Se diría que la conversación de los hijos de Dios con María es constante en los últimos siglos de la Edad Media. En Sajonia, en el monasterio benedictino de Helfta, Matilde de Magdeburgo (1207-1282), santa Matilde de Hackeborn (1241-1298) y santa Gertrudis (1256-1301) explican los favores divinos de los que son objeto, la primera en La luz de la divinidad, la segunda en El libro de la gracia especial, y la última en el Heraldo del amor divino. Estas grandes privilegiadas del Sagrado Corazón tienen gran familiaridad con María, de la cual han escrito mucho. Matilde de Magdeburgo une la mirada mística con una imaginación tierna y pintoresca. Por ejemplo, ella ve a María elegida desde el comienzo, y le atribuye estas palabras: “Cuando la alegría de nuestro Padre fue turbada por la caída de Adán y dio lugar a su ira, la sabiduría eterna de Dios Todopoderoso detuvo por mí este enfado en el mismo momento inicial. El Padre me eligió a fin de tener a alguien a quien amar, puesto que su esposa amada, la noble alma, estaba muerta. El Hijo me eligió para Madre y el Espíritu Santo me aceptó para Esposa”. Ella imagina a María en su soledad, ocupada en rezar en estos términos, cuando el ángel le sorprende: “Señor Dios, me regocijo pensando que debéis venir de una forma tan noble que una virgen sea vuestra Madre; Señor, quiero serviros con mi pureza y con todo lo que he recibido de Vos”. El ángel Gabriel descendió en medio de una luz celeste. La luz envolvió a la Virgen, y el ángel tenía un vestido tan luminoso que no puedo compararlo con nada de la tierra. Cuando Ella vio la luz con los ojos de su cuerpo, se levantó y se atemorizó. Cuando miró al ángel, reconoció en su faz el reflejo de su pureza. Ella estaba de pie, en una actitud llena de modestia, escuchando y atendiendo con todos sus sentidos. Entonces el ángel la saludó y le anunció la voluntad de Dios; sus palabras agradaron al corazón de la Virgen, llenaron sus sentidos y abrazaron su alma; sin embargo, su pudor virginal y su amor a Dios, la impulsaron a pedir una explicación. Cuando fue instruida, abrió su corazón con entera buena voluntad, y después se arrodilló y dijo: “Yo soy la esclava de Dios: que se cumplan tus palabras”. Entonces la Trinidad entera con el poder de la Divinidad, la buena voluntad de la humanidad y la nobleza del Espíritu Santo penetró en su cuerpo virginal. Esta insistencia en contemplar a María en sus relaciones con las tres Personas divinas dio lugar a una devoción nueva, que se manifiesta en el libro de la otra Matilde. Es la devoción de las tres Avemarías que los capuchinos propagaron desde el siglo XVII. Así dice Matilde de Hackeborn en su Libro de la gracia especial: Las tres Avemarías Mientras que ella rogaba a la gloriosa Virgen María que se dignase asistirla con su presencia en su última hora, la Virgen María respondió: “Yo te lo prometo; pero tú recita cada día tres Avemarías. La primera la dirigirás a Dios Padre, que, en su soberano poder, ha exaltado mi alma dándome un honor en el cielo y en la tierra, solo inferior a Él, y tú le pedirás que yo esté presente en la hora de tu muerte para reconfortarte y alejar de ti todo poder adverso. “Por la segunda te dirigirás al Hijo de Dios, quien, en su insondable sabiduría, me ha dotado de una tal plenitud de ciencia y de inteligencia que gozo un conocimiento de la Santísima Trinidad, superior al de todos los demás santos. Le pedirás también que, por esta claridad que hace de mí un sol lo bastante radiante para iluminar el cielo entero, yo llene tu alma, en la hora de tu muerte, de las luces de la fe y de la ciencia, y que seas protegida de toda ignorancia y error. “Por la tercera te dirigirás al Espíritu Santo, que me ha inundado de su amor, para darme una abundancia tal de dulzura y de ternura que sólo Dios posee más que yo; y le pedirás que yo esté presente en la hora de tu muerte, para derramar en tu alma la suavidad del Amor divino. Así podrás triunfar sobre los dolores y la amargura de la muerte, hasta el punto de verlos cambiar en dulzura y gozo”. Jesús y la devoción a María
En el Heraldo del amor divino, de santa Gertrudis, se equilibran admirablemente la devoción a María y la que se debe a Jesús: Gertrudis tenía la costumbre, que existe de un modo natural entre los que se aman, de llevar a su Bienamado todo lo que le parecía bello y agradable. También, cuando oía leer o cantar en honor de la bienaventurada Virgen y de los demás santos, palabras que aumentaban su afecto, era al Rey de los reyes, su Señor elegido entre todos y únicamente amado, al que dirigía los impulsos de su corazón más bien que hacia los santos de los cuales entonces hacía memoria. Sucedió, en la solemnidad de la Anunciación, que el predicador exaltó a la Reina del cielo y no mencionó la Encarnación del Verbo, obra de nuestra salvación. Santa Gertrudis sintió pena y al pasar, después del sermón, delante del altar de la Madre de Dios, no experimentó, al saludarla, la ternura dulce y profunda de siempre, sino que su amor se manifestó con más fuerza hacia Jesús, el fruto bendito del seno de la Virgen. Como temía haberse atraído la desgracia de una tan poderosa Reina, el Consolador, lleno de bondad, disipó dulcemente su inquietud y le dijo: “No temas, mi bienamada, pues le es muy agradable a la Madre que al cantar sus alabanzas y su gloria, tú dirijas hacia mí tu atención. Sin embargo, puesto que tu conciencia te lo reprocha, cuando pases delante del altar, cuida el saludar devotamente la imagen de mi Madre Inmaculada”. Ella le contestó: “Oh mi Señor y único bien, jamás mi alma podrá consentir abandonar al que es mi salvación y mi vida para dirigir a otra parte sus afectos y su respeto”. El Señor le dijo con ternura: “Oh mi bienamada, sigue mi consejo; y cada vez que te haya parecido que me abandonabas para saludar a mi Madre, te recompensaré como si hubieses cumplido un acto de esa alta perfección por la cual un corazón fiel no duda en abandonarme, a Mí, que soy el Todopoderoso, a fin de glorificarme más”. El Lirio blanco de la Trinidad Al día siguiente, a la hora de la oración, se le apareció la Virgen María bajo la forma de un lirio magnífico deslumbrante de blancura. Este lirio estaba compuesto de tres hojas, de las cuales, una, recta, se elevaba en medio y las otras dos estaban inclinadas a cada lado. Con esta visión comprendió que la bienaventurada Madre de Dios era llamada con todo derecho Lirio blanco de la Trinidad, pues Ella ha participado más que cualquier otra criatura en las virtudes divinas, y no las han manchado jamás con la menor mota del polvo de pecado. La hoja de en medio representaba la omnipotencia del Padre, y las dos hojas inclinadas figuraban la sabiduría del Hijo y la bondad del Espíritu Santo, virtudes que la bienaventurada Virgen poseía en grado eminente. La Madre de misericordia le dijo, además, que aquel que la proclamara “Lirio blanco de la Trinidad, Rosa resplandeciente que embellece el cielo”, sentiría el poder que la omnipotencia del Padre le ha comunicado como Madre de Dios, admiraría la misericordia que la sabiduría del Hijo le ha inspirado para la salvación de los hombres, y contemplaría la ardiente caridad que el Espíritu Santo había encendido en su corazón. “Y al que me llame así —añadió la bienaventurada Virgen— en la hora de su muerte, yo me mostraré en el resplandor de una belleza tan grande, que mi vista le consolará y le comunicará las alegrías celestiales”. Desde este día, santa Gertrudis decidió saludar a la Virgen María, en las imágenes que la representaban, con estas palabras: “Salve, oh blanco lirio de la Trinidad resplandeciente y siempre serena. Salve, oh Rosa de belleza celestial. Vos sois de quien el Rey de los cielos ha querido nacer; de vuestra leche ha querido ser alimentado. Dignaos también alimentar nuestras almas con divinas bondades”.
* Pie Raymond Regamey OP, Los mejores textos sobre la Virgen María, Rialp, Madrid, 1972.
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