“Propongo firmemente, ayudado con el auxilio de vuestra divina gracia, enmendarme y nunca más volver a ofenderos; y espero alcanzar el perdón de mis culpas, por vuestra infinita misericordia. Amén”. Nelson Ribeiro Fragelli
En su entusiasmo por todas las manifestaciones de perfección de la Iglesia Católica —del dogma hasta el diseño de una pila de agua bendita; de la forma de la mitra episcopal hasta las diferentes tonalidades del toque de las campanas—, Plinio Corrêa de Oliveira discurría con frecuencia sobre el esplendor del espíritu católico manifestado en el sacramento de la penitencia o confesión. Su alma enteramente ultramontana se volvía ante todo a expurgar el mal y, en seguida, a la contemplación del bien: “Expurgado el mal, el bien retorna naturalmente: combatida la enfermedad, el organismo recobra la lozanía”. Así se refería al mal espíritu protestante, que no quiere ver la bondad maternal de la Santa Iglesia, reflejada en este sacramento. Sin duda es bueno —indispensable quizá— ir a los manuales de apologética para aprender la sana doctrina a fin de desarmar los argumentos protestantes contra este sacramento. Pero el Dr. Plinio transmitía su entusiasmo discurriendo no solamente sobre los principios de la fe atinentes a la confesión, sino principalmente a cómo el fiel guiado por el espíritu de fe lo considera. Muchos tienen fe. No todos tienen espíritu de fe. Este espíritu es una excelencia de la virtud de la fe que interpreta los hechos de la vida corriente y las ocurrencias cotidianas a la luz de los principios de la fe. En razón del espíritu de fe, el fiel deseoso de recogimiento mira con extrañeza las panderetas y las guitarras tocadas en ciertas misas, pues le impiden elevar su pensamiento a la quietud celestial. Resulta difícil para él, por ejemplo, concentrarse en una catedral moderna como la de Brasilia, pues su arquitectura no tiene sacralidad. Pocos comentaristas sagrados resaltan este punto que, sin embargo, es indispensable para que el hombre de hoy adquiera el sentimiento de las perfecciones de la Iglesia y así amarla. Un recinto del tribunal de Dios En el caso de la confesión, ¿cómo sentir la prodigiosa armonía entre la verdad del sacramento enseñada y el modo de obrar de la Iglesia? ¿Cómo Ella, inmaculada, considera la mácula del pecado humano? ¿Qué actitud toma? ¿Cómo trata al alma confundida y magullada por el error moral, y que viene a pedir perdón? Esa alma se convirtió en hija suya por el bautismo. Pero no cumplió los preceptos como debería y por eso pide perdón por el pecado cometido. Viene a pedir misericordia, sí, ¿pero dónde? Bajo el peso de su pecado, ella se dirige al confesionario. Este es el recinto del tribunal de Dios. El pecador se aproxima porque confía en la conmiseración divina. Y se aproxima para ser juzgado. Teme y desea esconderse como Caín después del asesinato de Abel, pues sus pecados llevaron a Dios a decirle: “Aléjate de mí”. El pecador que insultó a Dios con su pecado —que apedreó a Jesús ofendiéndole, trasgrediendo sus mandamientos—, va al encuentro del sacerdote para narrarle en el confesionario lo que hizo contra Dios. El sacerdote, que asume el lugar de Jesucristo, la víctima ultrajada, lo espera. En él, pues, está el perdón y la misericordia. Al juzgar, él desea perdonar y salvar. Dios es quien perdona por medio del confesor ¿Cómo la Iglesia recibe al penitente? Para comenzar, Ella envuelve su acto de penitencia en una penumbra sacral, dulce, suave, acogedora y elevada: el confesionario. Mueble sagrado, mueble dentro del cual no se propaga nunca el secreto inviolable; ni siquiera el Papa puede forzar al sacerdote a romper tal secreto. La alta dignidad del sacramento consiste en que el pecador, al humillarse, confiesa, con el firme propósito de nunca más pecar. El sacerdote oye y juzga, absuelve e impone una penitencia (que podrá ser algunas oraciones que el penitente debe rezar, preferiblemente, luego de haberse confesado). Al absolver, el sacerdote no hace sino prestar sus labios a Dios, pues solo Él puede de hecho perdonar los pecados cometidos. Es el mismo Jesucristo que habla a través de la laringe del sacerdote. Nuestro Señor instituyó el sacramento de la confesión cuando afirmó a los apóstoles: “‘Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo’. Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: ‘Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos’” (Jn 20, 21-23). Así, confirió a los apóstoles y a sus sucesores el poder de perdonar los pecados, y a los fieles arrepentidos de sus pecados el precepto de confesarlos para alcanzar el perdón. Si el sacerdote no pronuncia la fórmula de la absolución, Nuestro Señor Jesucristo deja de hablar. Sin embargo, el sacerdote puede no absolver, según la gravedad del pecado, encaminando al pecador a recurrir al obispo en ciertas circunstancias. La gravedad de la confesión llevó a la Iglesia a concebir los confesionarios, habitualmente de madera con formas que expresan la mayor dignidad. Un auge de la clemencia Divina Santos, alegorías, escenas de la Sagrada Escritura, invitan al arrepentimiento y al pedido de perdón. En un confesionario se ve a san Pedro llamando al fiel. Pecador arrepentido, san Pedro fue confirmado en el papado. En otro, el amor al dinero aleja al penitente. O la ira. San Agustín, pecador en su juventud, se arrepintió, se santificó y llegó a Doctor de la Iglesia. Generalmente el pecador teme confesarse. Es una incongruencia suya. Sabe que pecó en presencia de Dios. El Creador omnipresente vio su acto condenable. Sin embargo, el pecador se estremece al tener que declararlo al ministro de Dios, describiendo circunstancias y agravantes para que la confesión sea bien hecha. La Santa Madre Iglesia le dice: “Hijo mío, no tuviste miedo de hacer una acción vergonzosa delante de Dios, y ahora tienes la contradicción de no desear que el sacerdote, ministro de ese mismo Dios, conozca esa acción? ¿No tuviste vergüenza que Dios la viera y ahora tú te avergüenzas frente a los hombres? No obstante, Dios misericordioso te quiere mucho. Para facilitarte el reconocimiento de tus pecados, de modo paternal, Jesucristo instituyó la confesión. Todos los santos que vivieron antes de la Redención no pudieron siquiera imaginar, ni en sueños, que la clemencia divina pudiera llegar a este punto de misericordia. Ven. El juicio, el consejo, el perdón y la reconciliación te esperan”. La inviolabilidad del secreto de confesión La gracia de la contrición toca el corazón y el pecador cae en sí, por una acción propia del sacramento, y dice: “Me duele, Señor, haber cometido esa mala acción. Ella os ofendió. Os pido perdón y dolor por mis pecados”. Y así se restituye en aquella alma la imagen de su Dios. La acogedora belleza del confesionario refleja esta misericordia. Y también la gravedad. Ella invita al penitente a confiar en el sacerdote para limpiar su conciencia y ascender a la perfección. Al interior del confesionario fluye la inmundicia espiritual y el lodo moral, aquello que de peor existe entre los hombres: el pecado en sus innumerables formas y gravedad. Sin embargo, la Iglesia, a través de la austera belleza del confesionario y de la elevación de las circunstancias en las cuales la confesión se hace, piensa sobre todo en el perdón allí otorgado y en la luz de la perfección allí vislumbrada. Aquel mueble sagrado insinúa esa perfección. El secreto penitencial demuestra la grandeza de la Iglesia. En el universo católico, millones de fieles se confiesan a cada momento a sacerdotes desconocidos. Y nada transpira de lo que es dicho en aquel locutorio, en el cual el pecado y la santidad se tocan. Se podría imaginar que un sacerdote escribiera un libro titulado: Experiencias al interior de mi confesionario. Allí narraría hechos oídos, dramas de consciencia, planes amañados de personalidades conocidas, robos y engaños, etc. Intereses de toda clase están envueltos en aquello que un sacerdote podría delatar. Sin embargo, nada es revelado. El sacerdote puede incluso desempeñar mal su oficio, pero nunca revela lo que oyó. Él se calla. Todo católico sabe que un crimen confesado, al conocerse, podría llevarlo a la cárcel. Sin embargo, él no duda en confesarse. Aguijoneado por la consciencia, entra en una iglesia al azar, pide confesión y narra su acto criminal a un sacerdote que puede ser un desconocido. Y lo hace con toda tranquilidad, sabiendo que el secreto es inviolable. Muchos sacerdotes fueron martirizados a lo largo de la historia por no violar ese secreto. En el confesionario, atmósfera sobrenatural Con acentos de nostalgia, Plinio Corrêa de Oliveira contaba de su juventud como militante católico. Por la mañana de ciertos días de semana, muy temprano, al entrar en una iglesia del centro de São Paulo, ya se formaban filas junto a los confesionarios. Un confesor aguardaba las primeras claridades del día. Señoras con velos o mantillas, hombres que madrugaban para confesarse antes de ir al trabajo, actitud recogida, penitencial, verdaderamente compungida. Hasta los niños se confesaban, pues todo pecado es serio, incluso el de los pequeñitos. El silencio y la humildad se conjugaban, dando a la iglesia una atmósfera sobrenatural. Todos —por así decir— se recogían. Nadie tomaba conocimiento de la existencia del otro, aunque estuviera a su lado, pues solo tenían ojos para el augusto tribunal de la penitencia, donde el sacerdote repetía incesantemente estas reconfortantes palabras para cada alma: “Yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo”. ¡Amén! “Anda en paz”. Y el penitente salía en paz. Confesionario, alegría y paz de alma Cierta vez, en una fría mañana de invierno, en el denso silencio de la recogida penumbra de una antigua e inmensa basílica constantiniana de Roma, aromada por el disipado incienso de los Maitines, unos pocos rezaban. De repente, se oye el ruido de las puertas que se abren abruptamente. Son puertas basculantes, necesarias para protegerse del frío europeo. Una adolescente entra jadeante. Nerviosamente, busca algo con la mirada. Sus ojos inquietos se fijan en un confesionario coronado por una tenue luz roja; encendida para indicar la presencia de un sacerdote confesando. El confesionario, de antigua data, cobijaba en aquel instante a un viejo franciscano, reconocidamente buen confesor. Al arrodillarse la joven, el mueble rechina bajo su peso. Y su rechinar resuena en la basílica. Un murmullo, un susurro y, en seguida, el silencio vuelve a aquellas seculares bóvedas. Concentrados en sus oraciones, todos se habían olvidado de la nerviosa penitente, cuando el confesionario vuelve a rechinar. Ella sale. Parecía otra persona. Calma y pausadamente, se dirige a las bancas para rezar. ¿Sería el cumplimiento de la penitencia? Rezando, ella representaba la imagen de la penitente en paz. Paz del alma que sale lavada del sacramento de la confesión. Alma que se siente purificada. En su fisonomía había algo de Navidad y de Pascua dulcemente superpuestas. ¿Quién no pasó por eso en su propia vida? Aquella purificación es maravillosa. Es la misericordia que se difunde de modo especial, porque Dios todo lo hace con sabiduría y santidad infinitas. La alegría del pecador-penitente es verdadera alegría. Él siente que vuelve a la amistad con su Dios. Es el hijo extraviado que regresa a la casa paterna. Alegría parecida con la levedad de ciertos pajaritos al alzar vuelo. Se tiene la impresión de que la ley de la gravedad dejó de existir y de que los cielos enteros no bastan para satisfacer el deseo de volar. Así es la alegría de ciertas almas después de confesarse. Es ardua la batalla por la virtud ¿Cómo ella pecó? No se sabe, excepto el confesor. Pero tantos fueron los pecadores que narraron la historia de sus almas, que se puede, en líneas generales, conjeturar. Sin duda ella traía cierto candor en su modo de ser. ¡Quién diría que hubiera culpa en aquella alma! ¿Qué género de pecado la afligía? ¿Cómo ella cayó? El Dr. Plinio imaginaba esa caída más o menos con las siguientes palabras: “Joven aún, ciertamente ella no había previsto la dureza de la batalla por la virtud. Esa lucha es ardua para todos, sobre todo en un mundo tan descristianizado como el nuestro. Con certeza ella vivía puesta en la perspectiva de la normalidad; todo en su vida podía parecer tan normal. ¿Por qué pensar que todo no saldría bien? ¡Cuántas veces, con relación al mal, somos optimistas como un niño sin experiencia! Todo son promesas y esperanzas. La virtud es fácil. De repente, frente a nosotros, bajando de azuladas nubes o saliendo del fondo del camino de todos los días, surgiendo en una alameda de árboles sombríos, se levanta un miasma con el hedor de los pantanos. En medio de aquel soplo fétido, un fantasma ruge, sugiriendo la transgresión. Es la tentación. “‘¡Peca!’ [tienta el demonio]. Entonces el abismo se abre de repente bajo los pies incautos. Hacía poco caminaba pensando que todo saldría bien. Ahora era arrastrada por la atracción del abismo. Y sacudido por el horror, en esta hora de confusión, en el estertor de la tentación, el inocente es llevado a veces a hacer una oración parecida a la de Nuestro Señor Jesucristo en lo alto de la cruz: ‘¿Dios mío, Dios mío, por qué me abandonaste?’”. Confesión, culinaria y civilización ¿Habrá sido ese comportamiento común e incauto lo que llevó a aquella joven al pecado? La alegría con que ella dejó el confesionario era angélica. Considerando a todas las almas que a lo largo de la historia así se regocijaron una vez aliviadas del pecado, pienso en la tesis del libro Gastronomía francesa, de Jean-Robert Pitte, rector durante cinco años de la Universidad de París (Sorbona) y uno de los más conocidos investigadores franceses de la cultura occidental. Según él, los países que más desarrollaron el arte culinario —y, sin duda, Francia ocupa el primer lugar entre todos— fueron los países católicos, a causa de la confesión. Por ser la mesa el lugar donde la caridad cristiana es ejercida cotidiana e intensamente durante algún momento, la buena cocina conserva un importante papel social. Los países protestantes tienen, de modo general, una culinaria poco variada y sin refinamiento. La razón está en que sus habitantes, después de pecar, no saben como obtener el perdón. Pueden hasta pedirlo, ¿pero cómo saber si Dios de hecho los perdonó? Todos los hombres pecan y su consciencia pide reparación. Los protestantes son llevados entonces a intentar ofrecer a Dios un sacrificio reparador, y el primero que se les ocurre, por ser inmediato, consiste en la renuncia a los alimentos sabrosos. Y, por lo tanto, a su elaboración. Comiendo mal, ellos creen que reparan su pecado. De allí, la indigencia de sabores entre protestantes. La película El festín de Babette, tantas veces premiado, ilustra simbólicamente esa realidad.
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El Confesionario Sagrado locutorio del tribunal de Dios |
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