Patrona de la ciudad de Arrás (Francia)
Un bello ejemplo de cómo la Santísima Virgen premia cuando dos semejantes se perdonan a causa de enemistades meramente personales
Valdis Grinsteins
Pocas personas hoy en día, salvo los médicos, oyeron hablar de una enfermedad llamada ergotismo. Sin embargo, ella fue un serio problema de salud, desde la Edad Media hasta el siglo XVII. Su nombre viene de un hongo llamado ergot (cornezuelo del centeno), que ataca a los cereales. Después de contaminar la planta, especialmente en primavera, comenzaban las epidemias, afectando a miles de personas al mismo tiempo. La enfermedad recibía nombres diferentes en diversas lenguas, como mal des ardents, ignis sacer, heiliges feuer, fuego infernal y fuego de San Antonio, todos los cuales indican que las personas contagiadas tenían la sensación de estarse quemando; de San Antonio, porque la Orden de San Antonio era la que trataba principalmente a tales enfermos.1 Justamente durante una de aquellas plagas tuvo lugar la aparición de la Santísima Virgen, conocida como Nuestra Señora de los Ardientes, a causa de la molestia que vino a curar. Aparición, consejo y milagro Fue en la ciudad de Arrás, al norte de Francia, en los primeros años del siglo XII, que comenzó una de aquellas epidemias. El obispo de la ciudad, Lambert, rezó a Nuestra Señora pidiendo su protección contra el flagelo, y fue atendido de una forma completamente inesperada. La noche del 24 al 25 de mayo de 1105, la Virgen Santísima apareció a dos personas que estaban peleadas y eran enemigos mortales: Itier de Tirlemont y Pierre Normán. Ambos eran trovadores, es decir, una especie de cantores ambulantes, que componían e interpretaban músicas religiosas o profanas y se presentaban en las ferias y torneos. Acaeció que Normán mató al hermano de Itier, surgiendo desde entonces un odio mortal entre los dos, que no había manera de aplacar.
Estaba Itier durmiendo, cuando se le apareció en sueños la Madre de Dios y le dijo: “¿Duermes? Escucha lo que tengo que decirte. Levántate y parte a San Sion de Arrás, lugar sacro donde 144 enfermos sufren dolores mortales. Cuando llegues, te haré saber el tiempo y lugar convenientes para que hables con Lambert, que gobierna esa iglesia, y le contarás la visión. Tú le recomendarás hacer una vigilia —él será el tercero en hacerla contigo durante la noche del sábado al domingo— y visitar a los enfermos que se encuentran en la iglesia. Al primer canto del gallo, una mujer vestida como yo lo estoy ahora, bajará de lo alto de la iglesia llevando en la mano un cirio, que ella te dará. Después de haberlo recibido, debes encenderlo y colocar gotas de cera de él en vasos de agua, que darás de beber a los enfermos y derramarás sobre sus heridas. No dudes de que aquellos que recibiesen este remedio con fe recobrarán la salud. Al contrario, aquellos que no crean morirán a causa de su enfermedad. Harás esto junto con Normán, a quien le tienes un odio mortal, y que se encontrará contigo el próximo sábado. Cuando ustedes dos se hayan reconciliado, tendrán al obispo como tercer compañero”.2 Un cirio milagroso entregado por la Santísima Virgen Normán tuvo aquella misma noche una visión semejante. Pero los dos deben de haber dudado o, tal vez, les costaba demasiado pensar en reconciliarse con el enemigo, pues la noche siguiente la aparición se repitió para los dos, en los lugares donde se encontraban. Finalmente convencidos, cada uno partió por su cuenta hacia Arrás y ambos se encontraron con el obispo Lambert. Sorprendido por la coincidencia de los relatos, al prelado no le fue difícil reconciliar a los dos enemigos, quienes aceptaron realizar junto con el obispo la vigilia que la Virgen Santísima había recomendado.
Para que estuviesen debidamente preparados para el acontecimiento, el obispo los hizo ayunar a pan y agua; y el sábado 27 de mayo, los tres pasaron la noche en vigilia al interior de la iglesia. A las tres de la mañana, vieron a Nuestra Señora descender de la bóveda de la iglesia, toda resplandeciente y llevando en la mano un cirio. La Virgen les dijo: “Aproxímense. Aquí tienen un cirio que yo les confío, y que será para ustedes una señal especial de mi misericordia. Toda persona contagiada por la enfermedad llamada fuego infernal, tan sólo tendrá que derramar unas gotas de cera de este cirio en el agua que beberá y luego aspergerá sus heridas, que se curarán inmediatamente. Aquel que crea será salvo; y el que no crea, perecerá”. Después de esto la Virgen les entregó el cirio y desapareció. Inmediatamente ellos hicieron con los enfermos que se encontraban en la iglesia lo que Nuestra Señora había pedido. De los 144, solamente uno no creyó en la eficacia de la promesa y murió. Todos los demás fueron curados. El cirio que la Santísima Virgen les entregó se encuentra aún hoy en la catedral de la ciudad. El año 2005, justamente para conmemorar los 900 años del milagro, fue realizada una exposición con 100 objetos que recuerdan el milagro a través de los tiempos, entre los cuales ocupaba un lugar principal el santo cirio.3
El valor de perdonar ¿Qué lecciones podemos sacar de este milagro? Llama la atención el hecho que la Madre de Dios haya escogido como testigos del prodigio a dos personas que se odiaban mortalmente. Con ello, quedaron eliminadas todas las hipótesis de complicidad, pues fue necesario reconciliarlas primero para que el milagro se produjera. ¿Qué habría sucedido, en caso de que ellas se negaran a reconciliarse? Probablemente el milagro no habría ocurrido, pues muchas veces Dios hace depender prodigios portentosos del consentimiento de esta o de aquella persona. Ciertamente la Virgen María habría encontrado otra manera de auxiliar a los pobres enfermos, pero el modo como ocurrió el milagro no hubiera sido tan resplandeciente como lo fue. Mucho más graves que las enfermedades del cuerpo son las enfermedades del alma —entre ellas el deseo de venganza— que nos cierran las puertas del cielo. Si Dios permite las enfermedades corporales, es justamente para enseñarnos, por medio de ellas, varias virtudes como la paciencia, el desapego de los bienes terrenos o la obediencia a las autoridades, y con ello hacernos progresar en la vida espiritual. Si el propio Dios perdona nuestros pecados, ¿por qué no perdonaremos nosotros, meras criaturas, a quien nos causó algún mal por razones de carácter personal? Debemos combatir a los enemigos de la Iglesia y de la civilización cristiana, pero debemos perdonar a los que nos persiguen meramente por razones personales.
Notas.- 1. Ver http://www.chm.bris.ac.uk/motm/lsd/lsd1_text.htm.
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