Plinio Corrêa de Oliveira Quiso la Providencia que hubiese en la naturaleza materiales bellos y preciosos con los cuales el ingenio humano, rectamente movido por un anhelo de belleza y perfección, produzca las joyas, los terciopelos, las sedas, todo aquello en fin que sirva para el ornato del hombre y de la vida.
Imaginar un orden de cosas de un país —cualquiera que sea su forma de gobierno— en que todo esto fuese proscrito como malo, sería rechazar preciosos dones concedidos para la perfección moral de la humanidad. Por otra parte, Dios dio al hombre la posibilidad de expresar mediante gestos, ritos, formas protocolares, la alta noción que tiene de su propia nobleza, o de la sublimidad de las funciones del gobierno espiritual o temporal que eventualmente sea llamado a ejercer. De allí que, además del lujo, la pompa sea un elemento natural de la vida de un pueblo culto. Esos recursos decorativos fueron hechos para ornamentar la tradición, el poder legítimo, los valores sociales auténticos, y no para convertirse en privilegio de arribistas y nuevos ricos que se jactan de su opulencia —en la que no fueron criados— en cabarets, casinos o suntuosos hoteles. Y mucho menos para ser confinados en museos como incompatibles con la simplicidad funcional y la lúgubre sensatez de un ambiente más o menos sovietizado. Así entendidos, estos elementos decorativos tienen esencialmente una admirable función cultural, didáctica y práctica, de la mayor importancia para el bien común. En un balcón, la Reina, el Duque de Edimburgo y sus dos hijos se presentan a los aplausos de la multitud. Siglos de gusto, finura, poder y riqueza prepararon pacientemente estas joyas magníficas, esta indumentaria noble, esta perfecta estilización de actitudes y expresiones fisonómicas. Considerando las conveniencias del cuerpo, es posible que la Reina encuentre más cómodo en ese momento estar tejiendo de bata y pantuflas, el Duque prefiriese estar en una piscina y los niños rodando en el jardín. Pero ellos comprenden que esas cosas sólo se hacen en particular. Ellas pueden ser buenas, por ejemplo, para que un pastor las haga delante de su rebaño de irracionales; sin embargo, no para que un jefe de Estado se imponga al respeto de un pueblo inteligente. A los animales se les azuza haciendo uso de un bordón y dándoles forraje. Para los hombres, son necesarias convicciones, principios, y en consecuencia símbolos en que todo ello se exprese.
Cuando la Familia Real se asoma así al balcón, ella simboliza la doctrina del origen divino del poder, la grandeza de su nación, el valor de la inteligencia, del gusto, de la cultura inglesa. Las multitudes aplauden. Del mundo entero, llegan personas deseosas de contemplar esta manifestación de grandeza de Inglaterra. Y, al terminar, todos se dispersan diciendo: “qué gran institución, qué gran cultura, qué gran país”. Aquí está, en nuestra segunda fotografía, Elizabeth en traje común. Imagínese que en adelante ella sólo se presentara así al pueblo. ¿Quién vendría a verla? Y, viéndola, ¿quién pensaría en la gloria de Inglaterra? De los pocos que acudiesen a verla, la casi totalidad pensaría: qué joven simpática. La alta finura, la distinción tan auténtica de la Reina, velada por la banalidad de los trajes modernos, muchos no la notarían. Y como de jóvenes simpáticas están llenas las calles, plazas, cinemas, ómnibus y metros, la cosa quedaría por ahí. * * * ¡Admirable, legítimo, profundo poder de los símbolos! Sólo lo niega quien no tiene la inteligencia para comprenderlo. O quien quiere destruir las altas realidades que estos símbolos expresan. Ay del país en que —cualquiera que sea la forma de gobierno, repetimos— la opinión pública se deje descarriar por demagogos vulgares, endiosando la trivialidad y simpatizando sólo con lo que es banal, inexpresivo y común.
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