Entre todas las oraciones compuestas por la mente del hombre, tal vez no haya ninguna que supere al “Anima Christi”. En deliciosa intimidad, en confiado y tierno respeto, en claridad de sentido y espléndida riqueza de sustancia, solo conozco la “Salve Regina” y el “Memorare” (Acordaos) que la igualen. Plinio Corrêa de Oliveira
El Anima Christi se compone de doce súplicas que podemos dividir en dos partes bien diferenciadas. En las siete primeras, el fiel cristiano considera el Cuerpo y el Alma de Nuestro Señor Jesucristo; se aproxima tan cerca de Él, que se tiene la impresión de sentir el propio calor del Cuerpo Divino, de tocar real y verdaderamente con nuestros labios penitentes las dulcísimas llagas del Redentor. Cuando imagino a san Francisco de Asís, en la famosa visión en la que el Crucificado lo abrazó, lo imagino balbuceando en éxtasis, una a una, las siete primeras súplicas del Anima Christi, y sin cansarse de repetirlas durante todo el tiempo que duró la gloria y la dulzura del amplexo divino. En la segunda parte de la oración, el alma ya no está de pie, abrazada al Redentor. El éxtasis ha cesado y el fiel está al pie de la Cruz, expresando sus últimos y más ardientes anhelos con humildad divina, como María, después de haberse retirado la angélica visitación. * * * ¡Alma de Cristo! ¿Dónde la podemos conocer mejor sino en los Santos Evangelios? Cada palabra, cada escena, cada gesto de los libros sagrados contiene para nosotros una revelación del alma santísima de Nuestro Señor Jesucristo. De aquella alma, que siendo la perfección misma del alma humana y estando en unión hipostática con la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, es un abismo infinito de sabiduría y santidad, es el ejemplar perfecto y supremo del ideal de nuestra santificación. ¡Alma de Cristo! Aquella alma infinitamente noble y grande, que abarcaba el cielo y la tierra en un anhelo incesante de santificar a los hombres para la gloria de Dios. Aquella alma bendita, de un amor noble, casto y delicado, de un amor ardiente y discreto, dulce hasta los mayores extremos de ternura y fuerte como el bronce. Aquella alma que es el sol divino de nuestras almas, el alma misma de nuestras almas, aquella alma no consentiría en abandonarnos después de la Ascensión. No traicionaría su promesa de seguir viviendo entre nosotros. Y por eso está siempre presente entre nosotros, realmente presente en el misterio Eucarístico en el que recibimos a Cristo en Cuerpo y Sangre, Alma y Divinidad. Presente asimismo en la Santa Iglesia Católica, cuya doctrina contiene el verdadero sentido de los Santos Evangelios y es, por tanto, el espejo divinamente fiel de la propia Alma de Cristo.
Si queremos adorar el Alma de Cristo, amemos la doctrina católica, creyendo en lo que la Iglesia cree, pensando como Ella piensa, sintiendo como Ella siente; en cierto modo, es la misma Alma de Cristo la que desciende a nuestra alma y la santifica, como el mismo sol desciende al agua cuando la toca con sus rayos y la ilumina. ¿Pero cómo podemos creer en lo que ignoramos? ¿Cómo es posible enriquecer nuestra alma con todos los tesoros que encierran los dogmas que no conocemos? ¿Cómo es posible que practiquemos una moral cuyos preceptos desconocemos? Es mediante la instrucción religiosa, adquirida en el estudio del catecismo y desarrollada a lo largo de su existencia, como el fiel puede realmente conformar su alma a la de Cristo, rezando con la mayor humildad de su corazón la admirable jaculatoria: “Anima Christi, sanctifica me”.
* * * No hay santificación posible para el fiel que ignore la verdad de su fe. Pero este conocimiento de la verdad por sí solo no basta. Sin la vida sacramental los fieles no se salvan. En lo más íntimo de nuestro ser están los frutos amargos del pecado original. Sombras intelectuales de las más diversas, vicios, defectos de toda especie se han arraigado en nosotros. Y cada vez que consideramos honestamente nuestros deberes, sin mutilaciones ni disminuciones, hay algo que tendería a clamar en nosotros: “durus est hic sermo”, estas palabras son duras. ¿Cuántas y cuántas veces la pobre criatura humana desfallece bajo el peso del deber y tiende a eludir el yugo de la moral? No existe hombre alguno que sin el auxilio sobrenatural de la gracia consiga practicar todos los mandamientos de forma duradera. Es necesario, pues, que la instrucción se complete con la vida, que las verdades conocidas se transformen en actos. Y para ello solo hay un camino verdadero, que es la vida interior. La vida interior, sí, y esto significa el cultivo esmerado de todas las virtudes, la guerra declarada, metódica, sin tregua contra todos los defectos. Este ideal no puede alcanzarse sin vida sacramental. Por medio de la oración y de los sacramentos, el hombre obtiene las fuerzas necesarias para practicar la virtud. Recibir los sacramentos, recibirlos “dignamente”, es el medio de alcanzar la Vida. E, insensiblemente, nuestro pensamiento se dirige a las palabras del Evangelio: “quien no come de este pan, quien no bebe de este vino, no tendrá vida eterna” (Cf. Jn 6, 53-54).
Legionário, n.º 635, 8 de octubre de 1944.
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