Luis Sergio Solimeo En aquella tranquila región montañosa de Portugal, el día 13 de mayo de 1917 “se presentó bello y risueño, como tantos otros”, relata Lucía. Era primavera, el domingo anterior a la Ascensión. Los tres pastorcitos fueron a misa en la capilla vecina de Boleiros (dedicada a las pobres almas del Purgatorio) y desde allí llevaron sus ovejas a pastar. A pesar de las apariciones previas del Ángel, los tres niños estaban lejos de suponer que algo extraordinario estaba por suceder. Habían conducido las ovejas a una de las propiedades de la familia, la Cova da Iria, y, como narra Lucía, estaban jugando totalmente distendidos y despreocupados. En esa ocasión, Lucía tenía diez años, Francisco casi nueve y Jacinta solo siete. Pero dejemos que sea Lucía quien evoque lo sucedido: Jugando con Jacinta y Francisco encima de la pendiente de Cova da Iria, haciendo un murito alrededor de un arbusto, vimos, de repente, algo como un relámpago. —“Es mejor irnos a casa ahora —dije a mis primos—, hay relámpagos; puede venir tormenta”. —“Pues sí”. Y comenzamos a descender la ladera, llevando las ovejas en dirección al camino. Al llegar poco más o menos a la mitad de la ladera, muy cerca de una encina grande que allí había, vimos otro relámpago; y, dados algunos pasos más adelante, vimos sobre una encina a una Señora vestida toda de blanco, más brillante que el sol y esparciendo luz más clara e intensa que un vaso de cristal lleno de agua cristalina atravesado por los rayos del sol más ardiente. Nos detuvimos, sorprendidos por la aparición. Estábamos tan cerca que quedábamos dentro de la luz que la cercaba o que Ella irradiaba, tal vez a metro y medio de distancia más o menos. Entonces la Santísima Virgen nos dijo: —“No tengáis miedo. No voy a haceros daño”. —“¿De dónde es Vuestra Merced?”, le pregunté. —“Soy del Cielo”. —“¿Y qué es lo que Vuestra Merced quiere de mí?” —“Vine para pediros que volváis aquí durante seis meses seguidos, el día trece y a esta misma hora. Después os diré quién soy y lo que quiero. Y volveré aquí una séptima vez”.
—“¿Yo también iré al cielo?” —“Sí, vas a ir”. —“¿Y Jacinta?” —“También”. —“¿Y Francisco?” —“También, pero tiene que rezar muchos rosarios”. Entonces me acordé de preguntar por dos muchachas que habían muerto hacía poco. Eran amigas mías e iban a mi casa a aprender a tejer con mi hermana mayor. —“María de las Nieves, ¿está ya en el cielo?” —“Sí, ya está”. Me parece que debía de tener unos dieciséis años. —“¿Y Amelia?” —“Estará en el purgatorio hasta el fin del mundo”. Me parece que debía tener de 18 a 20 años. —“¿Queréis ofreceros a Dios, para soportar todos los sufrimientos que os quiera enviar en reparación por los pecados con que Él es ofendido y de súplica por la conversión de los pecadores?” —“Sí, queremos”. —“Iréis, pues, a sufrir mucho, pero la gracia de Dios os confortará”. Fue al pronunciar estas últimas palabras (la gracia de Dios, etc.), cuando abrió las manos por primera vez, comunicándonos una luz tan intensa como el reflejo que de ellas se expandía. Esta luz nos penetró en el pecho hasta lo más íntimo de nuestra alma, haciéndonos ver a nosotros mismos en Dios, que era esa luz, más claramente que lo que nos vemos en el mejor de los espejos. Entonces, por un impulso interior, también comunicado, caímos de rodillas y repetimos interiormente: —“Santísima Trinidad, yo te adoro. Dios mío, Dios mío, yo te amo en el Santísimo Sacramento”. Pasados los primeros momentos la Virgen añadió: —“Rezad el Rosario todos los días para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra” [mundial]. En seguida comenzó a elevarse serenamente, subiendo en dirección al naciente, hasta desaparecer en la inmensidad de la distancia. La luz que la circundaba iba como abriendo un camino en la oscuridad de los astros, motivo por el cual alguna vez dijimos que habíamos visto abrirse el cielo. Con la generosidad propia de su inocencia, los tres niños aceptaron el pedido: “¿queréis sufrir en reparación por los pecados y por la conversión de los pecadores?”. Y el sufrimiento no tardó en llegar. Lucía, bastante madura para su edad, pidió y hasta rogó a sus primos, particularmente a Jacinta, que no dijesen nada a nadie. Intuía que, si eso sucediese, se desatarían sobre ellos huracanes de incomprensión. A despecho de su solemne promesa, la pequeña Jacinta, fuera de sí por tanta alegría, no pudo evitar contar todo a su madre apenas la vio.
Sin creerle, Olimpia Marto lo consideró una invención infantil pintoresca, pidiéndole que la repita durante la cena ante toda la familia. Sus hermanos rieron y le hicieron bromas, pero el prudente Sr. Marto se mantuvo en silencio. Si la Virgen María se había aparecido en otras ocasiones, ¿por qué no podría haberlo hecho esta vez? Sobre todo, su hija nunca había mentido en su vida y Francisco, que confirmaba lo dicho por su hermanita, era muy sereno y compuesto. La reacción de la madre de Lucía fue totalmente diferente. Habiéndole contado el episodio su hija María de los Ángeles, inmediatamente mostró su completa oposición. ¡Encima de los contratiempos que la familia había sufrido recientemente, solo le faltaba que su hija menor venga con semejantes cuentos, y en una materia de tanta gravedad! ¿Quién era esa niña para que la Virgen se digne aparecérsele? Incapaz de hacer que su hija se retracte, la llevó al párroco, P. Manuel Marques Ferreira, para que él encuentre la manera de obligar a Lucía a decir que había mentido. El párroco actuó con prudencia. Interrogó a la niña y recomendó a la madre seguir el caso atentamente y no prohibir a Lucía ir al lugar de las apariciones en las fechas marcadas. Las notas que el sacerdote tomó de su conversación con la vidente reproducen fielmente el diálogo de Lucía con la Santísima Virgen. Es el primer documento sobre las apariciones y confirma que ella nunca varió sus narraciones. Más adelante, el mismo párroco procedió a interrogar a los tres videntes después de cada aparición. Ese 13 de mayo no solo cambiaría las vidas de tres inocentes niños, sino que además se convertiría en hito de una renovada devoción a la Madre de Dios a lo largo y ancho del mundo, serviría de ocasión para innumerables conversiones y daría origen a ecos y disputas teológicos, culturales y hasta políticos. Una cosa es cierta. Los eventos de Fátima, que empezaron aquel tranquilo domingo de primavera, no dejan a nadie indiferente: o las personas toman con seriedad las palabras de la Santísima Virgen, o las combaten por cualquier medio. Como lo planteó el poeta Paul Claudel, los acontecimientos de Fátima aparecen “como una explosión, una erupción violenta, me atrevería a decir escandalosa, del mundo sobrenatural dentro de los límites de este mundo agitado y materialista”.
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