"Co juzguéis y no seréis juzgados —dice el Salvador de nuestras almas—; no condenéis y no seréis condenados». No, dice el santo Apóstol, «no juzguéis antes de tiempo, hasta que el Señor venga, el cual revelará el secreto de las tinieblas y manifestará los consejos de los corazones». ¡Oh! ¡Cuánto desagradan a Dios los juicios temerarios!
Los juicios de los hijos de los hombres son temerarios, porque ellos no son jueces los unos de los otros, y, al juzgar, usurpan el oficio de Dios nuestro Señor; son temerarios, porque la principal malicia del pecado depende de la intención y del designio del corazón, que, para nosotros, es el secreto de las tinieblas; son temerarios, porque cada uno tiene harto trabajo en juzgarse a sí mismo, sin que necesite ocuparse en juzgar al prójimo. Para no ser juzgados, es menester también no juzgar a los demás, y que nos juzguemos a nosotros mismos; porque, si Nuestro Señor nos prohíbe una de estas cosas, el Apóstol afirma la otra, diciendo: «Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos juzgados». Mas, ¡ay!, que hacemos todo lo contrario; porque no cesamos de hacer lo que nos está prohibido, juzgando al prójimo a diestra y siniestra, y nunca hacemos lo que nos está mandado, que es juzgarnos a nosotros mismos. Ver o conocer una cosa no es juzgarla. [...] No es malo, pues, dudar del prójimo, porque no está prohibido dudar sino juzgar; empero, no está permitido dudar ni sospechar, sino en la medida en que obliguen a ello los argumentos y las razones; de lo contrario, las sospechas son temerarias. Cuando una acción es indiferente en sí misma, es una sospecha temeraria sacar de ella malas consecuencias, a no ser que sean muchas las circunstancias que den fuerza de argumento.
San Francisco de Sales, Introducción a la Vida Devota, Lumen, Buenos Aires, 2002, pp. 227-231.
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Nuestra Señora de las Victorias |
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