Pregunta Quisiera saber qué dice la doctrina católica a respecto de la ropa para mascotas. ¿Se puede? ¿O es algo sin sentido? Agradezco desde ya su aclaración. Respuesta La pregunta nos permite abordar un tema de mucha actualidad: el trato equilibrado que se debe dar a los animales y, en particular, el modo de tratar a las mascotas. La respuesta a tales interrogantes presenta dos dimensiones, pues implica tanto cuestiones religiosas y morales, cuanto problemas culturales y de sentido común. Del punto de vista religioso, que obviamente es el principal, es necesario insistir desde el principio en la contraposición absoluta entre la doctrina y la moral cristianas y la doctrina y la moral de las religiones orientales, a respecto de los animales. Para simplificar, vamos a tomar en consideración apenas tres de las religiones originarias de la India: el hinduismo, el budismo y el jainismo. Dos creencias básicas de esas religiones determinan su posición frente a los seres vivos. Por un lado, la creencia en la reencarnación, según la cual, después de la muerte, el alma puede encarnarse nuevamente bajo la forma de un vegetal, un animal o de otro hombre. Eso porque, según ellas, no existe diferencia alguna entre el principio de vida (atman) existente en el ser humano y el principio de vida en los otros seres vivientes. Como ya fue explicado recientemente en esta sección, para las religiones orientales paganas ese principio es, en realidad, una centella divina. ¡Todo ser vivo sería divino! Por otro lado, tales religiones paganas practican el ahimsa, o sea, el principio de la “no violencia”, que las lleva a no causar ninguna forma de daño a los otros seres vivos y al respeto sagrado a la vida bajo todas sus formas. Superioridad intrínseca del hombre Una de las consecuencias prácticas de esas dos creencias religiosas es el vegetarianismo absoluto, puesto que comer carne implica matar un animal. Dependiendo de la religión, comer carne acarrea como castigo reencarnarse en los animales, de cuya carne la persona se alimentó, o ir a parar al infierno. El cristianismo, en cambio, insiste en la diferencia radical que existe entre el hombre, creado “a imagen y semejanza de Dios” —y que, para ello, recibe directamente del Creador, después de la concepción, un alma racional e inmortal— y los animales, cuyo principio de vida es puramente sensitivo e incompleto, y por eso mismo, mortal. Tal concepto resulta de la propia Revelación, ya en las primeras páginas del Génesis. En efecto, durante la creación del mundo, Dios ordenó a las aguas producir los peces y los pájaros, y a la tierra formar los animales terrestres, pero Él mismo se encargó de crear directamente al hombre (1, 24; 2, 7). De donde, mientras los animales se reproducen por sí mismos, transmitiendo entre ellos el principio de vida que los anima, es Dios que, para cada niño que es concebido, crea Él mismo, de la nada, su alma espiritual, que es inmaterial e inmortal. En virtud de esa superioridad intrínseca de los hombres, el Antiguo Testamento refiere cómo Dios puso los animales bajo el dominio de Adán, que se apropió de ellos confiriéndoles un nombre. A causa de esa misma realeza sobre la creación terrena, al ocurrir la caída original por la cual nuestros primeros padres fueron expulsados del Paraíso, no solo los hombres, sino también los animales fueron condenados al trabajo y, además de eso, los animales, a la “ley de la selva”. Más aún, fue después de la expulsión que el hombre comenzó a nutrirse de la carne de los rebaños (Gén 9, 3-4), quedando sus destinos más unidos entre sí, al punto de que Dios, por ocasión del Diluvio, salvó no solamente a Noé y familia, sino también a todos los animales. Dueño de los animales, en particular de los herbívoros domésticos (Gén 1, 26), el hombre debe, no obstante, tratarlos como sus servidores y protegerlos. Por ejemplo, debe librarlos de cargas excesivas (Ex 23, 5), debe alimentarlos dándoles una parte del producto de su trabajo (Deut 25, 4), debe dejar al buey y al asno, sus auxiliares en el campo, en reposo el sétimo día de la semana (Ex 23, 12), incluso en los períodos de labranza y de cosecha (Ex 34, 21). Alimento concedido por Dios Todo esto muestra que el hombre debe cuidar a los animales y no ser cruel con ellos. No porque tenga propiamente un deber hacia ellos —puesto que los animales no tienen una personalidad independiente, pues son privados de un alma espiritual e inmortal—, sino porque existen para el servicio del hombre, que debe usar de ellos para fines razonables, aunque eso implique, a veces, hacerlos sufrir. Por ejemplo, durante la Antigua Ley, para sacrificarlos a Yahvé conforme las prescripciones dadas por el mismo Dios a Moisés, o cuando es necesario matarlos para que sirvan de alimento. En ese particular, es interesante notar que, en el Primer Concilio de Braga, el año 561, fue condenado el vegetarianismo de índole religiosa practicado por las sectas maniqueas. Contrariamente a las sectas hinduistas que espiritualizan, y hasta divinizan a los animales, los maniqueos los consideraban seres inmundos, creaciones del “dios del mal”, y por eso eran vegetarianos. Lo interesante del caso es que la Iglesia Católica condenó enérgicamente la tesis de los que niegan que las carnes animales fueron dadas por Dios para el uso de los hombres. Así reza el canon 14 del referido Concilio: “Si alguien considera como impuro los alimentos de carnes que Dios concedió a los hombres, y se abstiene de ellos, no por motivo de mortificación de su cuerpo, sino por considerarlas una impureza, de modo que no coma ni siquiera verduras cocidas con carnes, conforme afirmaron Maniqueo y Prisciliano, sea anatema”. No desviar el afecto debido a los seres humanos No obstante, en el ejercicio de su dominio sobre los animales, el hombre comete pecado cuando los hace sufrir inútilmente. De por sí, tal pecado es apenas venial, pero puede ser grave cuando exista el peligro de adquirir hábitos brutales y, en particular, el de satisfacer instintos sádicos con el maltrato de los animales. En el pasado, la estimación del cristianismo por los animales se expresaba de modo muy conmovedor en las regiones rurales, por medio de rituales religiosos, en los cuales los animales presentes eran bendecidos como “bienes de la tierra” que permiten a los agricultores y criadores ejercer un oficio, así como al resto de la población disponer de alimentos. Por ejemplo, durante las ceremonias llamadas Rogaciones, los sacerdotes recorrían todo el territorio de la parroquia bajo su jurisdicción, bendiciendo los campos recién sembrados y los prados donde pastaban los rebaños. El Catecismo de la Iglesia Católica resume bien esa concepción católica muy equilibrada y que no tiene nada en común con la sacralización de animales practicada por las religiones paganas orientales. Él afirma lo siguiente: “2416. Los animales son criaturas de Dios, que los rodea de su solicitud providencial (cf Mt 6, 16). Por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria (cf Dn 3, 57-58). También los hombres les deben aprecio. Recuérdese con qué delicadeza trataban a los animales san Francisco de Asís o san Felipe Neri. “2417. Dios confió los animales a la administración del que fue creado por él a su imagen (cf Gn 2, 19-20; 9, 1-4). Por tanto, es legítimo servirse de los animales para el alimento y la confección de vestidos. Se los puede domesticar para que ayuden al hombre en sus trabajos y en sus ocios. Los experimentos médicos y científicos en animales son prácticas moralmente aceptables, si se mantienen en límites razonables y contribuyen a cuidar o salvar vidas humanas. “2418. Es contrario a la dignidad humana hacer sufrir inútilmente a los animales y sacrificar sin necesidad sus vidas. Es también indigno invertir en ellos sumas que deberían remediar más bien la miseria de los hombres. Se puede amar a los animales; pero no se puede desviar hacia ellos el afecto debido únicamente a los seres humanos”.
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Con relación a este último punto, ahí entra la dimensión cultural y de sentido común mencionada al comienzo del artículo. Es, de hecho, importante observar que, en nuestra sociedad hiperurbanizada, en la cual los ciudadanos casi no tienen contacto con la naturaleza y con los animales, muchas personas pasan a tener una visión romántica con relación a los animales. Esa idealización los lleva a desarrollar una relación desarreglada con sus mascotas. Y eso tanto más cuanto la dureza de las relaciones humanas en las grandes urbes, especialmente en nuestra sociedad descristianizada, estimula un tenor de relación escaso entre las personas, y generalmente muy superficial, produciendo en los habitantes una sensación de aislamiento. De allí la búsqueda de una compensación en cuanto al cariño en el trato con las mascotas, que pasan a ser consideradas amigos auténticos y leales, casi como “haciendo parte” de la familia. En consecuencia, su alimentación no se restringe apenas a las raciones para animales, sino que existe para ellos una verdadera gastronomía de lujo, así como también salones de belleza, psiquiatras, dentistas, hoteles, centros de diversión y verdaderos “roperos” para vestirlos. Lo que suscita, no raras veces, sarcasmos por parte de los habitantes del campo, que mantienen habitualmente una relación normal y sana con los animales y la naturaleza. Sentido común vs. propaganda mediática Precisamente en cuanto a la pregunta, en todas las culturas, en las fiestas folclóricas o en las grandes solemnidades, los animales eran enjaezados y adornados, habiendo a veces hasta un concurso para indicar los más bellos. No obstante, eso no era realizado para agradar a los animales —desprovistos de razón y, por lo tanto, incapaces de apreciar la belleza de sus ornamentos—, sino para resaltar la solemnidad del evento, o simplemente prestigiar a sus dueños. En ello entraba una dosis de sentido común que comienza a faltar a nuestros contemporáneos, no pocas veces influenciados por la propaganda religiosa de religiones paganas orientales. Estas colocan a los animales en pie de igualdad con el hombre, tratando de atraerlo a las prácticas de sus sectas. Apelan a la sensibilidad de la gente bajo el pretexto de combate a la crueldad contra los animales. Problema que realmente existe, pero que no parece tener las dimensiones apocalípticas trompeteadas por ciertos medios de propaganda. ♦
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