P. David Francisquini
Así como se acuñan monedas para distinguir y ennoblecer a personajes ilustres, o incluso para resaltar acontecimientos históricos y simbólicos del orden temporal, con toda razón se pueden esculpir o pintar imágenes de aquellos que se distinguieron por la virtud y santidad en el orden espiritual. La sana filosofía nos enseña que siendo el hombre compuesto de cuerpo y alma, ninguna idea o imagen llega a su inteligencia sin antes pasar por los sentidos. Con ese presupuesto, la pedagogía católica no encontró mejor manera de recordar y perpetuar la santidad de una persona que retratándola a través de la pintura o escultura. Por ejemplo, cuanto más refinada sea una pintura o escultura representando a las tres personas de la Santísima Trinidad tanto mayor será la idea que el hombre podrá hacer de ellas —dentro, evidentemente, del límite de la comprensión humana de lo incomprensible. Y, guardadas todas las abismales proporciones, análogo recuerdo se podrá aplicar también a los hijos justos y ejemplares del Creador. ¿Cómo conocer a un justo en este mundo? Aquel que sigue o intenta seguir estrictamente la voluntad de Dios. San José, por ejemplo, fue calificado por las Escrituras como varón justo. Otros personajes se distinguen de tal modo en la práctica amorosa de la Ley Santa que se vuelven amigos íntimos de Dios, luces reflejadas del propio Dios. En su sabiduría infinita, el Omnipotente enriqueció la naturaleza con una gran variedad de seres, cada cual retratando una de sus facetas. Esto para que tales seres no apenas atendiesen a los divinos designios, sino aún con miras a servir de constante invitación al hombre, en el sentido de elevarse a la Causa de las causas. Y así conocer, amar y servir a Dios en este mundo.
La pintura y la escultura —“nietas de Dios”, en el lenguaje de Dante Alighieri— son productos de la inteligencia humana que al enriquecer con su belleza los templos sagrados concurren al incremento de la piedad y de la devoción de los fieles, elevándolos a Nuestro Señor. Cuando son modeladas por la piedad y por el buen espíritu, tales obras quedan impregnadas de bendiciones, actuando a veces por obra del Espíritu Santo en lo íntimo de los corazones de los pecadores y moviéndolos a cambiar de vida. El propio Templo de Jerusalén —la Casa de Dios por excelencia en el Antiguo Testamento— era adornado por inspiración divina con una enorme diversidad de símbolos: palmeras, el Arca de la Alianza, las Tablas de la Ley, la vara de Aarón, los querubines, y tantas otras figuras para recordar la venida del futuro Salvador del mundo. Inclinados lamentablemente hacia la idolatría, los hebreos recurrían con frecuencia a esta práctica criminal erigiendo y rindiendo culto a criaturas en lugar de Dios. Preocupada con la idolatría y hasta con el panteísmo del pueblo escogido, la pedagogía divina en el Antiguo Testamento tomaba todo el cuidado para evitar que las almas fuesen influenciadas por tal concepción errónea. Siendo Dios invisible, absoluto, trascendente, puramente espiritual, dotado de inteligencia perfectísima y de voluntad santísima, era de cierto modo inaccesible al pueblo hebreo. De ahí resultaba para ellos, por un lado, la necesidad psicológica de confeccionar imágenes, y por otro, la prohibición de hacerlo, a fin de evitar la idolatría, práctica común en el Antiguo Testamento. Con fundamento en la doctrina de la Santa Iglesia y en sus santos, pretendo en el próximo artículo justificar la confección de imágenes a partir de la venida de Nuestro Señor Jesucristo.
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