifás y sus secuaces ante los Apóstoles
Al día siguiente, las tres clases del Sanedrín, escribas, ancianos del pueblo, príncipes de los sacerdotes, se reunían en el pretorio bajo la presidencia del gran sacerdote Caifás. Todos a porfía desahogaban su odio contra el nombre de Jesús. Los acusados, Pedro y Juan, fueron presentados a los jueces. Un pueblo numeroso no cesaba de darles testimonio de su ardiente simpatía y en primera línea, atrayendo las miradas de todos, se veía el tullido sanado. Se procedió al interrogatorio. —“¿En nombre de quién y con qué poder habéis sanado a este hombre?”, preguntó Caifás. —“Príncipes del pueblo —respondió Pedro— puesto que se nos trae a vuestro tribunal por haber sanado a este hombre y ya que queréis saber en nombre de quién lo hemos hecho, yo debo haceros conocer la verdad. Sabedlo bien, hemos sanado a este hombre en el nombre de Jesús Nazareno; de aquel Jesús a quien vosotros crucificasteis, pero a quien Dios, a su vez, resucitó de entre los muertos; de aquel Jesús a quien vosotros desechasteis, pero que ha llegado a ser la piedra angular del edificio. Nadie si no él se empeñará por salvaros, ni ha sido dado a los hombres, otro nombre por el cual podamos ser salvos” (Hch 4, 7-12). La firmeza del apóstol conmovió a los jueces. Aquel lenguaje en un hombre sencillo, sin letras, de uno de esos infelices galileos a quienes ellos habían visto en seguimiento del Maestro, les sumergió en una especie de estupor. Por otra parte, él cojo se encontraba delante de ellos como una prueba irrefutable de la intervención divina. Para disimular su turbación, dieron orden a los guardias de retirar a los acusados y entraron en deliberación acerca del mejor partido que convenía tomar. En la imposibilidad de negar un milagro hecho delante de todo el pueblo, resolvieron impedir al menos su divulgación y prohibir a los apóstoles, bajo las más severas penas, predicar el nombre de Jesús. Habiéndoles hecho comparecer de nuevo, intimáronles la prohibición absoluta de hablar y de enseñar en el nombre de su Maestro, tanto en público como en privado. Pedro y Juan no eran hombres de dejarse intimidar por amenazas y así respondieron: “Juzgad vosotros mismos delante de Dios, si es justo obedeceros a vosotros antes que a Él. No podemos callar lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 13-19). La gracia del Espíritu Santo para predicar sin temor alguno
A estas palabras que consagraban los derechos imprescriptibles de los ministros de Jesús, los jueces estallaron en reproches amenazadores; con todo, despidieron a los apóstoles sin castigarlos, por temor de una conmoción popular. Pedro y Juan se apresuraron a volver a sus hermanos que estaban llenos de inquietud a causa de su prisión. Después de haber oído las prohibiciones y amenazas del Consejo, la asamblea pidió al Señor la fuerza que cada uno necesitaba. “Señor —exclamaron— tú has dicho por boca de David: ‘¿Por qué han temblado las naciones? ¿Por qué los príncipes y los pueblos se han conjurado contra el Señor y contra su Cristo?’. “Conspiraron contra Jesús y ahora nos amenazan con su cólera. Danos la fuerza de enseñar tu palabra sin ningún temor y multiplica los prodigios en nombre de tu Hijo Jesús”. Apenas habían hecho esta oración, cuando la casa comenzó a estremecerse, el Espíritu Santo les inundó con su gracia y todo temor desapareció de sus corazones (Hch 4, 24-30). Continuaron, pues, los apóstoles y con más empeño que nunca, en predicar la resurrección del Salvador. Dios, por su parte, multiplicaba por medio de ellos los prodigios y milagros, y día por día la multitud de oyentes se hacía más numerosa bajo los pórticos de Salomón. El número de los creyentes aumentaba en proporciones considerables y la fe en el poder de los apóstoles se hacía tan general, que los enfermos y achacosos eran llevados en camillas, desde los campos y ciudades a las plazas públicas a fin de que Pedro, al pasar, siquiera les cubriese con su sombra y así los librase de sus enfermedades (Hch 5, 15). “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” Plenamente cerciorados de que los enviados del Nombre de Jesús harían caso omiso de las amenazas del Sanedrín, el gran sacerdote y sus cómplices mandaron arrestar y llevar a la cárcel a aquellos rebeldes, pues ya estaban resueltos a aplicarles un severo castigo. Pero en la noche misma del arresto, un ángel del cielo vino a abrirles las puertas del calabozo y sacándolos fuera, les dijo: “Id al templo a predicar las palabras de vida”. Obedecieron, y desde el alba, se colocaron bajo los pórticos y se pusieron a enseñar como en los días anteriores (Hch 5, 17-20). Reunidos en Consejo los pontífices y ancianos, despacharon guardias en busca de los presos a fin de procesarlos. No es para describir la sorpresa de aquellos, cuando al abrir los calabozos, los hallaron vacíos. Vueltos inmediatamente para comunicar a sus amos tan extraña nueva: “Encontramos —les dijeron—, perfectamente cerradas las puertas y aun más, bien custodiadas por los centinelas; pero dentro no hallamos persona alguna”. Aun no se reponían de su estupor los jueces y se comunicaban recíprocamente su ansiedad, cuando vinieron a anunciarles que los prisioneros estaban enseñando al pueblo en el templo, lo que aumentó todavía la turbación en que se encontraban. En fin, dieron orden al capitán de guardias de tomar a los apóstoles y traerlos al pretorio. Este desempeñó su comisión, pero con toda clase de miramientos para no ser apedreado por el pueblo. El gran sacerdote reprochó duramente a los pretendidos culpables el haber infringido sus órdenes (Hch 5, 21-23). —“Os he prohibido expresamente —les dijo— enseñar en el nombre de ese hombre y no contentos con predicar su doctrina en toda la ciudad, nos hacéis responsables a nosotros de su sangre y su muerte”.
—“Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres”, respondió Pedro. “El Dios de nuestros padres ha resucitado a ese Jesús a quien vosotros clavasteis en la cruz; le ha exaltado, ha hecho de él el Príncipe y el Salvador de los pueblos, a fin de excitar a Israel al arrepentimiento y otorgarle la remisión de sus pecados. Nosotros somos testigos de lo que afirmamos, nosotros y el Espíritu Santo que Dios comunica a todos los que le obedecen” (Hch 5, 27-32). Trémulos de rabia, los jueces se preparaban a pronunciar un veredicto de muerte, cuando un fariseo, venerado de todos por su ciencia y su virtud, Gamaliel, se levantó para manifestar su opinión. Habiendo hecho salir a los acusados, se dirigió al Consejo en estos términos: “Jefes de Israel, reflexionad en lo que vais a hacer. Hace algún tiempo apareció un cierto Teudas que se daba el título de jefe del pueblo. Cuatrocientos hombres se adhirieron a él, pero fue muerto. Sus partidarios se dispersaron y ahora tanto el jefe como sus secuaces yacen en el olvido”. “En tiempo del empadronamiento, Judas de Galilea reunió también una banda de partidarios; pereció como Teudas y ya nadie se acuerda de él y de los suyos. He aquí, pues, mi parecer: No os inquietéis más por estos hombres y dejadles hacer. Si su obra es humana, perecerá por sí sola; si es divina, no podréis impedir su éxito. Combatiéndolos, combatiríais a Dios” (Hch 5, 33-39). De tal manera se imponía la autoridad de Gamaliel, que sus colegas se adhirieron unánimemente a su opinión. Sin embargo, para satisfacer sus deseos de venganza, condenaron a los apóstoles a la pena de azotes y de nuevo les intimaron poner término a sus predicaciones. Pero los obreros del Cristo, ya verdaderos mártires suyos, continuaron predicando diariamente el Evangelio, así en el templo como en casas particulares, considerándose felices con que se les hubiera juzgado dignos de sufrir ultrajes por su Maestro. El Crucificado estaba triunfante: en unos cuantos días millares de hombres se habían enrolado bajo su estandarte; Jerusalén servía de centro a su reino y ¿quién sabe en dónde se detendrían los nuevos conquistadores? Los judíos veían perfectamente que la obra era divina; no obstante, resolvieron contra la opinión del sabio Gamaliel, no solamente impedir sus avances, sino aniquilarla por completo dando muerte a los apóstoles como la habían dado al Maestro. A sus propias expensas aprenderán lo que debe esperar un pueblo que combate contra su Dios.
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