San Alfonso María de Ligorio No salía de su asombro el santo Job al considerar con qué amorosa solicitud mira Dios por el bien del hombre. Parece que ha cifrado todo su deseo en amarle y en ser de él amado; por esto, hablando con Dios, exclamaba: ¿Qué es el hombre para que tú hagas de él tanto caso, o para que se ocupe de él tu corazón? (Job 7, 17). Por aquí se verá que es manifiesto error pensar que se falta a la majestad de Dios y al respeto que le es debido hablando con Él sin encogimiento y con familiaridad y llaneza. Sin duda, alma devota, que debes presentarte ante su acatamiento con todo género de humildad y ánimo rendido, mayormente al recordar las injurias y ultrajes que en tu pasada vida le has hecho; pero esto no obstante, has de tratarle con el más acendrado amor y ternura, con la mayor confianza que pueda abrigar tu corazón; porque si bien es cierto que es Señor de majestad infinita, también lo es que su bondad y amor son infinitos; y si Dios es el Señor más grande que pueda existir, es también el más extremado amante que puedes tener. Y no se desdeña, antes se complace, en que le trates con suma libertad, ternura y confianza, así como los niños tratan a sus madres. Escucha las invitaciones que te hará y las caricias que te prodigará cuanto te vea a sus pies postrada: A sus pechos seréis llevados y acariciados sobre su regazo; como una madre acaricia a su hijito, así yo os consolaré a vosotros (Is 66, 12-13). Así como la madre se complace en sentar sobre sus rodillas al hijo de sus entrañas, y alimentarlo con la leche de sus pechos y cubrirlo de besos y caricias, con igual ternura y amor se complace nuestro amoroso Señor en tratar a las almas queridas de su corazón que le han dado todo cuanto tenían que han puesto en Él toda su confianza. En el mundo no hay amigo, ni hermano, ni padre, ni esposo, ni amante, que te amen más que el Señor. La gracia de Dios es un gran don, que de viles criaturas y humildes esclavos nos levanta a la dignidad de amigos de nuestro mismo Creador. Es para los hombres tesoro infinito, dice el Sabio, que a cuantos se han valido de él los ha hecho partícipes de la amistad de Dios (Sab 7, 14). A fin de inspirarnos mayor confianza, se anonadó a Sí mismo, humillándose hasta hacerse hombre, para conversar familiarmente con nosotros. Y para conseguirlo se hizo niño, y pobre, y llegó hasta morir en una cruz con el estigma de ajusticiado, habiéndolo llevado su amor a permanecer con nosotros debajo de las especies de pan, para ser nuestro perpetuo compañero y unirse a nosotros con más estrecho lazo de amor en el Santísimo Sacramento del Altar. El que come mi carne, dice por san Juan, y bebe mi sangre, en Mí permanece y yo en él (Jn 6, 57). En una palabra, tanto se ha prendado de los hombres que, al parecer, solo ellos son el objeto de su amor; esto exige que nosotros le correspondamos con el mismo afecto, hasta poderle decir: Mi amado es todo para mí y yo soy todo para mi amado (Cant 2,16); ya que se ha entregado a mí enteramente, yo me entrego todo a Él, y puesto que me ha escogido por amigo y familiar suyo, solo en Él he de poner yo todo mi amor. Mi amado, diré con la Esposa de los Cantares, es blanco y rubio, escogido entre millares (Cant 5, 10).
Dile, pues, con frecuencia: ¿Por qué, Señor, me amáis con amor tan acendrado? ¿Qué de bueno hay en mí que haya cautivado vuestro Corazón? ¿Habéis echado ya en olvido las injurias que os he causado? ¿A quién he de amar, si a Vos no amo, que sois mi Dios y mi todo, y que en lugar de lanzarme al infierno me habéis colmado de tantas gracias y amado con tan entrañable cariño? ¡Oh Dios mío amabilísimo!, os he ofendido, lo confieso; mas ahora lo que más me aflige no es tanto el castigo que con mis pecados he merecido como el haberos disgustado a Vos, que sois digno de infinito amor. Pero me da alientos el pensar que no sabéis despreciar al corazón que se arrepiente y humilla, y sale fiador de esto vuestro Profeta, cuando dice: No despreciarás, ¡oh, Dios mío!, el corazón contrito y humillado (Sal 50, 19). Mientras viva y después de mi muerte solo a Vos quiero servir, solo a Vos quiero amar. En efecto: ¿qué cosa puedo apetecer yo del cielo, ni qué he de desear sobre la tierra, fuera de Ti, ¿oh, Dios de mi corazón!; Dios, que eres la herencia mía por toda la eternidad? (Sal 77, 25). Vos solo sois, y seréis siempre, el único dueño de mi corazón, el único Señor de mi voluntad, mi único bien, mi paraíso, mi esperanza, mi amor y mi todo: el Dios de mi corazón, la herencia mía por toda la eternidad. Para que la confianza en Dios eche más profundas raíces en tu alma, trae a la memoria el cariño y afecto que te ha tenido, los medios que su amorosa Providencia ha usado para sacarte de los malos pasos en que andabas metido, y la manera de arrancarte de los afectos terrenos para unirte a Él con los estrechos lazos del amor. Lo único que debes temer es tratar a Dios con poca confianza una vez que te determines a amarle: porque las misericordias que ha usado contigo son prenda segura del amor que te profesa. Mucho desagrada a Dios la desconfianza de las almas que le aman de corazón y a las cuales corresponde con su amor. Por tanto, si quieres dar gusto a su amoroso corazón, procura de aquí en adelante tratarlo con la mayor ternura y confianza que te sea posible. Mira cómo te llevo yo grabado en mis manos, dice el Señor por Isaías; tus muros los tengo siempre delante de mis ojos (Is 49, 16). ¿Por qué temes, alma querida?, dice el Señor; ¿por qué desconfías? Llevo grabado tu nombre en mis manos para no cansarme de colmarte de beneficios. ¿Temes, por ventura, a tus enemigos? Pues yo soy tu libertador; yo tomo a mi cargo tu defensa y no puedo olvidarme de que estás debajo de mi protección. Pensando en esto David, se henchía de júbilo su corazón y exclamaba: Señor, tu buena voluntad nos ha cubierto a modo de escudo y protegido por todos lados (Sal 5, 13). ¿Quién podrá, Señor, causarnos daño, si vuestra bondad y amor es a manera de muro que por todas partes nos rodea? El recuerdo de que Dios nos ha dado a Su Hijo Jesucristo debe también alentar y animar nuestra confianza. Tanto amó Dios al mundo, dice san Juan, que no paró hasta dar a su unigénito Hijo (Jn 3, 16). Pues bien, exclama san Pablo, el que ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo después de habérnosle dado a Él, dejará de darnos cualquiera otra cosa? (Rom 8, 32). Mis delicias, dice el Señor, son en morar en compañía de los hijos de los hombres (Prov 8, 31). Dios ha puesto su paraíso, por decirlo así, en el corazón del hombre. Si Dios te ama, ámale tú también. El tiene sus delicias en vivir contigo; sean, pues, las tuyas en vivir a su lado y en pasar en su amable compañía todo el tiempo que puedas durante la vida, para seguir amándole por toda la eternidad. Toma, pues, la costumbre de hablarle a solas, familiarmente, con amor y confianza, como el amigo querido y leal ama y conversa con su amigo.
Del trato familiar con Dios, Editorial Apostolado Mariano, Sevilla, 2001, p. 3-9.
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