La Iglesia enseña que Dios creó a los ángeles muy superiores a nosotros. Espíritus puros, de inteligencia lucidísima y gran poder, exceden por su naturaleza inclusive a los hombres mejor dotados. Con su rebelión, los ángeles malos perdieron la virtud, pero no su inteligencia, ni su poder. Dios suele frenar su acción en mayor o menor medida, según los designios de su Providencia. Pero de suyo, y por su naturaleza, ellos siguen siendo muy superiores al hombre. De ahí viene el hecho de que la Iglesia siempre aprobó que los artistas representaran al demonio bajo la forma de un ente inteligente, sagaz, astuto, poderoso, si bien que lleno de malicia en todos sus designios. Ella incluso aprobó que el demonio fuera representado como un ente de encantos fascinantes, para manifestar así las apariencias de cualidad con que el espíritu de las tinieblas puede revestirse para seducir a los hombres. * * * En nuestra primera ilustración, tenemos un ejemplo de esa forma de representar al demonio. Mefistófeles, con un semblante fino, astuto, de psicólogo penetrante y lleno de elocuencia, infunde pensamientos de perdición, suaves y profundos, al Doctor Fausto, adormecido en sus quiméricos sueños. Este tipo de representación se ha vuelto tan frecuente, que casi no se muestra al demonio sino bajo este aspecto. Todo esto es, como dijimos, perfectamente ortodoxo. * * * ¿Qué sentido tienen las representaciones de los ángeles buenos que hace cierta iconografía corriente? Nos los muestran como seres eminentemente bien intencionados, felices, cándidos; y todo esto es conforme a la santidad, a la bienaventuranza, a la pureza que poseen en grado eminente. Pero esas representaciones se exceden en este aspecto; y, queriendo acentuar la bondad y la pureza de los ángeles fieles —y pareciendo no saber, por otro lado, cómo expresar al mismo tiempo su inteligencia, su fortaleza, su admirable majestad— los plasman como seres insípidos y sin valor.
Nuestra segunda ilustración muestra a una niña cruzando un riachuelo. Un ángel de la guarda la protege. La pintura, siendo popular y sin pretensiones, no deja de despertar legítimas simpatías, pues evoca agradablemente un panorama silvestre, impregnado de la inocencia de vida que tan fácilmente se puede conservar fuera de la ciudad. Por otra parte, es conmovedora la idea de una niña que sigue despreocupada su camino, protegida por un príncipe celestial, que la ampara cariñosamente. Pero este príncipe —es bueno fijar la atención en su rostro— ¿no parece carente en absoluto de aquella fuerza, de aquella inteligencia, de aquella penetración, de aquella sutileza propia de la naturaleza angélica con la cual habitualmente se representa a Satanás? Fijémonos ahora en el cuerpo, que es atribuido al ángel bueno: actitud blandengue, flácida, carente de inteligencia. Comparémoslo con la esbeltez, la agilidad, la elevada expresión del porte de Mefistófeles: ¿puede haber mayor diferencia? En todo esto hay un grave inconveniente. Al representar insistentemente el demonio como inteligente, vivo, capaz; y, al representar siempre —como lo hace cierta iconografía azucarada— a los ángeles buenos como seres timoratos, inexpresivos, casi tontos, ¿qué impresión se crea en el alma popular? Una impresión de que la virtud produce seres desfibrados y abobados, y por el contrario el vicio forma hombres inteligentes y varoniles. Aquí está un aspecto más de aquella acción endulzante que el romanticismo ejerció tan profundamente, y aún continúa ejerciendo, en muchos medios religiosos.
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