En diversas épocas, el sombrero representó un símbolo de la dignidad de quien lo portaba; en nuestros días él aún sobrevive, remitiendo para una visión de la antigua cortesía Nelson Ribeiro Fragelli
Si no llega a sorprender, ciertamente que al verlo, despierta la atención adormecida entre las personas y los ambientes uniformizados de nuestros días. La mirada se detiene, aunque pasajeramente, y sobre el objeto de esta mirada los espíritus se dividen. Aunque sólo sea por un momento, las concepciones sociales irrumpen. Las ideologías se abrasan. Velozmente, como un relámpago —aun cuando este movimiento interior suceda, habitualmente, en silencio— las mentalidades son sacudidas por el estímulo de aquella visión. Ideologías y concepciones sociales saltan en dirección, no sólo de una Weltanschauung (“visión de mundo”), sino incluso rumbo a una posición política: ¿derecha o izquierda?
Esta visión es la de un hombre o una mujer que llevaba un sombrero en las transitadas calles de nuestras megalópolis. El sombrero sobrevive como un signo de distinción social. Él ofrece una visión de la antigua cortesía que gravitaba alrededor de la dignidad de la persona humana. En cuanto al portador del sombrero, tal vez no se debería hablar como hoy en día, de hombre y mujer, sino de caballero y dama. ¿Será razonable pensar que el sombrero despierta —hasta cuando no se fija la atención en él— tantos movimientos de alma? Invito al lector a hacer la prueba. Pregunte discretamente a sus conocidos y amigos, cuándo fue la última vez que vieron a alguien llevando sombrero, atravesando la avenida Larco o paseando al final de una tarde por la plaza de Barranco. Escuche las opiniones. Anótelas discretamente. Ellas revelarán que nuestras consideraciones no están lejos de la realidad. * * * La primera objeción formulada contra el uso del sombrero en esta segunda década del siglo XXI es tan banal, que dudamos en esgrimir contra ella. Los lectores de Tesoros de la Fe —conocedores, por lo tanto, de nuestras posiciones contrarrevolucionarias— darían a ella fácil respuesta. Vale la pena, sin embargo, analizar la raíz de su banalidad. Frecuentemente la banalidad es la máscara usada por una inconfesable y tenaz oposición. El sombrero, dice esta objeción, tenía al comienzo del género humano la finalidad de proteger la cabeza contra las intemperies, pero con el progreso esa finalidad se perdió. En la ciudad o en el campo, a tal punto la modernidad creó medios mucho más eficaces para abrigar la parte superior del cuerpo que el sombrero perdió su utilidad. Luego, portarlo hoy sería dar una muestra de atraso cultural o de apego a una moda irracional. Esta es la oposición hecha por los así llamados espíritus prácticos y funcionales al actual uso del sombrero.
Esos espíritus no quieren considerar que la cabeza es la parte más noble del cuerpo. En ella residen las facultades que más nos llevan a la cognición intelectual y, por lo tanto, aquellas que más influencian la formación espiritual. La cabeza fue puesta por el Creador en lo alto del cuerpo, de donde ella comunica su dignidad, a través de los siglos, a la indumentaria que la protege, así como la dignidad del rey se transmite a sus servidores próximos. Diferentes épocas en países diversos confirieron al sombrero formas, dimensiones, colores y adornos indicativos de la dignidad de quien lo portaba. Esa indumentaria se volvió, pues, un símbolo. De aquel símbolo, el sombrero tal como existe hoy es un empobrecido, pero digno heredero, sustentado por el buen gusto de muchos que no permiten su desaparición. Él es apenas una exterioridad. Pero, conforme señala Plinio Corrêa de Oliveira, una “exterioridad que revela, a través de los sentidos, una esencia misteriosa, recóndita, de carácter simbólico, existente en ella”. ¿De qué vale para la conducta de cada uno la búsqueda de esos símbolos? Los observadores más penetrantes de la personalidad de Winston Churchill decían que “él veía, en los seres y en las situaciones, símbolos fuera del tiempo que encarnan principios eternos y brillantes”. Esos mismos principios le dieron fuerza en las horas trágicas de la lucha contra el hitlerismo, sustentándole cuando apenas tenía como recompensa “sangre, sudor y lágrimas”. * * *
Así como el bonete es llevado por el sacerdote para expresar la misteriosa virtud del mediador entre Dios y los hombres, el sombrero, llevado con dignidad, evoca gestos y actitudes integrantes de una verdadera liturgia social, necesaria a los actos humanos en una sociedad cristiana. En uno y en otro, en el bonete y en el sombrero, el católico debe “procurar algo que no es su aspecto práctico —algo que los espíritus que adoran lo práctico y la vida terrena llamarán de ‘cosa inútil’ —él debe procurar principios que dan sentido a la vida y preparan el alma para el cielo” (Plinio Corrêa de Oliveira).
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