Vemos con preocupación que las instituciones son desmanteladas a nuestro alrededor y nos preguntamos si existe una solución para esta crisis. Ese remedio es tan antiguo como el mismo hombre: es la familia. José Antonio Ureta SE PUEDE DECIR con Francis Godard, autor de La Famille, affaire de générations, que la familia, en su concepción tradicional, es “el lugar de la fundación permanente del relacionamiento humano fundamental en aquello que él deriva directamente del orden divino. Ella es el lugar del misterio en el que los orígenes persisten en su eterna contemporaneidad”. La Iglesia no abandonó la institución familiar de los tiempos paganos, a pesar de contener un error religioso que conducía a atribuir al padre poderes exorbitantes, como el derecho a la vida o la muerte sobre todos los suyos. Al contrario, despojándola de sus abusos y de sus fundamentos religiosos erróneos, y fortificando su vínculo por el sacramento del matrimonio, la Iglesia no ha hecho sino reforzar aún más esta institución y conducirla hacia una realización más alta, tanto desde el punto de vista de la institución familiar en sí cuanto de su rol político y social. En efecto, en el caos producido por la caída del Imperio Romano y por la sucesión de las invasiones bárbaras, el comienzo de organización social que constituía el Imperio Carolingio se hundió en la anarquía. La reconstrucción social se hizo, una vez más, hacia fines del siglo X, gracias a la única fuerza organizada que había permanecido intacta: la familia. En el célebre libro L’Ancien Régime, Frantz Funck–Brentano sintetiza esa resurrección: “La familia resiste en la tormenta, y se fortifica; ella toma más cohesión. Obligada a satisfacer sus propias necesidades, creó los órganos que le son necesarios para el trabajo agrícola y mecánico, para la defensa a mano armada. El Estado no existe más, la familia toma su lugar. La vida social se concentra junto al hogar; la vida común se detiene en los límites de la casa y de la propiedad. [...] “Pequeña sociedad, vecina pero aislada de las pequeñas sociedades parecidas que se constituyeron bajo el mismo modelo. “En los comienzos de nuestra historia, el jefe de familia recuerda al paterfamilias antiguo. Él comanda al grupo que se reúne en torno suyo y lleva su nombre, él organiza la defensa común, reparte el trabajo según la capacidad y las necesidades de cada uno. Él ‘reina’ (la palabra está en los textos) como señor absoluto. Es llamado ‘sire’. Su mujer, la madre de familia, es llamada ‘dame’, ‘domina’. [...] “Las crónicas y canciones de gesta de la Edad Media nos muestran, en efecto, la mesnie (mesnada), extendida por el patronato y por la clientela, correspondiendo exactamente a la gens de los romanos. La mesnie al desarrollarse produjo el feudo, cuyo soberano es el barón, jefe feudal, pero antes de todo padre de sus vasallos, al punto que el conjunto de las personas reunidas en torno al barón es llamada: familia; y el territorio sobre el cual se ejercen sus diversas autoridades (jefe de familia, jefe de mesnie, barón feudal o rey) es llamado siempre patria, el dominio del padre. Una patria armada con una ternura tanto más fuerte que ella está ahí, viva y concreta, bajo los ojos de todos”. Así como la ciudad antigua, Francia no creció como un círculo que se amplía poco a poco por la acción de una fuerza central; sino, al contrario, por el lento agregarse de pequeños grupos, constituidos mucho antes y que, asociándose entre ellos, no perdían nada de su individualidad ni de su autonomía. Cada familia, cada feudo, cada región se mantenía como en la época de su aislamiento y conservaba su autoridad propia, sus usos y costumbres, su justicia. Existen todavía algunos vestigios de esta organización social y cultural en los clanes escoceses e irlandeses que tienen cada uno su nombre, sus símbolos, sus colores, sus platos típicos, etc., o en la Confederación Helvética, basada enteramente en la autonomía de los cantones. La nación no era pues un conjunto de individuos aislados: ella era una confederación de muchos grupos que, a su vez, no eran sino la federación de muchas familias bajo la autoridad del jefe feudal. En ese contexto, se podía decir verdaderamente que la familia era la célula básica de la sociedad. Expresión que, en nuestras sociedades de masa donde los individuos aislados se han transformado en números de la Seguridad Social, no es más que una nostalgia o un deseo, pero que no tiene, a decir verdad, ninguna realidad tangible. En el plano estrictamente individual, uno se puede formar una idea de lo que era la vida de familia de nuestros antepasados, leyendo las memorias que nos han dejado. Ustedes piensan quizá en las Memorias de Ultratumba, donde Chateaubriand nos cuenta las veladas de familia junto a la chimenea en el salón grande y frío del viejo Castillo de Combourg. Prefiero, sin embargo, darles un pequeño trecho extraído de La vie de mon père, escrito poco después de la Revolución Francesa por un campesino de Borgoña, llamado Rétif de la Bretonne: “Éramos ordinariamente 22 personas a la mesa, comprendidos los viñateros y los peones, el carnicero, el encargado de la hortaliza y las dos sirvientas, de las cuales una ayudaba a los viñateros y la otra cuidaba las vacas y la lechería. Todos estaban sentados a la misma mesa: el padre de familia en la cabecera al lado del fuego; su mujer a su lado, cerca de los platos para servir (ya que era ella solamente que trataba de la cocina, la sirvientas que habían trabajado todo el día estaban sentadas y comían tranquilamente); luego los hijos de la casa, de acuerdo a su edad, que marcaba su rango; después el más antiguo de los peones y sus compañeros; después los viñateros, en seguida venían el carnicero y el encargado de la huerta; finalmente las dos sirvientas en el extremo la mesa”.
Este es un bello bosquejo de lo que era la vida de una familia patriarcal antes de la Revolución Francesa. De este trecho y lo que hemos descrito antes sobre la formación de Francia se puede deducir cuáles eran los elementos distintivos de esta familia patriarcal: • una fuerte afirmación de la autoridad del padre y del papel moderador de la madre; • una progenie numerosa que asegura la duración del linaje ancestral; • la jerarquía entre los hijos y especialmente el respeto del derecho del primogénito; • la indivisibilidad del patrimonio, o un sistema de herencia se reservaba en todos los casos la base del patrimonio familiar al mayor (que formaba el tronco de la familia), con la responsabilidad que este tenía de instalar a los más jóvenes y a sus familias (que eran las ramas); • una forma de especialización de las funciones sociales, es decir, la vinculación de la familia a una misma profesión tradicional, formando así verdaderas dinastías de soldados, de parlamentarios, de comerciantes, de artesanos o de simples campesinos. El prestigio ligado a la antigüedad de esta tradición profesional familiar era tal que, cuando Luis XIV quiso ennoblecer a un guardia forestal de un dominio real, del cual su familia estaba encargada desde el tiempo de Carlomagno, este le respondió, lleno de dignidad: “Señor, prefiero continuar siendo el primer guardia forestal del reino a transformarme en el último de sus barones”. La tradición y no la fortuna era entonces el primero de los patrimonios. • Finalmente, la costumbre tan denigrada en nuestros días, pero muy comprensible en tal contexto, del arreglo de los matrimonios hecho por los padres de los futuros esposos. No siendo el matrimonio la aventura individual de un ser emancipado, sino la introducción de un nuevo elemento en la familia, a la cual el nuevo matrimonio y sus hijos permanecían vinculados o por lo menos muy cercanos. Era por lo tanto juzgado prudente dejar la elección del cónyuge a la sabiduría del jefe de familia, al cual se le suponía un discernimiento más fino y más vasto de lo que era el bien común familiar.
*Extractos de la conferencia De la familia patriarcal a las familias “alternativas”
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